Agrupaba los asfódelos en paquetes de siete, el número simbólico de la perfección.
Don Delillo
Había leído hace muchos años –cuando vivía en una azotea de Centro Habana y quería diferenciarme radicalmente de los demás–, Mao II (1991), de Don Delillo. Así que ahora, en momentos de tanto fanatismo, cuando pretendo –y sé que es una ilusión– ver más como espectadora, volví a leerla: mientras que la música arrastra a docenas, a cientos de fanáticos, alguien observa desde unos prismáticos la ceremonia que se efectuará, a la multitud reunida en aquel estadio. Hay un maestro que dirige a los jóvenes que se van a casar con extraños: “Rodge contempla aquellos rostros […] constituyen una nación, supone, fundada sobre el principio de la creencia fácil […] la otra palabra es secta”.
Mao II comienza con la mirada de un padre que busca el rostro de su hija entre aquella multitud de fanáticos que van a casarse con desconocidos. Después, se pasa a la escena de una librería donde aparece alguien, mucho después sabremos que es Scott, el fan de un escritor que se convertirá en su ayudante buscafotos de Mao Tse-Tung: “Mao en fotocopias. Mao en serigrafías. Mao en papel pintado. Mao en polímero sintético”.
Más tarde, aparece una fotógrafa de escritores, Brita Nilsson: “una persona que viajaba de modo compulsivo para fotografiar lo desconocido, lo inducido, lo inaccesible, lo políticamente sospechoso”, y a la que Scott llevará a la casa donde vive escondido el escritor, Bill Gray, para una develación: la entrevista que se desarrollará entre manuscritos, pilas de libros, libretas con notas, colillas.
Brita ve por la televisión noticias con las imágenes de “cuerpos apretados entre sí formando una masa sólida”, como aquella de la ceremonia de los fieles en el estadio y otras de multitudes en los parques y calles de New York, que aparecen constantemente en la novela, llevando las imágenes de un lado al otro entre lo social y lo íntimo. Imágenes que insisten en la separación de unos personajes tan distintos del resto del conjunto. Brita, durante sus conversaciones con Bill, aludirá a la gran urbe con párrafos sobre “la vida normativa del planeta” o sobre “gente enferma y agonizante sin ningún sitio a donde ir”. Su misión es establecer una y otra vez la diferencia entre esa masa ignorante y el sufrimiento, a través del conocimiento que conlleva separarse de la misma, pero sobre todo intentando describir la soledad del escritor que se aleja de ella.
Mao II es un libro amenazador sobre las multitudes: “¿en qué pensamos cuando pensamos en China?” –se preguntan los tres personajes durante una cena–. Pues en ese individuo que se separa y observa. Hay algo novedoso acerca de los escritores que Don Delillo busca, detectivescamente: “levante la barbilla… levante la barbilla”, le pide Brita a Bill: ritmo y gestos en aquellas fotos que lo diferenciarán para siempre de la multitud con esa: “labor que describe una suerte de misión, de dedicación”.
Dice Lorrie Moore en un artículo del mismo año en que aparece Mao II, sobre esta trama de Delillo esbozada ya en otras novelas suyas: “busca a un escritor y aparecerá un terrorista. Y un rehén. Esta es la nueva dialéctica literaria”. Una dialéctica que se sostiene en el hecho de que las noticias, con su misión apocalíptica, han terminado tragándose a las novelas. Y este será el tema reiterado de Bill Gray: “Le diré que es lo que exagero. La duda […] la pérdida de la fe. De eso se trata todo”, responde en la entrevista. Por eso, en su texto, Moore se pregunta: “¿son los escritores, carentes de una fe mayor, aunque letal, los nuevos rehenes?”
Así, Bill Gray tampoco comprenderá la necesidad que tiene la gente de integrarse: “de perderse en un conjunto amplio”, de vivir en aquellas “zonas de vida o muerte” que eran los parques públicos. La novela resalta el contraste entre aquella fe colectiva del inicio y esta específica de unos pocos –como los artistas, los escritores– que se repliegan sobre su individualidad para sentenciar: “al término de cada frase aguarda una verdad, que el escritor sabe reconocerla cuando por fin la alcanza”.
El escritor se convierte entonces en un perseguidor de frases que intentan dinamitar un contexto ya de por sí dinamitado: “en un determinado nivel, esa verdad constituye el ritmo de la frase, su cadencia y equilibrio”, pero comprende que: “ir a un nivel más profundo representa la integridad del escritor enfrentado al lenguaje”.
“Yo siempre me he visto a mí mismo –dice Bill Gray–, en las frases”. No se refiere a ser autobiográfico, sino a que, al “desmontar el lenguaje”, este sea su gran cómplice para entablar una contienda. Esta llegada al centro del problema de un autor que solo aspira a parecerse al texto que escribe, fundiendo su imagen con la suya, y el dilema ético –como si de otra religión se tratara– sobre esa guerra entablada entre el escritor y su lenguaje como prueba del lugar que ocupa consigo mismo, nunca ha sido mejor planteada. Don Delillo no lo hace desde la emotividad, sino desde la tensión con un mundo que ha mutado, desvalorando al escritor y apartándolo como un rehén más. También en su reverso, aparece el discurso paradójico del autor cuando las frases ya no se le parecen y el libro está muerto por más que lo revise y postergue. Aunque, para Bill Gray, solo existe algo peor que escribir y es publicar: “Hay que publicarlo, no puedo morirme aún”. Es su reto frente al tiempo adaptado a sus facultades: ese día a día contra otro terror que lo hace vivir en la incertidumbre de no acabar la obra.
En Mao II, el personaje del asistente, Scott, persigue al escritor, haciéndole cartas hasta convertirse en su mano derecha, le cuenta a la fotógrafa que, cuando leyó la primera novela suya, encontró su libro. “¿Qué es esto? De algún modo aquel libro trataba de mí”, confiesa a Brita, que contempla escéptica el tarro de mermelada donde hay lápices de todos los colores empinando peligrosamente sus afiladas puntas. Se trata del deseo del lector que persigue al escritor que cree ser, a quien se quiere parecer, sin lograrlo. Aquella sensación de autoconfianza de Scott cuando cumple la cantidad de listas y de cosas que esas listas amparan, estableciendo una diferencia fundamental entre ser un escritor y pretender serlo, porque, a diferencia suya, Bill no era un novelista de listas, tampoco era un novelista autobiográfico: “y no parecía hallar la menor alegría intuitiva en denominar y enumerar, en penetrar la relación existente entre las cosas y las palabras”.
Entresacada del principio de la novela, entra Karen a la historia como asistenta de Bill: la hija de Rodge, perdida entre la multitud de creyentes en la ceremonia del gurú, aparece luego de algunos cortes –como si aquel principio durante la ceremonia en el estadio perteneciera a otra historia distante, entroncada de repente en esta–, para formar parte de un extraño triángulo: el escritor, su asistente y la ayudante. Entonces, se empieza a desarrollar una relación muy estrecha entre los tres: “¿Acaso no me trajo aquí para ti?”, le pregunta Karen a Bill, mientras está a horcajadas sobre él.
Así que, como aquel dibujo a lápiz de Mao que Scott le había traído como regalo a Karen, a ella la trajo como regalo para Bill, desde que Scott la descubriera caminando sin rumbo: “¿has venido para desprogramarme?”, le había dicho, programada dentro de aquella secta a la que perteneció. Karen, que ya se había casado: “a veces pensaba en su esposo Kim […] el marido que nunca había conocido”. Karen, que fue secuestrada y vendía cacahuetes en la calle, se escapó de una secta sin saber que entraba en otra.
Vuelvo a entrever –entre los vacíos y espacios que dejan estos cortes intencionales que se empatan luego en la mente del lector–, por qué Mao II me interesó tanto entonces y me parece grandiosa ahora. Captura ese desafío del encuentro con el individuo que se va volviendo también un rehén, despojándose de las apariencias de normalidad que lo comunican con el resto, y de las representaciones, a través de un trabajo cada vez más solitario, más oscuro. Un trabajo incomprendido y mal remunerado en la mayoría de los casos, pero donde el propio autor insiste en usar todos sus males –incluso, el de la miseria y la soledad en la que vive–, junto a la incertidumbre creciente sobre la comprensión de los demás sobre lo que hace, para echarlo de bruces en los textos (como los lápices en aquel tarro de mermelada, tan peligroso). Todo esto no para justificarse ante los demás ni frente a sí mismo, sino para convertirse en texto. Ese lugar donde todo es materia: el dolor, el aislamiento, la pasión, el desamor y hasta la miseria misma.
Otro alegato de Don Delillo es el de tratar de que esa masa deforme entienda de qué se trata su trabajo. Aun así, el escritor no se ha movido del lugar donde la sociedad lo ha puesto: “en eso consistía la sociedad, en aquellas pequeñas miserias”, dice. No existe tal corrimiento por más que triunfen algunos, muchas veces a partir de fórmulas ajenas a lo literario en sí mismo. Tuve miedo al continuar leyendo Mao II ahora, porque no sé hasta dónde llegará esta cresta que, con su ritmo vertiginoso, me llevará hacia un dolor aún mayor: el de la incomprensión del lector a pesar de un esfuerzo por sensibilizarlo con: “la tierra del lenguaje, de la soledad y de los húmedos prados de juncias” que vemos en ella.
Don Delillo maneja a la perfección afiliaciones impredecibles, extrañas. Periplos de acciones y de silencios siempre en contrapunto. Una estructura se abre y recompone mucho más allá de un tiempo lineal, donde los acontecimientos se entroncan relacionando historias que aparecían alejadas, devueltas a nosotros cuando se han vuelto compactas, sólidas, como los cimientos de un mundo que, corrido de lugar, sale y se fuga de estas rupturas aparentes sin que apenas nos percatemos del montaje, con la misma perfección de aquel ramo de siete asfódelos que alguien nos diera al entrar a la boda.
No obstante, estas zonas donde los personajes atraviesan parcelas enrarecidas con sus respectivas misiones se vuelven atractivas por más que el tema sea difícil, álgido. Mao II es, ante todo, una novela política que cuestiona las diferencias sociales y la incapacidad de la norma por aceptar las diferencias. Alude a los seres discontinuos que la sociedad no ha regulado todavía con su esfuerzo de poner a todos en el mismo lugar, creando otro lugar periférico para los inadaptados donde se encuentran estos personajes con sus temas: “hemos aprendido a contemplarnos a nosotros mismos como si nos halláramos en el espacio”, dice Bill Gray.
Hay dos momentos a los que quiero referirme. El primero, el mensaje de Bill a Brita en el contestador, hablándole del amanecer que contempla en ese momento, idílico, mientras que Scott, detrás de ella, la rodea con sus brazos llevándosela hacia la escalera. A pesar de que Brita: “quería preservar su propio cuerpo como un secreto del pasado, intacto por la complejidad y el remordimiento”, no puede lograrlo. Y termina en Beirut, finalmente, tomando fotografías a Rashid, porque ya no fotografía escritores, sino –siguiendo la demanda de estos tiempos– a líderes.
Acción y pasividad se alternan constantemente en procesos que trasgreden lo que verdaderamente quisieran hacer los personajes, cuya finalidad se ve involucrada en otro juego de lo real, de lo irremediable.
Y el segundo, aquel encuentro de Bill con Charlie en New York –un viejo amigo también escritor—, los recuerdos entre ambos refiriéndose a una mujer que le escribía a Bill unas cartas magníficas: “me escribió unas cien cartas espléndidas… ¿a qué olían?”, rememorándolo en comparación con aquella soledad del presente, como si al escribir hubiera perdido buena parte de su vitalidad, de su existencia.
Es cuando la narración hace un giro inesperado para consumir este producto tan subjetivo que es la escritura, con un resultado más práctico, cuando Charlie le pide a Bill ayudar a la causa de un joven poeta preso en Beirut para: “flexibilizar la mente del público” y obtener todos ganancias cuando el poeta sea liberado. Con este giro, se critica a la institución del gremio de los escritores cuando, para su beneficio, se involucra en lo político inmediato: “he pasado números de años felices escuchando las brillantes quejas de los escritores –dice Charlie– […] les cuento […] que existe interés en hacer miniseries, por hacer casetes, que la Casa Blanca quiere un ejemplar para su biblioteca”. Así, alguien que se mantuvo alejado del mundo, prácticamente encerrado, como Bill Gray, se involucra en esta misión por la causa del poeta preso. Una debilidad del espécimen “escritor” por sentirse útil, querido, reconocido.
II
En la segunda parte de Mao II, aparecen los cambios que se producen cuando el escritor tropieza: “con la nueva cultura –con el sistema mundial del terror–”. Bill Gray cumplirá con Charlie intentando salvar al rehén libanés preso, a pesar de los riesgos físicos que correrá, porque: “el rehén constituye la versión miniaturizada. La primera tentativa de ensayo antes del terror en masa”. En lugar de libros, o las habitaciones oscuras y llenas de moho donde Bill se había encerrado a cal y canto para escribir bajo una lámpara, ahora se trata de bombas.
Después de un encuentro con su hija, ella le achaca sus momentos de desaparición –la hija que ve la literatura como un punto de apoyo y una excusa del padre–, juzgándolo: “para que cualquier posible fracaso resultara aceptable”. Bill cree que no tenía ya a nadie para recordarle quién era, ni siquiera a su única hija, pero, antes del evento donde leerá sus poemas, ha comprendido cómo se inventa la realidad con este nuevo modo de interactuar con ella a cambio de algún reconocimiento. Por otra parte, Charlie le insiste en que le dé su último libro para publicarlo, pero Bill no acepta, porque está en guerra con su última novela. “Prefiero dejar que se pudran mis libros a imprimirlos en papel neutro. ¿A santo de qué tienen que sobrevivirme?”, dice Bill, dejando ver que el libro tiene un destino que no le pertenece más que para entablar otra contienda con él.
Entonces, nos enfrentamos a la cantidad de males de su cuerpo, enumerados uno por uno: los males del cuerpo del escritor, emparejados casi con los males que todavía ve en aquel libro en el que lleva más de dos años trabajando sin éxito. Males del cuerpo y males del libro compinchados para destruirlo. “Así era la textura de su vida –dice–, era como una industria sedente de pedos y de eructos”, porque a eso se dedicaba para ganarse la vida: “a permanecer sentado y expectorar mucosidades y flatos”.
Charlie insiste en que Bill participe no solo en este evento por la causa del rehén –más por la propaganda que por el preso–, sino en publicar su libro. También trata de averiguar si utiliza un “tratamiento de textos” que Bill –a la antigua usanza de pasar manuscritos a mano– rechaza. La morbosidad del escritor espiando a su colega; las mujeres que tiene, o no tiene; los asuntos de la próstata y de cualquier detalle ínfimo que le den una visión de cómo está la escritura en correlación con el cuerpo, para averiguar en qué contingencia se encuentra el otro. Porque, creo que, en ningún gremio como el de los escritores, se crean tantos amigos-adversarios.
Mientras tanto, Karen reaparece buscando en otro evento a Bill, cuando se encuentra con Brita: encuentros y desencuentros que darán saltos que se hilvanan luego, a través de una memoria cinematográfica. Mao II está hecha para que la ordenemos los lectores, repito. Don Delillo ha llevado al límite cualquier encuentro fortuito a través de la desaparición constante –de lugares, de personajes–, con la persecución de unos y otros, excluidos de la masa como si de acordes se tratara, entresacándolos con la libertad de un compositor que rompe las reglas para armar las suyas en un contrapunteo constante.
Por eso, Bill Gray no se dejó fotografiar para abandonar su retiro, sino para ahondar aún más en su desaparición. Podría decirse que “estaba elaborando su propio ciclo de muerte y resurrección” porque así sería venerado por las multitudes como un líder. Es cuando Scott lo compara con Mao, que había sido declarado muerto muchas veces. De lo que inferimos que “el retrato de Bill –para aquella entrevista–, era el anuncio de su muerte”.
III
¿Sabes por qué creo en la novela? Es como un grito democrático.
Bill Gray
Cuando el terror constituye el único acto que aún conserva sentido, como se nos dice en la segunda parte de Mao II: “hay demasiado de todo; hay más cosas, más mensajes y más significados de los que podemos asimilar en diez mil vidas”. Y cuando todos han sido absorbidos –“el artista ha sido absorbido, el loco callejero ha sido absorbido, procesado y asimilado”–, la novela es un acto capaz de reducir al terror a otro terror aún más profundo: “y cuanto más claramente vemos el terror, tanto mayor impacto nos produce el arte”.
De esto trata Mao II: del impacto del terror y de sus consecuencias por las repercusiones en algo que nos impuso como colofón la realidad. Un terror que solo el novelista es capaz de comprender –“la ira que subyace bajo la oscuridad y la negligencia”–, cuando teme que, al desprenderse de todo lo que ya no le importa, pueda desprenderse también de las palabras, y eliminarlas. Ellas son su salvoconducto, lo único que aún tiene para sostenerse: su única forma de responder al poder y perder el miedo, y “las historias carecen de sentido si no saben absorber nuestro terror”.
Ese terror que no está solo en las bombas: también en la mujer que vivía dentro de una bolsa de plástico, gritando: “a diez centavos la bolsa, a diez centavos”; en aquellas fotos –solo cabezas y manos– que Scott encuentra en una gaveta del escritorio de Bill; en todas las personas mentalmente alteradas que se denominan con las siglas PEA, y las que circundan y viven en los parques, en los asilos, en los metros, tiradas junto con los desechos entre los basureros, desechadas también por la sociedad. “Resulta difícil descubrir un lenguaje para comunicarse con los desdichados”, nos dice la novela.
Frente al horror de buscar un tono amenazador y, a la vez, urgente, para intentar comunicarse con los demás, el escritor abre una página, en una libreta escrita a mano o mecanografiada (Bill prefería la máquina, pero muchas veces tuvo que apañárselas con el papel y el lápiz): “Veía mejor las palabras si estaban mecanografiadas”, dice, como en un teatro donde cabe la representación de las palabras en el pequeño escenario de la pantalla. Frente a esto, el escritor amigo le insistía: “sigo convencido de que deberías comprarte unas correcciones al instante”.
Pero ¿cómo corregiría todo aquello que era incorregible? ¿Cómo abordaría la destrucción –la suya y la de los demás–? ¿El miedo a fracasar y el miedo a vivir? Creo que los escritores sienten un miedo doble, triple, cuádruple: el miedo al miedo que se desencadena dentro del terror. El terrorismo que en Mao II se amplifica como una palanca de empuje desde afuera, reafirmándolo, ya está ahí por dentro, agazapado desde mucho antes.
La alusión al Libro rojo de Mao, por ejemplo: rutinas, slogans; una llamada a la unidad y la retórica del convencimiento que también enfatiza ese miedo: “una democracia de íconos”, la llama Bill. Mientras, Karen, cuando ve la muerte de Jomeini por la televisión y aquellas multitudes vestidas de negro que lloran desconsoladas, siente como si estuvieran entre ellas, preguntándose: “¿por qué nada cambiaba? ¿Dónde están nuestras propias muchedumbres? ¿Por qué aún conservamos nuestros nombres y direcciones?” Karen convenciendo a los reunidos en un parque, miserables y rendidos por el hambre: “pronto seremos una sola familia, porque el corazón de Dios es la única patria”; Karen “rodeada por ásperas toses, […] aire rancio e inmóvil, el viejo olor inerte a sueño, a sudor, a orine”: ese olor nauseabundo de las utopías con las que todavía sueñan las muchedumbres. Una soñadora más, metida en el infierno de la realidad, luchando contra su miedo. Porque en Mao II todas son armas, aunque vulnerables y frágiles protecciones para luchar contra el miedo. Mao II es una novela que describe el miedo, pero, sobre todo, la huida por miedo, y sus subterfugios: “hace algún tiempo que tengo la sensación de que novelistas como tenistas se encuentran inmersos en un juego de habilidad. Lo que ganan los últimos lo pierden los primeros”.
Y, sobre esta pérdida constante por la muerte y la separación de hijos, familias, credos, costumbres, se instaura el verdadero poder, aplastándonos. Ese en que el escritor se ha quedado solo con su egoísmo, esa protección para aferrarse a lo único que todavía valora: las palabras.
Bill Gray, el escritor de Mao II, está perdido en otro fanatismo: el de la escritura. A cada momento cree que será tiroteado: “no por un ladrón ni por un cazador […] sino por un delicado lector”. Así, se despliega el fanatismo de cada uno de los personajes de Mao II: del asistente que no logra más que admirar al escritor sin llegar a serlo; de la muchacha que huyó del poder familiar por hallar el de una secta; o el de la fotógrafa intentando recoger lo imposible de un estallido tras otro desde su cámara fotográfica; desprendiéndose cada uno a su manera de la muchedumbre. Se aferran a sus agonías personales en función de algo supuestamente perecedero y también imposible: trasgredir, descolocarse, ser diferentes.
Hacia el final, hasta el poeta prisionero busca papel y lápiz para dejar constancia de: “el fin de su terror, trasladarlo al papel desde su cuerpo y su mente” porque, así como era para Bill Gray encerrado frente a su escritorio, también era para aquel rehén el precio más caro de su existencia, donde “solo la escritura podría empapar su soledad y su dolor”. Y me pregunto si todavía será la escritura una forma de salvación.