LA HABANA, Cuba. – El arte de enmascarar ruinas está de moda en La Habana desde hace años. Las mismas autoridades que por desidia o falta de voluntad política permitieron la conversión de majestuosas edificaciones o humildes viviendas en esos amasijos de escombros que afectan la vida de sus moradores y contaminan la ciudad hoy alardean de ser sus salvadores y realizan talleres de urbanismo que no son más que aviesos pasatiempos hasta que logren expulsar a los residentes de la parte histórica de la capital.
En su libro El arte de hacer ruinas, Antonio José Ponte refiere: “En el corazón de La Habana se libra una guerra cotidiana y terrible entre la acumulación y el vacío. Donde hubo ayer una antigua casa solariega, una colmena de gente humilde y ruidosa, puede haber hoy una colina de escombros y mañana un parquecito absurdo, con dos o tres asientos bajo un sol de justicia, custodiados por edificios que también se derrumbarán la semana, el mes, el año que viene”.
Esa guerra cotidiana y terrible que señala Ponte se mantiene y avanza, indeteniblemente, mientras los dirigentes miran esta masacre urbana desde sus protegidos búnkeres, de los que solo salen para hacer acto de presencia en los lugares de los derrumbes inmediatamente después de que recogieron los heridos y los muertos.
Tras un derrumbe, cuando más, levantan un parquecito, una guarapera, un DiTú, una mipyme, un parqueo o, sobre todo, hoteles para turistas.
Los residentes en la zona histórica de La Habana Vieja y Centro Habana están siendo desplazados, como los palestinos de la Franja de Gaza, pero no debido a una guerra, como la que hay entre Israel y los terroristas de Hamás, sino por la complicidad del régimen con la geofagia urbanística del conglomerado militar GAESA por adueñarse de los espacios mejor situados de la ciudad.
Los que pierden sus casas por los derrumbes son enviados a la periferia de la capital, a lugares distantes como Wajay, Fraternidad, Miraflores Viejo y otros sitios donde hay los llamados “albergues de tránsito” de los que nadie ha regresado jamás.
En Centro Habana y La Habana Vieja, como en Tuguria, la ciudad levantada en su libro por Ponte como metáfora de La Habana, nada se vuelve a reconstruir. Se sobrevive entre los escombros de inmuebles en ruinas que, si apenas se mantienen en pie, es gracias a la “estática milagrosa”.
La recuperación del deficitario, maltrecho y ruinoso fondo habitacional de La Habana no es de interés para los gobernantes. Convertir la ciudad en una postal turística solo para extranjeros, donde “autóctonas mulatas” y pingueros, vendedores de tabaco, viagra y ron, presten servicios sexuales y sociales, de un hotel a otro, en representación del país.
No queda la menor duda. La “tugurización” avanza, con prominente futuro, dentro del Plan Maestro de la Oficina del Historiador de la Ciudad. Cuenta con los billetes de GAESA y la complicidad del Partido Comunista en hacer ruinas de la parte vieja de la ciudad y enmascararlas hasta poder convertir el Casco Histórico en un parque temático o un resort.
De ahí que cada proyecto arquitectónico, cada uno de los Talleres de Urbanismo Táctico de La Habana ―hace unos días fue clausurada su décimo tercera edición―, son intentos de enmascarar las ruinas bajo un pintarrajeado collage con playas paradisíacas, carteles que piden a la población resistir, imágenes de Fidel Castro o el Che Guevara, fotos de El Floridita y la Bodeguita del Medio.
La finalidad de esa magnificación de las ruinas no es otra que epatar a los tontos útiles, cubanos o extranjeros, dispuestos a elogiar los embustes del castrismo.