¿Cómo hablar de violación? La chilena Carolina Moscoso relata su experiencia en el documental ‘Visión nocturna’

‘Visión nocturna’ (2019) es uno de los filmes que competirá por el Coral a Mejor largometraje documental en la segunda entrega del 42do Festival de Cine de La Habana. Ya obtuvo el Grand Prix de la Competencia Internacional del Festival de Cine de Marsella, el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cine de Valdivia y fue Selección Oficial del Festival de San Sebastián.

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Fotograma de ‘Visión nocturna’, Carolina Moscoso Briceño, dir., 2019

Grand Prix de la Competencia Internacional del Festival de Cine de Marsella, Premio Especial del Jurado en el Festival de Cine de Valdivia y Selección Oficial del Festival de San Sebastián, Visión nocturna (2019) es uno de los filmes que competirá por el Coral a Mejor largometraje documental en la segunda entrega del 42do Festival de Cine de La Habana. Ópera prima de la realizadora chilena Carolina Moscoso Briceño, esta película es ejemplo de los vectores estéticos más relevantes a que apunta la creación documental contemporánea, no sólo en Latinoamérica.

Carolina Moscoso Briceño se adentra aquí en el terreno autobiográfico. Desde una postura decididamente política se enfrenta a las implicaciones emotivas, físicas, sociales… de una violación que sufrió ocho años atrás. Este contundente ensayo audiovisual, de cierta manera, es una negociación personal con ese suceso que marcó de modo definitivo su vida. Sólo que ese carácter personal de la narración no se limita a las resonancias del trágico hecho en el cuerpo y la mente de la realizadora, se abre con toda intención (y enfáticamente) a una estructura institucional que continúa desfavoreciendo a las víctimas de la violencia sexual y de género.

La realizadora comentó que Visión nocturna es resultado de la toma de conciencia cívica que se ha generalizado sobre el abuso que experimentan las mujeres en todos los ámbitos de sus vidas. Explica Carolina que “la violación termina siendo invisible, amparada en leyes y largos procesos judiciales, cómodamente sostenidos en el patriarcado, que vuelven a victimizar a las mujeres y resultan en impunidad para los violadores. Nos enfrentamos solas a un poder que tiene cero empatía con el daño histórico que el abuso sexual ha ejercido sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas. Por eso es tan fuerte la recepción de la performance de Las Tesis; porque hemos sido por siglo pisoteadas y nuestro dolor se ha relegado a una dimensión íntima y personal, cuando en realidad es sistémica y su respuesta debe ser colectiva”.

En puridad, el documental encauza una aguda meditación sobre la relación personal con el trauma que se instala en el sujeto como consecuencia de la violación (y sus múltiples expresiones); emprende, desde la voz interior, la agitación y pesadumbre vivencial de la realizadora, una exposición acerca de cómo vulnera un accidente de tal naturaleza al individuo, y reflexiona sobre cómo lidiar con ello. Ese cuadro muestra también el rol de la estructura social que soporta las violaciones y cualquier otra expresión de violencia de género. En Visión nocturna esta estructura se sopesa a través de las instituciones médicas y judiciales que atendieron el caso particular de Carolina. Antes que puntos de apoyo, la cineasta encontró allí espacios de revictimización que, regidos por los dictados de la hegemonía patriarcal, extendían la violencia sufrida por ella. Se enfrentó a un sistema de salud conservador, incapaz de prestarle la atención necesaria, y a un proceso legal que no le ofrece ningún tipo de protección.

Carolina retoma un juicio clásico del feminismo, “lo personal es político”, para visibilizar las articulaciones entre intimidad y poder. Visión nocturna ostenta, junto al registro emocional de la huella dejada por la violación, una feroz voluntad de denuncia que se ocupa de la violencia estructural y simbólica persistentes en nuestra sociedad. El documental deviene, en ese sentido, un artefacto político que entiende la cultura como un campo de antagonismos de representación e intereses, donde unos individuos tienen que resistir a las imposiciones de otros que controlan sus posiciones sociales y modelan sus subjetividades.

A nivel expositivo, el filme enhebra un conjunto de imágenes de archivo grabadas por Carolina durante diez años aproximadamente, tomando como punto de partida el momento en que sufrió el abuso sexual, cuando era estudiante de cine, hasta el tiempo en que, decidida ya a hacer la película, es informada de la invalidación judicial del caso. Esas grabaciones registran diversos escenarios y situaciones. Sin un propósito cinematográfico preciso, fueron para la cineasta, sobre todo, una manera de filtrar su relación con el mundo después de la violación; escenas con su familia y con sus amigos, planos de objetos o entornos que conforman su cotidianidad, que se reciben como la concreción cinematográfica de un estado emocional, de un pensamiento o de una sensación. Ensambladas en un cuerpo argumental fragmentado –como aleatorio e irregular fue el registro en su momento–, las imágenes devienen pasajes de un diario en el que ha quedado plasmada la geografía existencial de Carolina.

La cualidad expresionista de la fotografía –de una acentuada plasticidad que llega a ser, por momentos, verdaderamente dramática– se explica justo por su condición de reflejo de la mirada de la autora sobre la realidad. La tendencia a la abstracción visual, a la sobrexposición de la luz, al fuera de foco, a la suciedad intencional del plano, está ligada a la propia distorsión con que Carolina observa sus circunstancias; así mismo, la composición fragmentada (casi caótica) de los archivos, la calidad desigual de los segmentos –dada la cámara con que se grabó en cada momento– es la expresión estética del proceso mismo de negociación con la memoria. En tal sentido, el filme es un viaje de recuperación personal que hurga en el espacio del recuerdo y, por tanto, reproduce sus imprecisiones, su geografía azarosa, sus tensiones y conflictos, sus silencios y vacíos.

Además de la fotografía, otros dos agentes narrativos esenciales en Visión nocturna son la banda sonora y la voz de la realizadora. Esta última, paradójicamente, no se escucha, se lee en una suerte de subtítulos que cuentan la historia de la violación, y que constituyen la columna vertebral de la narración al direccionar el curso temático del argumento. Al sustituir su voz por la escritura, la realizadora también cede un protagonismo mayor al sonido y la música, los que no sólo se responsabilizan de crear atmósferas, sino que dan cuerpo a los espacios, describen los ambientes y las situaciones, trasuntan las emociones, dan sentido, narran… Un momento ilustrativo al respecto es el instante en que se relata la violación. Toda la pantalla se oscurece y, mientas se lee en pantalla cómo sucedieron los hechos, se escuchan los sonidos de las olas, de la brisa del mar, de los pasos de Carolina y de Gary, de las hojas de los árboles y de los insectos, de los pájaros cantando y revoloteando de un lado a otro…

La impactante sensorialidad de Visión nocturna es consecuencia de ese estrecho montaje entre imagen y sonido. Todo el plano expresivo del documental –resuelto claramente desde una asumida modalidad performatividad–, traduce una cadena de acciones y reacciones físicas y afectivas experimentadas por la cineasta. Carolina misma ha dicho: “Si pudiéramos […] abrir un cuerpo para saber qué está sintiendo, sería así, como en la película. Era esa mi intención. Lograr traducir ese sentir en una construcción de imágenes y sonidos”. La subjetivación de la historia relatada en Visión nocturna, su carácter autobiográfico, es definitivamente el vehículo perfecto para concretar la voluntad política de la directora. En términos de representación, supone una mayor implicación del espectador, en un proceso de identificación narrativa que suscribe la agudeza de esta autora para manejar los códigos de recepción. Al convertir su propia experiencia en una narración audiovisual que metaforiza los estados emocionales y somáticos derivados de la violación y su persistencia existencial posterior, Carolina garantiza el impacto contundente de su largometraje.

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ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (San Germán, Holguín, Cuba, 1991). Licenciado en Historia del Arte. Artículos y ensayos suyos aparecen en libros, antologías y publicaciones periódicas nacionales e internacionales. Compiló y prologó con Javier L. Mora, Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Editorial Casa Vacía. Richmond, Virginia, 2017) y con Jamila Medina, Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, Guatemala, 2019). Ha obtenido los Premio Caracol de crítica y ensayo cinematográficos de la UNEAC (2017 y 2019), el Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas (2019), además de la Beca de Creación Dador (2018) y el Premio Pinos Nuevos de Ensayo (2020), ambos otorgados por el Instituto Cubano del Libro. Es programador del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Integra el staff de Rialta.
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