LA HABANA.- Este 4 de septiembre se cumplen 92 años de la asonada militar de 1933 que hizo aflorar en la historia de Cuba la figura de Fulgencio Batista Zaldívar.
Batista fue otro de los indeseables productos de la revolución que en 1933 derrocó la dictadura de Gerardo Machado.
Nacido con el siglo en Veguitas, Banes, en la antigua provincia Oriente, su madre, Carmela, lo nombró Rubén y le puso su apellido, Zaldívar, porque su padre, Belisario Batista, a la hora de inscribirlo, no quiso darle su apellido. En las actas del juzgado de Banes siguió siendo legalmente Rubén Zaldívar hasta que en 1939, al ser nominado como candidato presidencial, se descubrió que la inscripción de nacimiento de Fulgencio Batista no existía. Conseguirla le costó postergar la presentación de su candidatura y quince mil pesos para pagar al juez.
A Batista, que era mulato, le gustaba que lo llamaran El Indio. A los que una vez dijeron que parecía negro, Orestes Ferrara, socarrón, contestó: “No, Batista parece blanco”.
Luego de haber sido cortador de caña en Banes, retranquero de ferrocarril en Camagüey y recadero de los guardias del Tercio Táctico de Holguín, en 1921 Batista ingresó como soldado del Cuarto Batallón de Infantería, en Columbia. El presidente Alfredo Zayas, que solía verlo leyendo mientras custodiaba su casa de campo, lo apodó El Filomático.
En agosto de 1933, a la caída del régimen de Machado, era sargento taquígrafo. Vivía en un edificio en la esquina de Toyo, estaba casado con Elisa Godínez, los domingos tomaba cerveza y jugaba dominó con los vecinos, y con su porte militar presumía de lindo ante las féminas.
De los cuatro sargentos que lideraron la asonada del 4 de septiembre en demanda de que les subieran el salario de 19 a 24 pesos, Batista era el único que tenía carro. Los sargentos Pablo Rodríguez, José Eleuterio Pedraza y Miguel López Migoya lo unieron a su grupo por el carro, que les permitía desplazarse rápido.
Sergio Carbó, sin consultar con sus otros cuatro colegas de la Pentarquía que había sustituido al depuesto presidente Céspedes, el 8 de septiembre de 1933 nombró a Batista coronel y jefe del Estado Mayor.
Con polainas altas y capote a lo Napoleón, su 18 Brumario le llegó a Batista con los combates del Hotel Nacional y el Castillo de Atarés.
Batista, como jefe del ejército, formó parte de una azarosa ecuación de gobierno provisional con Ramón Grau como presidente y Antonio Guiteras como secretario de Gobernación. Pero en 1934 derrocó a ese gobierno y se convirtió en el hombre fuerte.
Autoritario y populista, lo apodaron El Hombre. Desde Columbia instauró el reino de las ejecuciones extrajudiciales, la fusta y el palmacristi. Fue solo un pálido anticipo de lo que vendría después del 10 de marzo de 1952.
A Batista le halagaba que lo consideraran “un hombre providencial”. En realidad, siempre fue un audaz arribista que medraba en el caos.
Batista abrió y cerró el paréntesis de relativa estabilidad política y ascenso democrático que hubo en Cuba entre 1940 y 1952. Lo abrió con la convocatoria a una asamblea constituyente que redactó una de las constituciones más avanzadas de su época. Batista, coqueteando con la izquierda, ganó las elecciones presidenciales al frente de una coalición de partidos que incluía a los comunistas, a quienes concedió dos ministerios de su gabinete. Y cerró abruptamente ese paréntesis democrático la madrugada del 10 de marzo de 1952, cuando penetró por una de las postas del campamento de Columbia para encabezar un golpe de estado militar contra el gobierno de Carlos Prío.
La coartada de Batista para la fractura del orden constitucional fue acabar con el pandillerismo y el robo del tesoro público. Prío había cometido el error de permitirle al general regresar a Cuba desde su exilio dorado en Daytona Beach para aspirar de nuevo a la presidencia.
A pesar del descenso de la popularidad de los auténticos y el debilitamiento de los ortodoxos tras el suicidio de Chibás, las posibilidades de Batista para los comicios eran casi nulas. Solo le quedaba recurrir a la vía más expedita para llegar al poder: el cuartelazo.
Los azares de nuestra historia republicana, desde los tiempos de las guerritas entre liberales y conservadores hasta el radicalismo revolucionario de 1933, habían patentado el axioma de que la fuerza de las armas confiere legitimidad. Y Batista conocía bien el método.
Con su tozudez, Batista, en 1954, malogró el Diálogo Cívico con la oposición, dejando el camino abierto a los partidarios de la violencia revolucionaria.
La última noche de 1958, cuando las fuerzas rebeldes ya estaban en Santa Clara, el general-presidente alzó su copa para desear “salud, salud” en el nuevo año y se largó a Santo Domingo con su familia y algunos de sus más cercanos colaboradores.
Batista, sin proponérselo, había abonado el terreno para algo peor, el totalitarismo castrista.