Miguel Sáenz escribe: “Peter Handke, preocupado al principio, sobre todo, por el lenguaje y sus ardides […] ha ido evolucionando desde su barroquismo inicial hacia una literatura cada vez más despojada,[1] muy hermosa […] una especie de retorno hacia lo clásico’’. Así es: la exuberante experimentación de sus primeras obras de teatro –esos ejercicios más o menos vanguardistas que, a decir verdad, ni siquiera se acercan a la grandeza– se ve reemplazada, hacia mediados de los setenta, por un extremado rigor estilístico, una prosa lúcida y refinada cuyo objetivo, sin embargo, sigue siendo (como también observa Sáenz) “crear la belleza por medio de la palabra”. Y aunque muchos volúmenes podrían mencionarse para ilustrar semejante afirmación –Handke siempre ha sido, cómo dudarlo, un autor prolífico– su relato Lento regreso es, ciertamente, uno de los más interesantes y complejos.[2]
Resulta curioso, pero, pese al vínculo que la crítica suele establecer, de manera casi automática –aunque, a decir verdad, no les faltan razones–[3] entre la literatura austríaca y la así llamada “angustia existencial”, por algún motivo misterioso Handke no suele ser incluido en esa generalización. Pero se trata de un error: su desolación es, quizás, más discreta que la de Bernhard, pero en ningún caso menos profunda o devastadora.[4] De hecho, sería difícil encontrar en su vasta obra un libro que no participe, en alguna medida, de esa intensa sensación de taedium vitae, de cansancio, aburrimiento terminal y decadencia. Aun así, es preciso enfatizar que Lento regreso es un auténtico sol negro de esta desencantada literatura centroeuropea; un auténtico “laboratorio de la autodestrucción”[5] que somete al protagonista a una presión inaudita. Y eso desde el comienzo mismo del relato: “Sorger había sobrevivido a algunos seres próximos a él y ya no sentía ningún anhelo”. Tras semejante inicio resulta muy difícil sostener ese tono (sobre todo cuando el autor, al menos en la primera parte, se empeña en convencernos, por algún motivo, de que su protagonista no es un pesimista radical) y, efectivamente, Handke intenta en varias ocasiones matizar su contundente declaración,[6] pero no creo que haya logrado convencer a nadie (si es que en realidad eso quería): lo que el lector percibe, por encima de todo, es la pertinaz angustia que atenaza a Sorger, y eso a pesar de los numerosos artificios que el atribulado protagonista utiliza para enmascararla.
En efecto, se trata de un tipo que, pese a carecer de anhelos, posee aún ese deseo primordial, el deseo de ser. Pero, naturalmente, eso no resulta sencillo para alguien como él y debe adoptar ingeniosas estratagemas para mantener a raya la depresión: la principal es dedicarse con incesante devoción a su importante labor científica: trabaja como topógrafo, junto a otro austríaco llamado Lauffer, cerca de una reserva india en algún pueblo de Oklahoma o Dakota del Norte (Handke no precisa nunca el lugar exacto) y ha desarrollado una obsesión casi metafísica por “las formas y el espacio”.
La mayoría de los topógrafos se conforman con apegarse estrictamente a los aspectos técnicos de su trabajo, pero Sorger “estaba obsesionado con el afán de buscar formas, diferenciarlas y describirlas […] pensaba escribir un trabajo importante titulado Sobre los espacios”. Una lectura apresurada o superficial no vería, quizá, nada extraordinario en todo esto (¿acaso no se ocupan los topógrafos precisamente de “describir y delinear detalladamente la superficie de un terreno”?).[7] Pero si leemos con alguna atención (¿y qué otra cosa significa, en el fondo, close reading?) de inmediato percibimos que su interés por estas cuestiones no es meramente técnico sino filosófico y aun existencial: una obstinada búsqueda del sentido allí donde ya apenas es posible creer en algo o, como mínimo, de la serenidad inmanente a una concentración absoluta, casi budista, en su trabajo.
Y si esta perspectiva parece alejarse de la ciencia y rozar la religión y aun el misticismo es porque, en efecto, el protagonista ha perdido la fe en los así llamados aspectos técnicos[8] y su actitud hacia el mundo visible a lo largo del relato se aproxima a una especie de liturgia privada (que los demás , por supuesto, no conocen): “a Sorger, las fórmulas lingüísticas de su ciencia, por muy convencido que estuviera de ella, le parecían siempre una alegre estafa […] los ritos con los que aprehendía el paisaje, sus convenciones de descripción y de nomenclatura, su representación del tiempo y de los espacios se le antojaban como algo cuestionable […] le provocaban una sensación espasmódica de vértigo corporal, y a menudo le resultaba literalmente imposible aprehender mentalmente el tiempo junto con los lugares que tenía que investigar. Presentía la posibilidad de un esquema completamente distinto para representar los acontecimientos temporales en las formas del paisaje”.
Esto último alude al ensayo Sobre los espacios: la obra maestra secreta que Sorger pretende pergeñar, aunque, por algún motivo, no logra escribir la primera línea: se trata, según creo, de una alusión a la principal influencia de Handke en este relato: la ardua, enrevesada novela Corrección, de su coterráneo Thomas Bernhard: en los dos textos el protagonista es un científico profundamente angustiado (y con inusuales intereses filosóficos) que desea escribir un texto definitivo sobre cuestiones existenciales y metafísicas; en ambos, también, se despliega una atmósfera opresiva y una narración densa, por momentos apenas soportable, aunque como es natural, con las variaciones de rigor: Bernhard sumerge al lector sin contemplaciones en su laberíntica sintaxis, en el torbellino de sus repeticiones y sus diálogos grotescos; en Handke, por el contrario, el estilo es mucho menos barroco pero, aun así, las descripciones resultan considerablemente más precisas. Por otra parte, casi no hay diálogos –con la excepción de las lacónicas, funcionales conversaciones de trabajo entre Sorger y Lauffer– y eso enfatiza el radical aislamiento del protagonista que, al menos en la primera parte (antes de regresar a California), vive en una zona situada en los confines más recónditos de la civilización (un lugar comparable al “centro geométrico del bosque de Aurach”, donde Roithamer erige su gigantesco cono invertido en Corrección).
En cualquier caso, la gran diferencia entre estos dos grandes fracasados[9] estriba en que Sorger ha decidido no “corregirse”, perseverar en el Ser. Y es en el estricto marco delimitado por tal decisión que debemos interpretar tanto su pulsión trashumante (de California a Dakota del Norte; de Dakota del Norte a California y, en definitiva, el postrero regreso a Europa) como su sostenido, colosal y, en última instancia, fútil esfuerzo por escribir “el gran ensayo” Sobre los espacios: son formas de mantener a raya el caos, tentativas (relativamente exitosas) de manufacturar un sentido, por artificial y efímero que resulte.
Y que Sorger haya “triunfado” –aunque solo sea por contraposición a Roithamer– resulta como mínimo curioso: nada parecía predestinarlo a prevalecer en el comienzo del relato. Quizás pueda atribuirse su inesperada supervivencia a que adoptase, más allá de cualquier filosofía, una suerte de práctica estoica que busca acceder a “un presente constante […] donde ya no hay deseos ni desdicha”: una especie de ataraxia que se acercaría, siquiera parcialmente al nunc stans[10] experimentado por el protagonista de otra novela del autor, La doctrina del Saint Victoire.
Pero toda comparación debe detenerse ahí: Sorger, a diferencia de aquel personaje –que en última instancia puede acceder a la escritura y conocer el éxtasis estético– es, para usar el giro borgiano, “un místico sin Dios y sin esperanza”: no puede dar nada por sentado y su único instinto –sería excesivo hablar de un deseo– es la mera supervivencia. Precisamente por eso está, incluso cuando regresa a California, incluso cuando regresa a Europa, separado de todo y de todos (“presentía una ineludible soledad y una continuada lejanía”). También por eso desarrolla, probablemente, la mirada excesiva, hipertrofiada, casi alucinada de los grandes fracasados, que le permite concebir, aunque no escribir –al parecer, la angustia no es suficiente–, el faraónico proyecto titulado Sobre los espacios: “Ahora estaba viendo por dónde discurría el río en la oscuridad: antracita gruesa sobre un negro más fino […] poseía la visión de conjunto […] esta visión de conjunto tenía lugar ciertamente sin plan previo, sin la frialdad y la objetividad que se requería en otras ocasiones: en él era decisiva otro tipo de calma (Sorger, literalmente, estaba viviendo lo que era el centro y la profundidad), y al mismo tiempo esta calma lo desbordaba; le calentaba las palmas de las manos (dedos que se abrían suavemente), hinchaba las plantas de los pies, le hacía sentir los dientes y lo transformaba totalmente en un cuerpo que pasaba a ser órgano de todos los sentidos […] se estaba viendo a sí mismo en las franjas de oscuridad, lo estaba invadiendo la calma, una calma que solo él podía comprender con esta palabra, belleza”.
Y si semejantes trances místicos pudiesen alcanzarse con frecuencia quizás Sorger se habría cambiado el nombre,[11] pero no está en sus manos inducir tal experiencia: todos sus viajes y todos sus afanes tienen como único objetivo recrearla, pero, como es natural, “el espíritu sopla donde quiere”, y ese difícil diamante de los santos continúa eludiéndolo incluso al final de su enrevesado periplo. En rigor de verdad, Sorger es solo la penúltima variación de una especie de arquetipo explorado por Handke en sus narraciones: el intelectual intensamente atribulado que busca consuelo en la escritura o la ascesis. En ocasiones (La doctrina del Saint Victoire), consigue superar su esterilidad; en otras su fracaso es absoluto, o casi… y al menos en Lento regreso el adverbio no es tan caprichoso como podría parecer: ciertamente los afanes de Sorger se han malogrado (su carrera profesional, su obra filosófica, sus no renovadas experiencias místicas) pero, contra todos los pronósticos, sigue vivo al final del relato (a diferencia de, digamos, Roithamer): es algo; es mucho; es, a decir verdad, lo único que importa. Un escritor de Oxford, Mississippi, habría escrito: él perseveró.
Notas:
[1] Por supuesto, el estilo solo es “despojado” en comparación consigo mismo: no se trata –afortunadamente– de un discípulo germano de Raymond Carver.
[2] Es probable que solo sea superado por la extraordinaria nouvelle La doctrina del Saint Victoire.
[3] Ni autores: Josef Winkler, Hans Lebert, el propio Bernhard, Jean Améry, entre tantos otros.
[4] Bueno, al menos la desolación de sus personajes: a juzgar por ciertas entrevistas no es tan seguro que Bernhard estuviese en absoluto deprimido.
[5] Así se refirió Ray Monk al Imperio Austro-Húngaro en la juventud de Wittgenstein: al parecer cien años después las cosas no habían cambiado mucho en Viena y sus alrededores.
[6] Así, dice también sobre Sorger que “experimentaba a menudo un gusto desinteresado por la existencia”.
[7] Según la definición de la RAE.
[8] Aunque, naturalmente, continúa utilizándolos en su trabajo: después de todo es un científico, al menos en lo concerniente a su profesión en el desolado territorio que habita.
[9] Pero solo en el peculiar sentido que Ricardo Piglia confirió a la expresión en la novela Respiración artificial.
[10] En la teología cristiana el así llamado “momento de eternidad” experimentado por los místicos.
[11] En una servicial nota al pie el traductor nos informa que Sorger significa en alemán “el preocupado”, “el cuidadoso”.
handke lo más grande
gracias, ubaldo