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Abundancia de peces

Este relato pertenece a la colección 'Mecánica popular', el más reciente título del escritor cubano, publicado en el verano de este 2024 por la editorial Anagrama.

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Miguel Ángel, muy satisfecho, observó el maletero del carro abarrotado de peces grandes y hermosos. Más de dos­cientos, en dos sacos de yute. Tenía una lancha con motor fuera borda. Cada tres o cuatro días iba a un sitio apartado y poco profundo de la bahía, donde había preparado el co­medero. Tiraba un poco de carnada que se iba al fondo, y los peces venían a comer, como si estuvieran amaestrados. Engoados, decía él, en la jerga de los pescadores. Primero hundió allí unas piedras y unos bloques de cemento, de modo que en el fondo formaran un arrecife artificial. Sobre ese lugar, cada unos pocos días, lanzaba la carnada. Solo para enviciarlos. Allí encontraban alimento fácil.

Cada quince o veinte días los pescaba. Primero les ti­raba un poco de carnada, para que se reunieran a comer, y un minuto después aplicaba su técnica infalible. Enseguida los peces emergían a la superficie. Unos muertos, otros aturdidos, algunos despedazados e inservibles. Él recogía solo los que habían quedado con el cuerpo entero. Medio vivos. Aleteando, intentando sobrevivir. Llenaba la lanchita y regresaba. Los muy destrozados no se desperdiciaban. Quedaban como alimento de sus colegas, pensaba siempre.

Al mediodía Cuca tocó a la puerta de Nereyda, su ve­cina, y le regaló dos hermosos pargos:

—Mira, qué lindos. Miguel Ángel fue a pescar esta ma­ñana.

—Oh, Cuca, muchas gracias, pero me da pena con us­tedes, no, no…

Sí, sí. Pescó muchísimo, como siempre.

—Bueno. Muchas gracias.

Vivían en el primer piso de un edificio pequeño pero moderno y limpio, frente a la bahía. Dos apartamentos en la primera planta, una puerta frente a la otra. Era un buen lugar, con la brisa continua del mar. Pisos mínimos pero con un balcón amplio, y la bahía a unos metros. Al lado estaba el solar de Pancho Miseria, que consistía en media cuadra de casuchitas de madera desvencijadas, recostadas unas a otras, y gente muy pobre. Pero se mantenían las distancias y había tranquilidad.

Nereyda preparó los pescados, los picó en ruedas y los hizo fritos. Cenaron temprano y solo terminaron un par­go. Eran muy grandes. El otro, después de freírlo en acei­te, lo puso en escabeche con vinagre, aceite de oliva, sal y especias. En dos o tres días estaría mejor aún. Recogió los platos, fregó, hizo café y se sentaron en la sala a fumar. Ella y Alfredo. El niño, aburrido, se fue al balcón y se sen­tó un rato. Después buscó unos cómics de Supermán, Batman y Marvel y se puso a mirar con detenimiento los dibujos y a copiarlos en un cuaderno. Los había leído por lo menos diez veces. Ya se los sabía de memoria. Le pare­cía muy difícil lograr las proporciones correctas en los cuerpos y nunca lo lograba a la primera. Pero insistía. Bo­rraba y repetía una y otra vez. Le gustaba dibujar a lápiz. Lo disfrutaba. Nereyda le preguntó:

—¿Ya hiciste las tareas de mañana?

—Sí. Y estudié Historia y Geografía.

—¿Y Biología?

—Mañana no toca Biología.

—Está bien.

Entonces se dirigió a su marido:

—Yo le agradezco a Cuca que nos regale esos pescados, pero me da pena. Todos los meses…

—Que no te dé pena. Total. Él no pasa trabajo.

—¿Que no pasa trabajo? Esas atarrayas mojadas deben pesar muchísimo y ya no es joven.

Alfredo bajó la voz. Era imposible que los vecinos lo oyeran a través de la pared, pero instintivamente habló en un susurro:

—Él no pesca con atarraya.

—Eso es lo que me ha dicho Cuca.

—Pesca con explosivos.

—¡¿Ehh?!

—Lo que oyes. Y no se lo puedes decir a nadie. Los re­vienta. Usa unas latas con pólvora y dinamita. Y una me­cha. Y los revienta.

—Pero eso será ilegal.

—Claro. Es como cazar palomas con una ametrallado­ra. Pero da igual. Nadie se mete con él. Vive y deja vivir.

—Y cómo sabes eso?

—El mes pasado lo vi allá abajo, frente al edificio, con el maletero lleno de pescado. Tenía tres sacos repletos. Me llamó para que le ayudara a subirlos. Y me regaló dos. Grandísimos. ¿Te acuerdas? Estaban buenos.

—Sí, claro que me acuerdo. Y no eran dos. Te regaló tres.

—Le pregunté y me dijo lo de los explosivos, pero que no se lo dijera a nadie.

—¿Y debajo del agua explotan?

—Sí, porque prepara un poco de pólvora y dinamita y una mecha corta, todo dentro de una lata bien cerrada herméticamente. Pone una mecha muy corta, tira la lata al agua y explota a dos o tres metros de profundidad. Dice que mata o deja turulatos a todos los que estén alrededor.

—Pero él no tiene confianza contigo para explicarte todo eso con tanto detalle.

—En ese momento me ofreció un trabajito de ayudan­te en su carpintería. Subimos a su apartamento, tomamos una cerveza y hablamos.

—¿Y por qué te guardaste todo eso? Me entero ahora.

—No sé. Lo de los explosivos es mejor ni hablarlo. Por­que quién sabe cómo consigue la dinamita, las mechas y todo eso. Si lo traba la policía, ya tú sabes. Tremendo lío.

—¿Y la oferta de trabajo?

—Paga muy poco. Gano más en el garaje. En cuanto me dijo el sueldo desconecté y se me olvidó enseguida. Es muy camaján. Él sabe que con ese dinerito nadie puede mantener una familia.

—Lo bueno es que aprendes el oficio.

—Sí, carpintero de ribera es un buen oficio, y me gus­ta. Pero no puedo. Paga la mitad de lo que gano en el ga­raje. Nos morimos de hambre.

—Paga poco porque mucha gente quiere ese trabajo. Para aprender.

—Los ayudantes no le duran. Dos o tres meses y se van. Él los echa, para que no aprendan. Y encima les paga una miseria.

—Es un bicho el vecinito.

—No quiere competencia. No quiere enseñar a nadie. Hace bien. Si fuera yo haría lo mismo.

—No lo creo. Es un tramposo. Tú no eres tan egoísta. Ni tan abusador.

—Es un artista. Hay que reconocerlo. Yo he estado en su carpintería. Ahora está haciendo unas canoas de com­petencias. Para cuatro remeros. Una maravilla. Una belle­za. Está haciendo dos.

—Así cobrará.

—Sí. Ya quisiera yo… No sé por qué viven aquí. En es­tos apartamentos incómodos, tan chiquitos. Es para que tuvieran un buen chalet en la playa.

Guardaron silencio. Nereyda, con los ojos cerrados, le dijo:

—A mí también me ofrecieron trabajo. Esta tarde.

—¿Quién?

—Andrea, la modista de aquí al doblar.

Andrea tenía su negocio cerca del edificio, al doblar la esquina. Era una mujer elegante, con una clientela es­cogida. Tenía estilo de persona fina y sobresalía en aquel barrio.

—¿Qué te ofreció?

—Coser. Pero aquí en casa. En mi máquina.

—Bueno, está a dos pasos.

—Le dije que sí. Empiezo mañana. Por la mañana re­cojo las piezas, con los ajustes marcados. Y se los llevo de regreso al mediodía. Hay que trabajar rápido. Y no tengo nada que ver con los clientes, ni hablar con ellos. Ese tipo de gente fina es muy resabiosa y muy exigente.

—¿Paga bien?

—Es un ajuste por piezas y va pagando al día.

—Ah, mejor.

Sonó un silbato de cartero, en la calle. Y se escuchó una voz que gritaba:

—¡Nereyda López! ¡Telegrama!

—Nereyda se quedó paralizada. Alfredo se asomó al bal­cón y le pidió al mensajero que subiera. Recogió el sobre, le dio una peseta al hombre. Y extendió el telegrama a Ne­reyda. Tenía un cuño, con tinta violeta: URGENTE.

—¡Dios mío! ¿Qué será? Léelo tú.

Alfredo lo abrió y leyó:

—“Isabel murió esta tarde. Entierro mañana tarde. Te esperamos. Besos. Mamá”.

Nereyda no habló. Se echó a llorar inconteniblemente y repetía:

—¿Pero de qué murió? ¿Qué le pasó? ¡Tan jovencita! ¡No puede ser verdad!

Alfredo la abrazó y guardó silencio. Mejor que llorara bastante. Al menos es lo que dicen los viejos.

Carlitos se abrazó también a ella y en un momento lloraba. Unos minutos después, Nereyda al fin logró con­tenerse y acarició la cabeza de su hijo:

—Ya, Carlitos, ya. No llores más. Tú tía Isabel murió hoy. Pero ya, no llores, hijo.

El niño tenía ocho años y la palabra muerte le trajo de nuevo el recuerdo horrible de su abuela paterna en el ataúd. Un año atrás. No recordaba los detalles. Solo que el velorio era en el campo. La casa de los abuelos estaba si­tuada en medio de la finca, un naranjal, donde él había jugado tantas veces con sus primos. Ellos llegaron de madrugada. Había mucha gente. Y el ataúd y las flores en la sala. Aquel olor agobiante, denso, húmedo, de las flores marchitándose. Y aquella enorme cantidad de tíos, primos, vecinos, amistades. Todos tristes y alicaídos. Él no que­ría ver a su abuela ya muerta. Pero su padre lo obligó. “Sí, sí, cómo no. Tienes que ver a tu abuela y despedirte de ella”. Él que no y su padre que sí. Casi a rastras lo llevó hasta el féretro y lo obligó a mirar el rostro pálido, envuel­to en una sábana blanca. Fue tanto el dolor que lloró mu­chísimo. De vez en cuando recordaba aquel momento trá­gico, innecesario y absurdo. Con los años comprendió que, además, aquel episodio lo llevó a alejarse de su padre y a esperar siempre algo malo de él. Que lo obligara de nuevo a hacer algo estúpido, malsano y doloroso. Se abrió una brecha entre ellos. Para siempre. Una brecha de silen­cio. Ahora la herida sangraba. No había curado. Muchos años después comprendió que aquel incidente lo llevó a ser más independiente. Desde entonces le gustaba tomar sus propias decisiones, sin preguntar a nadie, sin dejarse influir por otras opiniones. No permitir jamás que alguien se inmiscuyera en su vida.

Nereyda fue hasta un pequeño altar que tenía en un rincón de la sala. Colgado en la pared un cuadro con una imagen de Santa Bárbara. Rezó algo muy breve, en voz baja, con las manos unidas y mirando fijamente a la santa. Se volteó y dijo:

—Alfredo, tengo que irme. No puedo perder tiempo.

—Sí, pero yo voy contigo.

—Tú sabes que no tenemos dinero. Y no puedes per­der tres o cuatro días de trabajo…

—Puedo pedir prestado.

—No vas a pedir ni un peso prestado. No hace falta. Pon los pies en la tierra. Yo me voy sola y tú cuidas al niño.

—Bueno, está bien. Yo arreglo los horarios en el trabajo.

—Carlitos no puede perder ni un día de clases.

—No te preocupes. ¿Vas a estar muchos días?

—¡Alfredo, por favor! ¡Yo qué sé! No sabemos nada. No me preguntes nada. ¡Dios mío, qué castigo! ¿Por qué tan jovencita?

En cinco minutos, arregló una pequeña maleta con lo imprescindible. Se despidió con un beso y un abrazo a cada uno y salió disparada a la calle, en busca de un taxi que la llevara a la estación de ómnibus. Tenía que ir a La Habana, a cien kilómetros. Y desde allí, en otro ómnibus, hasta San Luís, el pueblo donde vivía su familia.

Estuvo ausente cuatro días. En ese tiempo Alfredo y Carlitos conectaron bien. Alfredo preparó las comidas y co­mían juntos. Ayudó al niño con sus tareas del colegio. La segunda noche lo llevó a comer a Los Dos Amigos, un res­taurante chino cerca de la casa. Se sentaron en el reserva­do, con aire acondicionado, en unos asientos pullman, fo­rrados con un plástico rojo. El camarero conocía a Alfredo y fue muy amable con ellos. Hasta cortó en pedacitos el bistec del niño. Pero el aire acondicionado estaba muy alto y la carne se enfrió enseguida y se endureció. Carli­tos nunca olvidó aquella cena porque tuvo que masticar más la carne dura y fría. Así que la amabilidad del cama­rero resultó contraproducente. Y además fue el primer restaurante que visitó. Todo quedó grabado en su memoria como algo muy importante y trascendental. Recordó cada detalle durante el resto de su vida: el color rojo del hule de los asientos, las litografías de paisajes chinos colgadas en las paredes, los adornos azules y dorados de los platos, la servilleta de tela blanca (las conocía solo de papel), el olor delicioso de los frijoles negros con un chorro de aceite de oliva por encima. El frío excesivo que lo hacía temblar. Y la voz del camarero, muy bien modulada, lenta, baja, transmitía tranquilidad. Sonreía apaciblemente y no tenía prisa.

MECANICA | Rialta
Imagen de cubierta de ‘Mecánica popular‘, el más reciente título del escritor cubano, publicado en el verano de este 2024 por la editorial Anagrama.

Alfredo hablaba poco, por su propio carácter, más bien introvertido. Todo lo contrario de Nereyda que siempre tenía a su alcance temas para hablar sin parar. Al­fredo intentó encontrar motivos de conversación con su hijo, más allá del colegio y las notas. No se le ocurría nada. Era un hombre honrado y trabajador. Y nada más. No creía en Dios ni practicaba alguna religión ni tenía una imaginación despierta. Algunos amigos lo invitaron a entrar en una logia masónica, pero él rechazó la idea sin averiguar mucho del asunto. Vivía en silencio, como si vi­vir no tuviera importancia y él resbalara, aburrido y sin es­fuerzo, sobre la dura corteza de los días. La verdad es que lo único que le atraía eran el dominó y el béisbol.

Al final fueron tres días y cuatro noches. Nereyda se había marchado el martes por la noche. Y regresó el sába­do al mediodía. Le trajo un regalo a Carlitos: un frasco de caramelos de colores, muy bonitos. Había llamado a Al­fredo al teléfono del garaje el miércoles por la tarde y le contó brevemente:

—Se suicidó. Tomó un veneno para ratas. Fue horrible. Se quemó toda la boca. Parece que ese veneno tiene ácido…

El llanto no la dejó continuar. Se contuvo un poco y reanudó:

—La sepultamos esta tarde. Mamá está muy mal. Me voy a quedar dos o tres días.

—Sí, mi amor, está bien.

—¿Y Carlitos? ¿Cómo te arreglas con él?

—Bien. Lo llevo al colegio por la mañana y después Cuca lo recoge a la una, le da el almuerzo y lo cuida hasta que yo llego por la noche.

—¿La vecina?

—Sí, Cuca.

—Ah, bueno, mira… ¿No la estaremos molestando de­masiado?

—No, no. Se ve que lo hace con ganas de ayudar.

—No le digas a nadie que mi hermana se suicidó. No quiero…

—No se lo digo a nadie. Está bien. ¿Se sabe algo?

—¿De qué?

—Del suicidio. ¿Por qué lo hizo?

—No. No dejó una carta ni nada. No sabemos.

—Era muy joven.

—Veintidós años.

—Tendría problemas con algún novio…

—Eso pensamos. Tenía un novio y ya hablaban de la boda. Parece que habían discutido. Ella era muy románti­ca. Muy sentimental. Pobre hermanita mía. Lo peor es que ahora se quedan solos mamá y mi hermano Abel.

—Con el tiempo se acostumbran.

—Sí. Después hablamos más. Te llamo mañana o pasa­do. No tengo más monedas.

—Está bien. Cuídate mucho.

—Y tú cuida al niño.

—Sí. No te preocupes.

—Pienso regresar el sábado. No es seguro porque mamá está con la presión alta.

—No hay prisa. Aquí vamos tirando.

—Sí. Bueno, mi amor. Un beso.

—Un beso.

Nereyda no llamó de nuevo. Regresó el sábado al me­diodía. El niño estaba en el apartamento de Cuca. Ese día no tenía clases. Agradeció a la vecina la ayuda que había dado. Habló muy poco. Y le dijo que su hermana murió de repente y que no se sabía bien si fue el corazón que le falló. Cuca no preguntó más, pero percibió que no era la verdad. Solo le dijo:

—Tu marido me dijo que tienes más hermanos.

—Sí, pero cada uno en su casa. Solo queda uno soltero en la casa. Isabel era… bueno. Mamá se ha quedado muy mal. Abel trabaja. En la vega todo el día. Y mamá sola. Pen­sando.

—No es para menos. Que se muera un hijo debe ser algo muy duro.

Nereyda de nuevo empezó a llorar. Cuca la consoló:

—Llora, Nereyda. Hay que sacar ese dolor para afuera.

Pero se controló. Cuca le dijo:

—Y no cocines que vienes muy cansada. Te voy a dar una fuente de arroz a la chorrera con pescado. Quedó ri­quísimo. Lo calientas nada más y listo. Hice bastante.

Nereyda se llevó la fuente llena hasta los bordes. Sir­vió la cena al niño a las siete, pero ella no probó bocado. No le apetecía. Pasó la tarde tomando café y fumando. Sentada en el balcón, frente al mar. Alfredo llegó a las nueve de la noche. Se duchó y comió:

—¿Por qué no has comido, mi amor? Está buenísimo este arroz.

—No quiero.

—¿No tienes hambre?

—No es eso.

—¿Y qué es? Tienes que comer. No puedes abandonarte.

—No me estoy abandonando. Es por ese pescado… con explosivos… Es repugnante.

—Ahh… Bueno, no sé. A mí me da igual. Es pescado fresco, acabado de pescar.

—Me repugna. Ese hombre me cae mal. Y no les voy a aceptar que nos regalen más pescado. Somos cómplices de algo mal hecho.

—Estás exagerando. Miguel Ángel no es mala persona y Cuca me ayudó con el niño todos estos días. Fue muy amable. Son muy amables, los dos. Y además somos vecinos puerta con puerta. Hay que tratar de llevarnos bien.

Al día siguiente, domingo, por la mañana, Cuca tocó a la puerta. Nereyda la invitó a pasar y a tomar una taza de café.

—Gracias, hija, gracias, pero acabo de desayunar.

—Nosotros vamos a desayunar ahora.

—Sí, es muy temprano. Mira, si ustedes están de acuer­do, queremos llevar a Carlitos al Club Amigos del Mar. Ahora a las diez empieza el Festival Acuático de Verano.

El Club se veía desde el balcón, situado sobre un muelle ancho y grande. No era demasiado exclusivo. Solo había que pagar una cuota y tener un yate, una lancha, practicar esquí acuático, pesca o buceo, es decir, algún hobby relacionado con el mar, y las recomendaciones de tres miembros. Alfredo y Nereyda vivían muy lejos de aquel mundo. Ni siquiera sabían nadar y no les gustaba el mar, eran gente de tierra adentro. Cuca insistió:

—Es que hay una fiesta infantil, con juegos, una piñata y van a rifar una bicicleta, unos patines y otros juguetes. Creo que a Carlitos…

—Sí, pero, no sé. El mar ahí es profundo. Él no sabe nadar y…

—La fiestecita es en el salón principal. No se va a acer­car a la mar. Y lo vamos a cuidar como si fuera nuestro nieto. No se preocupen. Carlitos es un buen niño. La verdad es que no da trabajo. Y a lo mejor gana algo en la rifa. ¡La bicicleta!

—Sí. Bueno, Cuca, está bien. ¿Carlitos, escuchaste la invitación? ¿Quieres ir?

Carlitos terminó su desayuno en un instante. Se vistió y salió con Cuca y Miguel Ángel. Nereyda se quedó sola en casa. Hoy le tocaba trabajar a Alfredo y se había ido a las siete de la mañana. Se asomó al balcón y vio cómo los tres se alejaban y se dirigían al Club. Miró a la bahía y es­tuvo un buen rato con la vista fija en un barco mercante que se alejaba lentamente, sobre la línea del horizonte. Hacía días que dormía poco y mal, con pesadillas. Nunca se había sentido tan perturbada, tan incoherente. Era una mezcla de rabia, dolor, incertidumbre, impotencia y dolor de cabeza. No sé, no sé, se dijo a sí misma. Ojalá que el tiempo pase rápido. Tenía deseos de llorar pero ya había llorado tanto que no le quedaban lágrimas.

Fue al dormitorio, abrió la maleta. Sacó toda la ropa sucia, un par de zapatos y sus cosas personales.

En el fondo de la maleta vio el tubo del veneno: “Pas­ta Eléctrica. Cuidado. Veneno para ratas y ratones”. Todo impreso con grandes letras en rojo y amarillo sobre el tubo metálico y flexible. Faltaba la mitad del contenido. A sim­ple vista parecía un tubo grande de pasta dental. Leyó to­dos los impresos. Le quitó la tapa y depositó una pizca en la palma de su mano. Lo olió. No tenía olor. Lo probó con la punta de la lengua. Horrible. Era como ácido pi­cante. Le ardía en la piel de la lengua y se asustó. Y pensó fugazmente: “Murió arrepentida. Cuando se tragó esto se arrepintió, pero ya era tarde. Pobre hermanita mía”. Fue corriendo al baño, se enjuagó bien y se cepilló los dientes. Abrió el armario y colocó el veneno al fondo, bien escon­dido detrás de las toallas.


* Este relato pertenece a la colección Mecánica popular, el más reciente título del escritor cubano, publicado en el verano de este 2024 por la editorial Anagrama. Se reproduce con la autorización de Indent Literary Agency.

PEDRO JUAN GUTIÉRREZ
PEDRO JUAN GUTIÉRREZ
Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, Cuba, 1950). Empezó a trabajar a los 13 años vendiendo helados y periódicos. Más tarde trabajó también como soldado, agricultor, obrero, locutor de radio y periodista hasta 1998, año en que publicó por primera vez en España Trilogía sucia de La Habana, que se convirtió inmediatamente en un éxito internacional. La novela se ha traducido a 22 idiomas. Además de varios poemarios, Pedro Juan Gutiérrez ha publicado El rey de la Habana, Animal Tropical (Premio de Novela Alfonso García-Ramos 2000), Melancolía de los leones (Premio de Narrativa Sur del Mundo, 2003), Nuestro GG en La Habana, El nido de la serpiente (Prix des Amériques insulaires et de la Guyane, 2008), Carne de perro, Corazón mestizo, Diálogo con mi sombra, Fabian y el caos, Estoico y frugal y Mecánica popular.

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