Ana María Simo: “Respuesta a Jesús Díaz”

Tomado de ‘La Gaceta de Cuba’, año V, n. 51, junio-julio, 1966, pp. 4-5.

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En el último número de La Gaceta de Cuba (abril-mayo, 1966) el director de El Caimán Barbudo, Jesús Díaz, responde a un cuestionario sobre el tema generacional diciendo entre otras cosas que su generación “no está estructurada”. “Desde luego –agrega– tampoco ha comenzado a perfilarse de forma homogénea. Su primera manifestación de grupo fue la editorial El Puente, empollada por la fracción más disoluta, y negativa de la generación actuante. Fue un fenómeno erróneo política y estéticamente. Hay que recalcar esto último, en general eran malo como artistas. Ahora se perfila otro grupo al que se pueden señalar las siguientes características: se manifiesta desde dentro de la Revolución; no es dogmático; asume la tarea artística como un trabajo, con las técnicas más avanzadas; no practica la política de «bombos mutuos»; se preocupa, déficit evidente en las generaciones anteriores, del trabajo teórico”.

Hasta aquí la cita de Jesús Díaz.

Fui corresponsable de Ediciones El Puente desde 1961 hasta el 26 de septiembre de 1964, fecha en que me separé de las mismas. Esto, y el imperativo generacional, me obliga a hacer ciertas aclaraciones a lo que dice el director de El Caimán Barbudo.

Pero antes quisiera llamar la atención sobre su estilo. Díaz utiliza un vocablo tan rebuscado e ingrato como “empollado”, que despierta determinados ecos sicológicos en el lector y lo conduce, automática e irracionalmente, al sentimiento que el autor busca: el de repulsa. Este notable manejo de una de las técnicas clásicas de la calumnia hace sospechar que, en su incesante búsqueda literaria, Díaz no sólo ha practicado en Faulkner, Hemingway y Dos Passos (como él mismo admitiera cándidamente), sino también en el estilo de los expertos libelistas de las revistas Time y Life.

Paso ahora a las aclaraciones:

Las Ediciones El Puente fueron, efectivamente, la primera manifestación literaria de nuestra generación. Que Jesús Díaz haya tenido que reconocerlo así es una prueba del peso de nuestro trabajo editorial durante cuatro años. Sin embargo, de ninguna manera fueron la primera manifestación “de grupo”. Ni estética ni ideológicamente las Ediciones formaron un grupo literario definido y homogéneo. Entre 1962 y 1964 se libró en el interior de las Ediciones una batalla por lograr esa homogeneidad, ese carácter específico de grupo. No fue posible conseguirlo. En aquel momento, las condiciones objetivas no lo permitieron. Un análisis realista de la situación entonces nos convenció de que todo intento de cohesión intelectual solo servía para dispersarnos. Históricamente, nuestra tarea era la de mantener abierta una oportunidad de expresión para los jóvenes escritores, sin discriminaciones de escuela literaria. Así lo comprendimos.

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El papel de las Ediciones fue, por tanto, más el de una empresa práctica que estética e ideológica.

Sencillamente, creímos necesario asegurar a toda costa la existencia de las Ediciones (o lo que es igual, de una tradición editorial), para beneficio de los que vinieran después. La mayoría de nosotros no pensó nunca en utilizar indefinidamente las Ediciones para autoexpresarse. Eso hubiera sido actuar como las camarillas literarias que tradicionalmente han asolado la cultura de nuestro país, que excluyen y condenan a todos los demás desde el momento en que controlan un órgano de expresión y se atribuyen el papel de salvadores de la cultura nacional.

La pérdida de energías personales y el riesgo de cometer errores –que los cometimos, como es natural–, fueron el precio de la acción en aquellos años difíciles en los que tantos prefirieron mantenerse al margen con prudencia o no existían como escritores.

El espíritu de responsabilidad generacional y una gran correspondencia emocional y amistosa, sirvió para identificar al núcleo director de las Ediciones durante esos años, por encima de las serias contradicciones que se hicieron evidentes desde 1963 y durante todo el año de 1964. Ya en esta última fecha existían las condiciones para una cohesión estética, ideológica e incluso en cuanto a métodos de trabajo y propósitos editoriales concretos. Discutimos entre nosotros. La crisis fue inevitable y se concentró en un punto: ¿debían las Ediciones funcionar con una dirección colectiva o seguirían siendo dirigidas, como hasta ese momento, por una sola persona con entera libertad de movimientos? Este es sólo el esquema de una serie de complejos debates que terminaron en septiembre de 1964 con la renuncia de algunos miembros de la dirección. Inmediatamente se designó un nuevo consejo de dirección cuya autoridad parece haber sido sólo simbólica. La autoridad real de las Ediciones permaneció en manos de José Mario Rodríguez, a quien pertenece todo el mérito de haberlas creado y parte de la responsabilidad en el rumbo que tomaron en sus últimos momentos.

Como se ve, las Ediciones no fueron un fenómeno estático. Ellas y cada uno de nosotros por nuestra cuenta, fuimos evolucionando poco a poco hasta llegar a niveles francamente antagónicos. Fuimos ingenuos al suponer que las diferencias podían y debían ser libradas –o al menos veladas– por el trabajo práctico en común y el convencimiento de nuestro deber generacional. Fuimos demasiado jóvenes y más honestos de la cuenta también.

Es peligroso por eso agrupar bajo una sola etiqueta de diccionario puritano a todo un proceso editorial de cuatro años y a un grupo de personas que discrepaban radicalmente entre sí.

Disoluto es el individuo que se entrega únicamente a los placeres y que los tiene como finalidad principal de su existencia. Sus sinónimos son: licencioso, vicioso y libertino. Son ideas afines a estas, las de corrupción, depravación, perversión, inmoralidad y pecado. Lo contrario de disoluto es lo austero y lo virtuoso. Disoluto es un calificativo de orden moral (en su sentido más restringido, en el de moral sexual incluso). Calificar una empresa literaria y a un grupo de escritores en tanto que escritores (pues se supone que de esto se trata), con una palabrita así, es un recurso victoriano o un acto de delación intelectual.

Si se analiza objetivamente nuestra labor editorial y nuestra postura como escritores, ¿cabe calificarnos en bloque de esta forma? ¿Fue en realidad “disoluta” y “negativa” la fracción empolladora de Ediciones El Puente? Y si lo hubiese sido, ¿desde cuándo, a partir de qué momento? ¿Fuimos “disolutos” y “negativos” cada uno de nosotros? Y de haber sido así, ¿acaso ello invalidaba a las Ediciones? ¿Cómo se explica entonces que gentes como esas se dedicaran por entero, desinteresadamente, al trabajo editorial, descuidando durante años su formación personal, estudios y hasta su propio trabajo creador?

En sus apreciaciones Jesús Díaz parece confundir la actitud que individualmente (más aún: privadamente) pueda tomar, en un momento determinado, el responsable de una editorial, con la significación histórica de esta empresa o con la postura de cada uno de los que colaboraron y se comprometieron moralmente con el carácter general de la misma.

Es necesario precisar el camino recorrido por las Ediciones. Al inicio (1961) tuvieron un carácter romántico y vagamente populista. Los dos primeros libros publicados hablaban de Hiroshima y de la Reforma Agraria. Se anunciaba un poema de Mayakovski y el de Ferlinghetti en contra de Eisenhower. La calidad literaria era tan escasa como la edad (18, 19 años) de los editores. Las intenciones eran ingenuas. Exagerábamos entonces, desmesuradamente, el poder de la literatura para hacer Revoluciones. Gracias a eso nunca nos tocó el pasar por ser escritores y no gente de acción.

A principios de 1962 aparece entre nosotros la conciencia literaria. Al mismo tiempo, se hace crítico en el país el fenómeno del sectarismo, que luego denunciara Fidel. Creo que esta fue una coincidencia clave. Ella determinó que nos replegáramos intelectualmente sobre nosotros mismos, en un justificado exceso de protección hacia nuestra obra y que desconfiásemos sistemáticamente de ciertos aspectos de realidad, por miedo al panfleto. Aunque este fenómeno afectó en general a casi todos los escritores cubanos en activo entonces, a nosotros nos marcó en plena formación.

Con la compilación y el prólogo de la Novísima poesía cubana I, en octubre de 1962, los autores quisimos dar la voz de alarma y al mismo tiempo iniciar la crítica de una actitud como esta en la cual hay que buscar el fondo remoto de la orientación que asumieron las Ediciones en su última etapa.

En todos estos años, las Ediciones costearon la publicación de los libros. Ningún autor aportó un centavo. La distribución la realizábamos nosotros mismos a pie, por toda la ciudad. Los libros se hacían contra viento y marea en una imprenta vieja, calurosa y en malas condiciones, enfrentando las exigencias de dinero de sus dueños y en perpetua batalla por conseguir papel y materiales. Invertimos en esto miles de pesos de nuestros sueldos personales (nada elevados, por cierto) que luego se recuperaron sólo parcialmente cuando el MINCIN comenzó a distribuir nuestros libros, por gestión de la Unión de Escritores.

Subrayo el aspecto práctico del asunto –aunque la realidad fue infinitamente más dura que este recuento–, porque no es lo mismo hacer una labor como aquella, que ser un burócrata de la cultura, como no es igual hacer la reflexión generacional en plena Crisis de Octubre a realizarla en la relativa comodidad del año 1966.

En agosto de 1962 la UNEAC nos llamó para encargarnos la formación de las Brigadas Hermanos Saíz. No nos pusimos de acuerdo con ella en un punto que nos pareció fundamental: la autonomía de la nueva organización. Pero en cuatro meses de trabajo presentamos, entre otras cosas, un proyecto de estatutos y el primer número del periódico de las Brigadas. Hago alusión a ambos, porque ellos ofrecen un corte vertical de nuestra posición en ese momento y en todo 1963.

La preocupación central era que los jóvenes creadores, todos, participaran y no se conformaran con ser elementos socialmente pasivos. Así, en un punto de los estatutos proponía que pasara parte del año trabajando en fábricas o granjas. Otro estaba dirigido a establecer nexos con los miembros de nuestra generación que no fueran escritores ni artistas. Pensábamos que con esto se evitaría la repetición del trágico cisma generacional que en la generación anterior (para citar sólo un caso) se abrió entre los creadores, aun los simpatizantes, y los hombres de la Revolución.

Una vieja admiración por el teatro ambulante lorquiano –y el principio de difusión cultural a las masas que este tipo de trabajo presupone– nos impulsó a planear para las Brigadas un taller literario, un sistema de participación del público (fundamentalmente estudiantes secundarios y preuniversitarios) y una serie de actividades que relacionaran los distintos aspectos de la creación (música, artes plásticas, literatura, etc.). La literatura, en fin, saldría a la calle, pero sin ceder posiciones. La demagogia literaria no era la única vía para alcanzar un gran radio de acción. Queríamos oponer a ella la confrontación violenta y retadora de la obra de arte con un público virgen a esta y prejuiciado por el comercialismo, el panfleto y los esquemas de la propaganda civil.

El año 1964 estuvo conformado por la incorporación de las Ediciones al lentísimo mecanismo de la Editorial Nacional de Cuba a través de la UNEAC. Económica y técnicamente, era la única forma de seguir publicando. Había concluido de manera definitiva la etapa artesanal y espontánea. Ese mismo año organizamos el primer recital de poesía y feeling, y se recopiló, al fin, el “Resumen Literario El Puente”, que no llegó a salir de la imprenta. Con el Resumen cristalizaba una vieja ambición: la de una publicación periódica cuyo eje fuera el material de tipo crítico y teórico y que suponía una rigurosa definición ideológica. El objetivo del primer recital era reconocer públicamente el efecto de “la vastedad emotiva del movimiento del feeling” en los jóvenes poetas: iniciar una colaboración enriquecedora entre poetas y compositores populares y recuperar para la poesía su función agitadora, al ponerla en sano contacto oral con un público amplio y creciente. Se tomó un tema único (el amoroso) tratado de tal forma que pudiera crearse una atmósfera común con el feeling. Esta fue la única ocasión en que algunos poetas relacionados con las Ediciones (y otros invitados) alcanzaron, circunstancialmente, una cierta coincidencia estilística.

Ambos hechos, este recital y el Resumen, marcan el punto de crisis en el seno de las Ediciones.

El segundo recital de poesía y feeling, en diciembre de 1964, fue en apariencia igual o mejor que el primero. Pero, en el fondo, la intención de sus directores era radicalmente diferente. Se renunciaba a toda apertura, a la crítica, a la pelea y a la protesta revolucionaria en aras de una comunicación de “iluminados” con un sector de intelectuales y artistas, lumpen literario y gente de espectáculos (no me refiero, por supuesto, a los creadores de música popular). A mi juicio, fue una intención poco inteligente, suicida y decadente en el sentido real de la palabra y no en el que corrientemente le asigna el pensamiento dogmático-terrorista en nuestro país. La visita del poeta norteamericano Allen Ginsberg, en enero de 1965, sólo encauzó este nihilismo conformista en las Ediciones por la vía de la revuelta privada, tan estéril cuando no se acompaña o se sobrepasa con la otra: la creadora, la de la inteligencia. El segundo número del Resumen Literario El Puente y los libros programados para el año 1965, que no terminaron de editarse, son ya la repercusión concreta, en los libros, de este desmoronamiento ideológico y moral. Las Ediciones desaparecen, automáticamente, a mediados de 1965, cuando la UNEAC cesa de responsabilizarse de ellas, en la práctica, ante la Editorial Nacional de Cuba.

La responsabilidad de que todo esto pudiera ocurrir no fue sólo de quienes dirigieron las Ediciones en esta última fase. Todos los que participamos antes fuimos propiciando las condiciones para este final sin lucha.

Durante años permitimos la centralización excesiva de las Ediciones en una sola persona. En un afán por ocultar las disensiones internas, presentamos al exterior una imagen monolítica de las Ediciones, encarnadas casi exclusivamente en la personalidad de su director. Una cosa se hizo sinónima de la otra. Por motivos sentimentales y miedo a destruir las Ediciones pospusimos demasiado la confrontación ideológica y estética entre nosotros, que debió haber ocurrido antes de mediados del 64. El retraso fue vital. Esa misma falta de decisión impidió que el Resumen apareciera antes. Y este era el único medio de expresión para quienes, dentro de las Ediciones, sosteníamos la importancia de la crítica y la autorreflexión. En los momentos decisivos algunos nos conformamos con crearnos un anarquismo personal y otros se limitaron a retirarse a sus casas, a estudiar o seguir escribiendo, ignorando los problemas de supervivencia de las Ediciones. Nuestro tiempo lo distribuíamos torpemente entre los problemas administrativos y el contacto personal, sin tratar de establecer alguna actividad que nos exigiera un mínimo de estudio y razonamientos comunes. Quizás este recuento crítico, aún muy esquemático, del desarrollo de las Ediciones consiga socavar en algo la imagen estereotipada de nosotros que Jesús Díaz retoma irreflexivamente, como si fuera una verdad absoluta e incluso hace con ella un slogan moralizante.

Cuando Jesús Díaz dice más adelante en su escrito que El Puente fue “un fenómeno erróneo, política y estéticamente”, da a entender, ambiguamente, una de las dos cosas siguientes (o ambas a la vez):

1. Que las generaciones que actualmente dirigen la organización de la cultura en Cuba, los críticos y quién sabe si la Revolución misma cometieron durante cuatro años el error político y estético de tolerar, patrocinar e inclusive aplaudir, últimamente, a las Ediciones.

2. Que las Ediciones en sí fueron un error político y estético. Error político porque en la lucha ideológica las Ediciones se habrían alineado al abrigo de esa postura “liberaloide” que será aplastada en el proceso de nuclearización suprageneracional. Porque no se manifestaron, en fin, desde dentro de la Revolución, como según él sí lo hace la nueva fracción que surge –o surgirá– en torno a El Caimán Barbudo. (Aunque Jesús Díaz modestamente no lo nombre, se sobreentiende que está hablando de El Caimán y que las características atribuidas a este faltaban a Ediciones El Puente y a ciertos sectores de las generaciones anteriores.) Error estético porque “en general eran malos como artistas”, o quizás porque nuestras inclinaciones estéticas (había tantas como escritores en las Ediciones) eran todas erróneas.

En el caso número uno, baso mi suposición en palabras del propio Díaz quien en otra parte de su respuesta reprocha a los intelectuales revolucionarios no haber “afrontado la lucha ideológica en la medida necesaria”. “Esto –continúa diciendo– ha repercutido negativamente sobre el movimiento intelectual en general, lleno de miserias morales y como expondré más adelante, sobre mi generación. Creo que una de las mayores responsabilidades de las generaciones actuales ha sido su tremenda incapacidad crítica, no sólo en el sentido ideológico sino en el sentido estético. No han cedido ante el populismo, pero sí ante actitudes liberaloides falsas ante el arte y la vida.”

Las “generaciones actuales” no podían realizar ese específico deslindamiento crítico-ideológico del fenómeno El Puente, porque, en general, su actitud hacia este fue el de silenciarlo o ignorarlo a toda costa mientras pudieron. Tampoco tenían por qué hacerlo entonces. Hasta 1964 la confrontación generacional fue más violenta en la cultura que la confrontación ideológica dentro de la Revolución a la cual supongo que se refiera Díaz y no a la otra, al choque revolución-contrarrevolución.

En aquella pugna generacional –en la cual la generación del 50, llamémosla así, copaba las posiciones clave en la crítica y en la organización de la cultura no toleraba compartir- las ni con los más jóvenes ni con los más viejos–, nosotros abrimos la primera brecha y literalmente las arrebatamos de las manos al cetro de ser “los más jóvenes escritores”.

La aparición de la UNEAC como organismo unitario fue un punto de vuelco en esta batalla. El interés de ella en las Ediciones desde fines de 1962 no fue un error sino una prueba, en ese momento, de que no había un conflicto ideológico antagónico con las Ediciones y de que el método de la asfixia administrativa no habría de ser utilizado sin sutilezas para resolver discrepancias generacionales o estéticas.

En el caso número dos, que las Ediciones en sí fueran un error político y estético, habría que preguntarle a Jesús Díaz si la treintena de escritores que se prestaron a publicar allí sus obras no se vieron contaminados también por el carácter erróneo de la empresa. ¿Acaso no implicaba una colaboración moral al entregar materiales a una editorial que, según parece considerar Jesús Díaz, era un divertimento de adolescentes viciosos y alejados (si no hostiles) de la Revolución? Se publicaron a autores tan disímiles como Nicolás Dor, Mariano Rodríguez Herrera, J. R. Brene, Miguel Barnet, Belkis Cuza Malé, Rogelio Martínez Furé y Joaquín G. Santana. ¿Participaron también ellos del supuesto error político y “eran malos como artistas”?

Las Ediciones El Puente no fueron un error político. Surgieron en respuesta a la necesidad de publicación de los jóvenes. Fueron un fenómeno espontáneo y abierto. Su balance es positivo. El catálogo de nuestros libros no puede ser invalidado. Ahí está. Ni el juicio de Jesús Díaz ni el confuso matiz ideológico que en sus últimos tiempos adoptó la dirección de las Ediciones, pueden enturbiar los hechos tal como son.

En cuanto al error estético, si se trata sólo de la calidad artística no puede, por desgracia, corregir la miopía crítica de Jesús Díaz: la última palabra sobre cada uno de nosotros la dirá el tiempo, que es implacable hasta con los escritores ultratecnificados. No olvidemos que el poder creador es la sustancia esencial del artista. Se tiene o no se tiene. Ahora, si lo que Jesús Díaz impugna es no sólo la factura, sino la posición estética de cada uno de nosotros, sería interesante saber desde qué posición estética lo hace. En ese caso debería tener presente que ideología no es un estricto equivalente de posición estética, ni éste lo es, mecánicamente, de escuela literaria. Entre unas y otras hay una interacción dialéctica. O sea, que el hecho de tener agarrada por la cola la suma verdad ideológica (es una hipótesis, nada más), no le asegura a un grupo que su estética y escuela literaria favoritas son las únicas válidas y revolucionarias.

El empleo del verbo “eran” en esta parte del alegato de Díaz, ¿implica acaso que hemos dejado de ser malos artistas y que se nos admite ya en el delicioso parnaso de la anti- literatura? ¿O indica, por el contrario, que se nos tira encima una lápida mortuoria? Frívola pretensión esta que escandaliza en boca de un miembro del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana. Cualquiera que revise las publicaciones literarias de nuestras universidades comprobará que tanto en el terreno de la crítica como en el de la creación, estamos vivitos y coleando.

Por supuesto, no pretendo convencer a nadie de la genialidad irrefutable de todo lo publicado por Ediciones El Puente. Creo que publicamos, junto a las cosas de valor, un montón de la más infame literatura que un ser humano pueda concebir. Con respecto a la calidad del material hubo siempre entre nosotros dos posiciones irreconciliables: una consideraba la publicación, antes que nada, como un medio de alentar a la creación al mayor número de jóvenes posibles, sin tener estricta cuenta de su calidad inicial. Era la tesis de la agitación generacional. La otra, a la cual siempre me adherí, veía el libro como un fin en sí y proponía otras soluciones (desde el taller literario hasta la agotadora gestión personal con los autores) para animar a los que comenzaran a escribir. Esto explica los abismos de calidad entre los que, efectivamente, se debatían los libros de El Puente.

Termino ya, con unas cuantas observaciones:

Jesús Díaz dice tajantemente que las generaciones anteriores a la nuestra no se preocuparon por el trabajo “teórico”. Esto es inexacto. La generación más antigua, la del Grupo Minorista y la Revista de Avance, realizó la labor crítica más importante de la República. La que surge hacia fines de la década del treinta, asociada o no a Orígenes, también hizo una tarea crítica aunque ya más específicamente, de crítica literaria. La Generación del 50 es la que más endeble está en el aspecto “teórico” aunque no en el docente. Hay que diferenciar una cosa de la otra. El dogmatismo literario aunque sea “amplio” y utilice las técnicas más modernas sigue siendo dogmático, y es aun más letal que el anterior, sobre todo si va acompañado de la soberbia, ese pecado de lesa inteligencia: no es necesario hacer tabula rasa con los que nos antecedieron para acentuar el carácter mesiánico de nuestra generación o, en el caso de Jesús Díaz, de la fracción que él parece representar, y hasta de él mismo personalmente. Al hacer esto, Jesús Díaz demuestra no tener la más vaga idea de lo que es la continuidad cultural. Si la tuviera, entendería también que, de no haberse producido una serie de fenómenos, entre ellos Ediciones El Puente, sería inexplicable la existencia de El Caimán Barbudo. Ediciones El Puente se responsabilizó durante los años más duros con el único medio de expresión generacional. Nos comprometimos abiertamente con la labor expresiva de toda nuestra generación mientras muchos prefirieron abstenerse, observar, ir incubándose bien seguros, algunos desde las aulas universitarias. Nosotros fuimos los primeros en dar fe de vida de nuestra generación. Creamos prácticamente de la nada la conciencia, en las generaciones mayores, de que existía una que esta necesitaba un vehículo propio de expresión.

A la lucha por crear esta conciencia se debe, en cierta medida, que hoy el órgano de la Unión de Jóvenes Comunistas, Juventud Rebelde, llegue hasta el punto de editar un suplemento literario como El Caimán Barbudo. Esto es un paso de avance, de retroceso o de costado, pero un paso al fin. Lo realista y, desde luego, lo generoso es verlo así, y esperar que las energías de su director no se agoten en quemar en la hoguera inquisicional a quienes, pésele o no, somos sus compañeros de generación, o en decidir a priori quiénes en esta contienda ideológica y estética quedarán del lado de la Revolución y de la Alta Cultura, y quiénes no.


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