ciencia y literatura, benjamín labatut
Benjamín Labatut (Zenda)

¡Hazlo como lo hiciste antes! ¡Dilo como lo dijiste antes!
Benjamín Labatut

Leyendo el tercer libro del escritor chileno Benjamín Labatut Después de la luz –aunque en orden inverso a su publicación, porque creo que fue uno de los primeros que escribió–, siento la fuerza de su delirio en una prosa marcada por la sobreabundancia de datos que desconozco sobre el mundo de la física, las matemáticas, las neurociencias, la filosofía, y de todo aquello que, en un sentido más amplio, llamamos comúnmente: la existencia.

Wolfang Pauli que predijo la vida de los neutrinos; la teoría de Linde que creyó haber comprendido cómo se creó el universo; los mundos paralelos de Everett; Kepler, con la idea de una relación armónica que rige el movimiento de los astros; Newton: colocando una aguja “entre mi ojo y el hueso”; Lutero, que recibió su iluminación tratando de defecar; Nikola Tesla, creyendo haber recibido señales de otro planeta; Sócrates, hablando a un dios que solo él podía oír y, más recientemente, Harreita Lacks que parió a las primeras células madre.

Una avalancha de historias personales promueve la idea de que estos iluminados vivieron dentro de una alucinación constante contra el horror vacui. Tuvieron suposiciones y afirmaciones para tratar de comprender el vacío infinito que nos rodea. Porque, desde la Edad Media, “se creía que ni siquiera Dios era capaz de crear un vacío”. Y, contra ese vacío que el hombre actual ha diseminado cada vez más por encima de cualquier dios, las palabras del escritor gravitan en múltiples relaciones como: “una ola esparcida en múltiples puntos”, intentando rellenarlos con la escritura como si fueran aquellas olas que golpearan contra la cabeza de Virginia Woolf, a la que también Labatut. se refiere, acompañándola hasta el río donde se hundió con los bolsillos llenos de guijarros.

Porque “para ser escritor hay que ser de alguna forma inhumano”–afirma Labatut–. Todo lo inhumano que se pueda en venganza a “un universo gobernado por un dios enloquecido”, y, como también dijera, y esta es la premisa en Después de la luz: hay que gobernar las palabras bajo la misma locura que ese dios que nos fustiga. La muerte de Edgar Allan Poe, vagabundo y enloquecido también, después de escribir su poema “Eureka” sobre el origen del cosmos. El libro rojo de Jung, sintiendo que: “el peligro es constante, ni el recuerdo más preciado está a salvo”. Y una escritura, la de este libro, donde el autor está también en peligro de perder, a cada instante, la razón.

Siento como crece mi ignorancia en la misma medida en que me sumerjo en este mundo –también paralelo, que me da Labatut–, al intercalar fragmentos de su propia vida, pedazos de delirios, sueños, situaciones entre la realidad y la inadaptación: como cuando se tatúa para proteger al cuerpo de ese otro cuerpo que todavía no se encuentra con la verdadera historia del suyo, mientras lo recubre con dibujos de animales, dioses y palabras: “para volver a sentirme dueño de mi cuerpo, lo he cubierto con tatuajes”.

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A los ocho años se queda inconsciente por un golpe en la cabeza y pierde la memoria y, desde entonces, Labatut soñó con la reconstrucción de aquella primera memoria perdida en la infancia. Y de otra recuperada luego de un incidente que anuncia, pero que nunca aclara, de alucinaciones, locura y descalabros donde se juntan a la vez la historia del universo y su infancia. Colocando su ontología entre las circunvalaciones de ese límite, para extenderlo.

II

Mientras escucho las Bagatelas de Valentin Silvestrov, parece como si mi vida –llena de bagatelas como esas piezas– no haya afianzado ese algo incompresible. Entonces, no puedo casi leer lo que escribo y me parece cada vez más fútil e innecesario: almorzar arroz con lentejas, comer sopa con brotes, llevarle la latica a Corsario a la vacía acera de enfrente, acariciar a Teo, enterarme de algún que otro chisme de los predios literarios: a esto se ha reducido mi vida.

Comprendo que es insaciable el deseo de conocimiento y que nunca llegaremos a satisfacerlo totalmente, pero de ahí a pensar que nada acumulé, que nada tengo –que es como me siento ahora mismo–, se abre otro hueco negro donde asumo todo el miedo acumulado como páginas que me salté y hasta abolí: ese desconocimiento que produce el miedo es el centro donde estoy parapetada. ¿Dónde estaba metida mientras se conformaban las galaxias? ¿Dónde mientras ocurría el Big Bang? ¿Hace millones de años, dónde estaba yo?

Solo meto la cabeza un poco más por debajo de la frazada, porque le temo a las múltiples referencias y asociaciones que me traen los libros de Labatut, cuando me sobrecogen por encima de mi poder de comprenderlas. Y siento la terrible inestabilidad del ananké. Mientras que, en los mares de Japón, habita una medusa que logra la inmortalidad: una medusa que no muere. Y la envidio, mirando ese mar de la televisión; ese mar digital que llena mis ojos con una vulgar propaganda de olas congeladas, muertas. Entonces, trato de quedar inmóvil contra la imagen sustituta que miro una y otra vez, sin cesar, sin pestañar, sin despertarme.

No sé hasta cuándo ese otro mar encrespado en la prosa obsesiva de Benjamín Labatut –“la luz me encandilaba […] la sensación de que todo a mi alrededor había cobrado vida”– podrá invocar a tantos dioses sin profanarlos. No sé si logrará multiplicar la sensación con ese nivel de mundos ocultos que aparecen a flote sobre otro más real que los descarta cada vez más. Incluso, contra teorías científicas innovadoras como la de los autómatas celulares de John Von Neuman, a la que también se refiere.

Aunque, en su escritura en forma de racimos, Labatut trata de echar abajo las gradas de una construcción que se deshace a cada instante, sacrificada por aquellas que vuelven a renacer y hasta engañarnos con un ideal de avance y que, a contracorriente, progresan contra nuestra incomprensión –e independientemente de ella–, prometiéndonos un razonamiento lógico y consecutivo que los científicos acumulan y casi siempre callan.

Pero, aun en medio del desconcierto que sentimos por la falta de información que tenemos –a pesar de creer que tenemos tanta–, los temas son transportados desde jerarquías de lenguajes tan diversos desde donde se acoplan obsesionándonos como ráfagas: paraísos perdidos, estados mentales de exaltación, delirios, y sonambulismo que nos dejan a la intemperie. Sobre todo, porque tampoco son metáforas ni alegorías, de las que estamos tan cansados ya. Son resistencias, reincidencias: resiliencias.

Pues, contra la teoría cristiana del fin de las cosas, Labatut hace una apuesta por lo que todavía merecemos y deberíamos alcanzar: ese algo perdido que satisfaga nuestra individualidad, por enloquecida y frágil que esta sea. Una apuesta por la espiritualidad contra la velocidad en la que perdemos cada vez más el sentido, su para qué. Aún cuando su soliloquio puede atormentar y hasta despedazar al lector, dejándolo desvalido ante lo inconmensurable que nos narra, uno pretende reunirlo y huir con ese bulto de concatenaciones –con evidencias o sin ellas–, cercándolo dentro de una totalidad que sea, al menos: “literaria” para no decir “verdadera”, enmarcándolo con cartabón y regla, hasta salir con una cabeza a media máquina de tal devastación.

Pues, no es la historia de aquellos genios a través de diferentes épocas que Labatut ha recogido lo que nos atormenta, ni los temas que abordaron y nos paralizan sin explicaciones, sino la imposibilidad de acometer los riesgos de entrar directamente en la locura como única forma de aceptar una realidad que nos supera: la locura como premisa para llegar a la razón. Por eso, contra la ignorancia de ese cualquier día en que dejamos de arriesgarnos y emprendemos las cosas más fáciles, Labatut arma un Śūnyatā que es un arma moral, no solo estética: “esa vacuidad preñada de la que brotan todos los fenómenos”.

Tal vez, a estas alturas de la descomposición virtual que sufrimos, olvidar de qué estamos compuestos sería lo mejor: olvidar los orígenes de la materia –algo por lo que el mundo de las cosas sensibles, apuesta cada vez más–. Porque este mundo de la practicidad olvida, desecha, acumula y luego abandona: en los océanos, en las vallas, en los basureros, en libros que no nos dicen algo ni sirven para nada, cuando solo guardamos vestigios de lo que fuimos en los órganos que se han quedado como espacios reducidos y obsoletos dentro de nuestros cuerpos. Tal vez, hasta nosotros seamos un órgano obsoleto ya, y la literatura –una de sus antenas principales– se haya convertido en eso. Y es sobre estos cuestionamientos que Labatut nos llama la atención.

En los movimientos de órganos que esculpen nuestro cuerpo entre el pasado y el presente –como dijera Richard Wilhelm–, hay un segundo movimiento que se contrae y se repliega después, advirtiéndonos “como el árbol se contrae en la semilla”, provocando la resurrección del grano de la semilla al árbol: así, la poética de Benjamín Labatut también se contrae y expande de un libro a otro, de un género a otro, traspasando fronteras desde el ensayo, el diario, las historias personales, propagando una semilla misteriosa a través de una prosa reiterativa, paradójica –en el sentido de darle uno a lo que no lo tiene–: eso que bien pudiera ser la justificación y la razón de la locura.

Desperdigado entre muchos cruces y disciplinas que divergen, aparentemente, de la literatura y del arte, pero que, en profusa sucesión, se funden en algún lugar de un universo alquímico-literario, trastocando los roles de sus personajes –que fueron reales alguna vez, algún tiempo–: “porque en todo este asunto no logro distinguir quién es el médico, quién el monje, quién el paciente, quién la monja y cuál de todos nosotros carga la piedra de la locura en la frente”. Esa piedra de la locura que cargamos, lanzándola sin conmiseración los unos sobre los otros, hasta arrasar con nuestras cabezas, cuando: “el infinito está creciendo y amenaza devorarnos”, una vez más.

Miami, 14 de junio 2024

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

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