Uno no va de vacaciones a Playa Guanaja, en Camagüey, Cuba. Uno no se pierde y termina aquí. Uno viene a propósito. Este pueblo de pescadores se vacía durante el invierno caribeño. No hay nada que ver. Si naces aquí, este es un lugar del que huyes, o te quedas estancado.
De adolescente, mientras estudiaba cerca en una escuela rural que formaba parte de un experimento socialista, nos escapábamos hasta aquí los fines de semana. Eran los años noventa, y veníamos buscando comida. Cuba tenía hambre a todo su ancho y largo, y era peor en el campo.


Un chapuzón en esta playa fea y fangosa nos daba una sensación de alivio temporal, después de haber tomado conciencia de que estábamos solos, pobres. Ni nuestros padres ni el Estado podían protegernos de la necesidad.





Sinceramente, no teníamos pensamientos tan profundos. Lo que buscábamos era la aventura y la emoción de lo prohibido: beber ron de diez pesos (chispa ‘e tren) y fumar cigarrillos caseros que trocábamos con los campesinos por jabones baratos, también caseros.





Éramos jóvenes, hablábamos alto y solo podíamos ver un poquito del futuro de una isla sin rumbo, anclada a una sola idea.



Cuba vive hoy una crisis económica de las mismas proporciones de aquella en los años noventa; cada año muchas casas se vacían, como este pueblo. Quizá algún día llegue la buena temporada y los cubanos puedan regresar. Probablemente este lugar cambiará; lo que es seguro es que nosotros habremos cambiado totalmente.

(Texto y fotografías de Armando Guerra).