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El malogrado de Cynthia Ozick

Varios críticos han señalado que Cynthia Ozick se ocupa esencialmente de dos temas: los judíos y Henry James. Creo que no sería inexacto añadir un tercer tópico: la escritura misma.

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“No creo que el yiddish se convierta jamás en una lengua muerta porque el yiddish está conectado con quinientos o seiscientos años de historia judía […] de importante historia judía. Y cualquiera que desee estudiar esa historia tendrá que aprender yiddish. Así que no pienso que desaparezca. Mire el arameo: ya hace dos mil años que los judíos no lo hablan, pero el lenguaje sigue ahí. Se ha convertido en parte del hebreo […] los judíos nunca olvidan nada, especialmente un lenguaje que ha creado tanto y ha sido tan importante como el yiddish”, dice Isaac Bashevis Singer en su entrevista de The Paris Review.

Las palabras del gran escritor norteamericano en lengua yiddish[1] fueron proferidas hacia 1970. Parecen expresar cierta confianza en el futuro de ese curioso lenguaje híbrido (mezcla de hebreo, alemán y ruso) pero, en rigor de verdad (y eso resulta obvio para cualquiera que lea toda la entrevista), son ya un lamento más o menos soterrado por la previsible (aunque en modo alguno inevitable) desaparición del maravilloso, dúctil instrumento que permitió la escritura de obras maestras como La casa de Jampol, Sombras sobre el Hudson y Un amigo de Kafka: Bashevis Singer, pese a toda su casuística, sabía que en él se concentraba la postrera, definitiva manifestación del esplendor literario en su lengua nativa. A cincuenta años de la entrevista, constatamos sin demasiado asombro la desaparición casi absoluta del yiddish como lengua literaria, por no hablar de su uso en la comunicación cotidiana: está casi tan lejos de nosotros como el etrusco y, ciertamente, mucho más que el náhuatl.[2] Ahora bien, todo eso ya había sido prefigurado en 1971, con notable agudeza, por la versátil narradora Cynthia Ozick en su novela corta Envidia, o el yiddish en América.

Varios críticos han señalado que Ozick se ocupa esencialmente de dos temas: los judíos[3] y Henry James. Creo que no sería inexacto añadir un tercer tópico: la escritura misma y, en particular –¡qué sorpresa!– aquella producida por autores de ascendencia hebrea. En este sentido, casi nadie duda que la formidable narración El mesías de Estocolmo es su obra maestra:[4] allí se ocupaba del enrevesado destino de un manuscrito de Bruno Schultz en la Suecia de posguerra: bajo la sombra jamás superada de Auschwitz los personajes se mueven con torpeza en una atmósfera de enorme densidad simbólica para intentar develar, siquiera parcialmente, el misterio encarnado por el malogrado autor polaco. Es un libro extraordinario pero sumamente sombrío y aun desalentador.[5] Mucho menos abrumador[6] resulta el relato que ahora comento: en efecto, se trata de una demoledora sátira del mundo habitado[7] por los así llamados “autores norteamericanos de extracción judía” que aborda con imparcial malicia tanto la obra de los escritores “canónicos” en lengua inglesa (Philip Roth, Saul Bellow, Bernard Malamud) como la de aquellos –mucho menos conocidos incluso por los lectores más rigurosos– que, tras emigrar a Estados Unidos continuaron escribiendo en Yiddish: Isaac Bashevis Singer y… bueno, a decir verdad, no se me ocurre ningún otro… y ese es precisamente el fenómeno magistralmente satirizado por Ozick.

En el centro del idiosincrásico mundo ficcional edificado por la autora reside, ostensiblemente, Edelshtein: el insuperable arquetipo de todos los escritores fracasados que han existido, existen y existirán sobre la tierra: en pocas palabras, un malogrado de primer orden (en el sentido que Thomas Bernhard otorgó a esta expresión).[8] ¡Ah!, pero, para empeorar las cosas, se trata de un malogrado judío:[9] incluso el más leve conocimiento de la narrativa producida por “autores de esa extracción” –si nos permitimos utilizar la expresión favorita del protagonista– mostraría hasta dónde pueden llegar estos personajes[10] en el ejercicio del lamento, la misantropía y, sobre todo, el desprecio por sí mismos (disciplina en la que ocasionalmente devienen auténticos virtuosos). Edelshtein no es una excepción: este poeta fracasado en lengua yiddish[11] odia con virulencia a todos los autores judíos de expresión inglesa (con especial énfasis en los muy exitosos)[12] y, por así decirlo, guarda luto por la extinción del yiddish: pese a haber estado en New York durante más de cuarenta años, el tipo es incapaz de escribir en la lengua del país en el que se ha establecido y recorre “los barrios residenciales de la periferia lamentándose en inglés por la desaparición del yiddish”.

Como observa cruelmente el narrador: “Ese era el tema de Edelshtein. El tema de las conferencias con que se ganaba la vida. Tragaba las sobras […] en ocasiones se las arreglaba para leer uno o dos de sus poemas. A la primera palabra en yiddish, las ancianas pintarrajeadas de los templos reformistas comenzaban a reírse por lo bajo de vergüenza, como si escucharan a un monologuista cómico de la televisión. Tanto los ortodoxos como los conservadores se dormían al instante”. Tampoco, todo hay que decirlo, le va mucho mejor en la –casi inexistente– escena literaria yiddish: la única revista de esta clase que perdura sólo publica sus endebles textos porque es su mejor amigo –el astuto, escéptico y dipsómano Baumzweig–[13] quien la dirige. Pero todo lo anterior es casi insignificante comparado con la abrasadora, monolítica, pertinaz envidia que el protagonista siente por el exuberante Yankel Ostrover: el único autor judío que ha triunfado escribiendo en yiddish. El muy popular y fabulosamente acaudalado Ostrover –apodado Der Chazer (el Cerdo) por todos los poetas fracasados que no consiguen publicar una línea–[14] escribe relatos cómicos y procaces ambientados invariablemente “en la aldea polaca imaginaria de Zwrdl” y, para decirlo suavemente, no tiene un ápice de talento literario. Sin embargo, sus libros son best-sellers y –fenómeno incluso más enigmático– “los críticos serios” (vale decir, aquellos cuyas reseñas aparecen en publicaciones tan ilustres como The New Yorker y The New York Times Book Review) alaban sin reservas su narrativa. ¿Qué sucede aquí?, se pregunta, con toda razón, el lector. ¿Cómo es posible que un escritor de folletines lascivos sea equiparado a Thomas Mann? Bueno, en realidad, como observa el amargado Edelshtein,[15] es bastante sencillo: en la alta comedia elaborada por Ozick, esos textos que el público y la crítica consideran como relatos de Ostrover no pertenecen en realidad a la inepta pluma de Der Chazer: son una creación absolutamente artificial, arduamente articulada por sus geniales traductores: el delirante matemático Vorovsky (autor de un demencial e impublicable Diccionario Matemática-Alemán-Inglés… sea lo que sea que eso signifique) y la así llamada[16] “jaca solterona” ( una muy culta, inteligente y refinada políglota de cincuenta años que posee más talento en su dedo meñique que el deplorable Ostrover en toda su anatomía).

Entre ambos se las arreglan para transmutar la prosa deslavazada de Der Chazer en una obra de arte: como si alguien narrara las simplonas e iletradas historias de Stephen King con el estilo de Faulkner y la capacidad analítica de Proust.[17] En cierto sentido es un caso parecido al de Raymond Carver y Gordon Lish: muchos, en nuestra lejana juventud, admiramos lo que suponíamos el lacónico, insidiosamente simple estilo del narrador norteamericano, su extraordinaria poética de la contención donde menos casi siempre era más. Inútil añadir que cuando, muchos años después, leímos con perplejidad un artículo que demostraba de manera apodíctica[18] que el famoso “efecto Carver” se debía en su totalidad a la sabiduría estética de Lish (ese incomparable lector de lectores), bien, digamos que decepción es una palabra amable para describir lo que experimentamos. No de otra manera sucede en la novela de Ozick,[19] como observa Edelshtein con amargura: “La gloria de Ostrover radicaba precisamente en eso, en que requería traductores. Aunque solo escribiera en yiddish, había alcanzado una fama nacional, continental, internacional. Lo consideraban un moderno”.

Lo peor, naturalmente, es que el tipo ni siquiera se molesta en esconderlo sino todo lo contrario: alardea incesantemente sobre cómo maltrata, estafa y fustiga[20] a sus traductores. Todo lo anterior[21] bastaría para convertir esta corrosiva sátira de la escena literaria neoyorkina en una novela cómica de primer orden, justificando con creces su inclusión en la célebre, controvertida lista que figura en las páginas finales de The Western Canon: pese a toda su arrogancia, el bueno de Harold Bloom no solía equivocarse en cuestiones estéticas.


Notas:

[1] Según creo, se trata de un caso único en la literatura occidental: algunos escritores –Conrad, Cioran Nabokov, Alexander Hemon, Joseph Brodsky– han conseguido escribir obras de primer orden en su segunda lengua. Nadie más, sin embargo, se ha acercado siquiera al apenas concebible y paradójico éxito de Bashevis Singer: continuar escribiendo en el exilio en su lengua materna (en este caso, yiddish), ser traducido inmediatamente –a menudo por gente a la que ni siquiera pagaba– y conseguir eventualmente no sólo el premio Nobel (el caso Dylan demuestra que más o menos cualquiera puede obtenerlo si vive lo suficiente) sino también –¡portento de portentos!– la canonización definitiva como escritor norteamericano en el grueso tomo de sus Complete Stories publicado por la Library of America (tengan en cuenta aquí que muchos escritores interesantes en lengua inglesa no han merecido semejante honor).

[2] Este último conserva, pese a todo, más de un millón de hablantes.

[3] Pero no olvidemos que eso significa: todo lo relacionado con ellos.

[4] Aunque sospecho que los numerosos admiradores de Herederos del mundo resplandeciente podrían objetar vigorosamente.

[5] ¿Acaso es preciso añadir que el gran enigma no encuentra solución alguna?

[6] Pero no por eso inferior en modo alguno: se trata meramente de otro tenor estilístico y conceptual.

[7] Esencialmente New York: Ozick ha seguido con probidad la célebre máxima de Hemingway: escribe sobre lo que conoces. Bueno, en verdad es la única máxima de Hemingway que ha seguido y no creo que lo admire especialmente… pero esa es otra cuestión que aquí no nos concierne.

[8] Puede decirse sin exagerar que el autor austríaco se apropió definitivamente de ese concepto.

[9] Y cualquier lector de Zuckerman desencadenado sabe precisamente lo que eso significa: el personaje de Alvin Pepler, quejumbroso y genial, resulta estrictamente inolvidable. De hecho, me parece plausible que Edelshtein haya sido la principal influencia literaria de Roth para crearlo. Naturalmente es sólo una conjetura indemostrable, pero resulta conocida la admiración mutua que Roth y Ozick se profesan: no me extrañaría que la insolencia de Edelshtein haya inspirado, al menos en parte, al incansable y bufonesco Alvin.

[10] Pues Bashevis Singer, Roth, Malamud, Bellow y la propia Ozick apenas escriben sobre personas que no lo sean: el resto de los humanos aparecen en sus relatos –salvo rarísimas excepciones– como meros comparsas, náufragos varados en la inmensidad de la desolación judaica.

[11] Al parecer con razón: los pocos fragmentos de su “obra” desplegados en la narración parecen ratificar de manera contundente el juicio de los críticos… asumiendo, como es natural, que alguien se haya tomado el trabajo de leerlo.

[12] “Los consideraba pueriles, patéticos, deleznables, por encima de todo estúpidos. Al juzgarlos escarbaba en busca de un vituperio más profundo […] estaba convencido de que no los envidiaba pero los leía con náuseas. Merecían reseñas y elogios y los consideraban judíos aunque no tenían ni idea”.

[13] Este personaje, en las antípodas del quejumbroso Edelshtein, es un auténtico triunfo de la imaginación creadora de Ozick: especie de Falstaff judío (por su vitalidad, astucia y gusto desenfrenado por el alcohol: “no hubo nunca un whisky que le desagradara”), al cínico Baumzweig le importa un bledo el destino del yiddish y ha convertido la decadencia del idioma en un modo de vida: con absoluto desenfado dirige la última revista literaria publicada en esa lengua (su lema es “cuantos menos originales envíen, mucho mejor”) y se deleita en su interminable sinecura. Edelshtein lo desprecia (¡menos mal que es su amigo!: bueno, tampoco exageremos: la amistad significa para el hastiado Edelshtein tan poco como para Proust) pero no puede prescindir de él.

[14] Aunque el apodo, naturalmente, fue forjado y popularizado por el resentido Edelshtein.

[15] A quien nadie podría negarle la lucidez que suele conferir el fracaso.

[16] Por Edelshtein, naturalmente: el fracaso lo convierte en un misántropo radical y virtuoso de la invectiva.

[17] “¡Es una estafa!, exclama el encolerizado y supremamente envidioso Edelshtein. “No exactamente –replica su cínico compinche Baumzweig– cuando te sales con la tuya y haces millones yo lo llamo Genio”.

[18] El ensayista, aplicando con el mayor rigor concebible los principios de la así llamada “crítica genética”, había analizado los manuscritos originales de los textos más famosos de Carver: todo lo que definía su singularidad se debía a cambios sugeridos –y aun impuestos– por el inexorable Lish; todo lo perecedero, cursi y mediocre, a la pluma de Carver, ese colosal impostor.

[19] Y quizás el sobreestimado Wilde tuvo razón al menos en eso: aquí la ficción prefigura, mutatis mutandis, algo que ocurriría en la escena literaria norteamericana veinte años después.

[20] Literalmente: el tipo tiene un látigo en su apartamento… o al menos ese es el malévolo rumor diseminado por Baumzweig.

[21] Y más, mucho más: las desopilantes, insolentes, delirantes cartas de Edelshtein (a la Editorial de Ostrover, a la “jaca solterona”, al inexistente “gremio de escritores yiddish”) donde escarnece a su rival rizando el rizo de la retórica y se propone a sí mismo como alternativa; la ostensible parodia de la obra de Bashevis Singer (al que por lo demás Ozick admira sin reservas); las exageraciones que el propio Thomas Bernhard habría admirado (“Quita a los judíos: ¿ qué queda de la literatura norteamericana?”: bueno, todo lo demás… y no es precisamente poco); una magistral meditación sobre el bilingüismo, la apropiación cristiana de las Escrituras Hebreas y la supuesta “superioridad” del yiddish sobre la lengua inglesa (que me parece como mínimo inverosímil aunque, naturalmente, también eso debe ser leído en clave paródica), entre otros elementos notables de esta pequeña Enciclopedia Judaica.

UBALDO LEÓN BARRETO
UBALDO LEÓN BARRETO
Ubaldo León Barreto (San Antonio de los Baños, 1981). Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana.

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1 comentario

  1. Deshilachada reseña… Abrumadora adjetivación. Por cierto: ¿El «bueno» Harold Bloom? ¿Bueno de bondad? No. Bloom fue el mejor crítico literario de su generación, no sólo en lengua inglesa. Pero también a causa de ser implacable.

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