Ochenta años después de la caída del Tercer Reich la palabra fascismo vuelve a aparecer en las más diversas bocas. Bajar al búnker (todos tenemos un búnker) con uno o dos libros sobre la Segunda Guerra Mundial, analizarlos un rato, trazar dibujitos y analogías, dejarlos sobre el sofá, hacer café y mirar por la ventana puede ser un ejercicio de higiene cerebral.
No hay que ser un numerólogo compulsivo para sacar la cuenta. Hace ochenta años Churchill, Roosevelt y Stalin posaron juntos en Yalta para una inconcebible foto. Meses después, Hitler se disparó en la cabeza e hizo que su mujer y su perro se envenenaran. Eso pasó en abril; en agosto el famoso B-29 Enola Gay arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima, un artefacto del que el emperador Hirohito había predicho que causaría “la extinción total de la civilización humana”.
Para colmo de efemérides, Mi lucha cumple cien años. Los aficionados al Reich siguen pasándose traducciones apócrifas (a falta de una buena edición crítica en español) que celebran la “palpitante actualidad” que tiene la prosa atroz del Führer, su lucidez, su vigor. Se habla menos de los ochenta años de Naciones Unidas, del Holocausto y de los Juicios de Núremberg, pero al menos se habla. Y puede que haya un par de películas.
Con los pulgares agotados de tanto jugar European Wars y World Conqueror, a sabiendas de que nunca voy a conocer a Benno von Archimboldi ni a la hiperbórea Ingeborg, tras la enésima relectura de Philip K. Dick, deprimido por todos los noticieros y todos los periódicos, también yo bajé al búnker con mis dos libros sobre el Tercer Reich: El ascenso de Hitler al poder, de Timothy W. Ryback, y Tierra quemada, de Paul Thomas Chamberlin. Suman 1.127 páginas y sospecho que forman parte de alguna conspiración de Galaxia Gutenberg, porque se dejan leer como si fueran un solo libro.
Ryback y Chamberlin, dos americanos, estudian el auge y colapso del Tercer Reich tratando de no hablar como lo que son, nietos de los vencedores. Quizás no lo logran (quizás nadie logre nunca hablar de la caída del fascismo sin alegrarse), pero sus historias de la guerra son efectivas, y uno navega por ese millar de páginas sin aburrirse del relato.
El factor común es Hitler, el hombre de mediocridad absoluta inspirado por un resentimiento ilimitado. La foto de cubierta de Ryback lo define: sumiso, con un chaquetón fúnebre y una sonrisa hipócrita, inclinándose ante el colosal Paul von Hindenburg, el presidente soldado que se interpuso entre él y Alemania. Pero Von Hindenburg tenía 84 años; Hitler solo 43.
Estamos en agosto de 1932. Hitler y Goebbels miran dantescamente las estrellas en su casa de campo. El mundo es tan reciente y la guerra tan remota que todo existe, en la cabeza de este par de psicópatas, en el plano de lo posible. Un solo obstáculo: la democracia. Un solo enemigo: el prestigio de Von Hindenburg. Una sola meta: el poder.
De momento, Hitler y Goebbels pasan por románticos inspirados por el espíritu alemán, acunados por valquirias y con los mejores presagios de las sociedades ocultistas. Hitler había prometido varias veces destruir la democracia con las herramientas de la democracia, y sus asaltos electorales en los años treinta no tienen otro objetivo que ganar la autoridad máxima con el apoyo del pueblo. El pueblo quiere lo mejor para Alemania; los aristócratas de monóculo y frac, no.
Los nacionalsocialistas explotaron durante años la ira de los alemanes contra el resto de Europa. La nación más grande, razonaba Hitler, obligada a cargar con la culpa de la Gran Guerra de 1914 y a vivir con un ejército de segunda categoría. El orden mundial de Versalles, que los alemanes fueron obligados a acatar de forma humillante, tenía que ser destruido.
Fidel Castro comenzó con un discurso, Hitler también. Un discurso que en las grabaciones no parece suyo, calmado, razonable, potente. No hay aplausos ni gritos, sino el crujido de la aguja grabando. Según Ryback, ese llamamiento se vendió en vinilo como “¡El primer disco de Adolf Hitler!”, como si Hitler fuera Marlene Dietrich o Lale Andersen. Gracias a ese discurso, los nazis ganaron 230 escaños de los 600 que tenía el Parlamento. Era algo. Lo más difícil no fue convencer a 14 millones de votantes sino a los aristócratas que apuntalaban a Von Hindenburg.
La historia y las películas recuerdan poco o nada a Kurt von Schleicher, el ministro de Defensa a quien Hitler intentó seducir o al menos persuadir, y a quien acabó asesinando en la célebre Noche de los Cuchillos Largos. Tampoco al canciller Franz von Papen (aunque Von Papen sí aparece en Operación Cicerón), al dirigente nazi Gregor Strasser o al magnate mediático Alfred Hugenberg. Hitler los puso a todos en su lugar, y ese lugar era la muerte, antes de hacerse con el dominio total.
Hay fotos de la época, sobre todo las del gabinete campestre de Von Hindenburg, que recuerdan a los últimos momentos de repúblicas fallidas, como Cuba o Rusia. Gente alegre, aristócratas que beben brandy y fuman puros mientras el mundo se viene abajo. Hitler sería el primero en burlarse con un chiste leninista: “Kabinett von-von-von-von–von, si Dios quisiera que las cosas fueran como son, todos naceríamos con monóculo”.
La noche decisiva fue la del 9 de agosto de 1932. En Potempa, un pueblo de la frontera con Polonia, el único militante nazi convocó a sus camaradas de partido porque se sentía inseguro contra sus adversarios políticos. Cinco stormtroopers nazis fueron tocando puerta por puerta en casa de los comunistas del pueblo. Mataron a un dirigente minero, Konrad Pietzuch, y luego fueron detenidos. Ante su condena a muerte por el gobierno de Von Hindenburg, los nazis se movilizaron a nivel nacional: si “los Cinco” de Potempa morían era la señal de que Alemania estaba dispuesta a hacer de todo para no contrariar a los comunistas. “El pueblo emitirá una sentencia diferente”, advirtieron los nazis.
A partir de esa noche todo fue en ascenso. Goebbels dejó en su diario abundantes notas sobre cómo vivió el círculo íntimo de Hitler esos meses de furia. Nadie se había movido tanto en la historia de Europa para hacer campaña política. Por aire, por carretera, por la radio: Hitler recorrió Alemania con una urgencia solo comparable a la de Putin en las elecciones del año 2000. Un gran aliado del Partido fue la prensa extranjera. La portada de la revista Time de diciembre de 1931, con Hitler alzando los puños, es mítica.
Clara Zetkin, amiga personal de Lenin y la diputada más vieja del Parlamento en agosto de 1932, dijo que aspiraba a ver a Alemania convertida en una república soviética. El futuro iba a reírse de su profecía. Tras la Noche de los Cuchillos Largos, Hitler eliminó a todos sus rivales a través de las SS y la Gestapo. Von Hindenburg lo había nombrado canciller en enero de 1933 y había muerto en agosto.
Durante los años siguientes Hitler se dedicó a rearmar a Alemania en plena depresión. En pocos años ya estaba listo para retomar su antiguo plan: destruir el orden mundial que Francia e Inglaterra habían diseñado en 1919, y desfigurar en lo posible a la vieja Europa. La devastación fue literal, porque tanto Hitler como Stalin implementaron las políticas de tierra quemada que dan nombre al libro de Chamberlin: arruinarlo todo antes de huir, no dar nada al enemigo.
Lo más destacable del relato de Chamberlin, que se presenta como una “historia global de la Segunda Guerra Mundial”, son los capítulos sobre Asia, el Pacífico y África. Los pasajes dedicados a Japón tienen, pese al horror, una belleza trágica. Como Alemania, piensan que es su deber imponerse, salir de la isla y conquistar el continente. Su reclamación es clave –Hitler también la usará como argumento–: quieren tener su propia Doctrina Monroe y no comprenden por qué Washington desaprueba su incursión en Manchuria.
Para Chamberlin, la guerra fue “colonial en sus orígenes, genocida en su desarrollo e imperial en su resultado”. Ni Estados Unidos ni Inglaterra –tampoco la Unión Soviética– lucharon contra el fascismo en sí, con el cual coexistieron e hicieron negocios durante varios años, sino contra la versión invasora del régimen de Hitler. Cuando la Wehrmacht invadió Polonia, Alemania rompió las reglas del juego en nombre del Lebensraum, el espacio vital.
El profeta de la guerra fue el hombre más insólito, Haile Selassie, el emperador etíope cuya máquina de vigilancia denunció Kapuściński. Después de que Mussolini invadiera Etiopía, Selassie se convirtió en un curioso ícono del anticolonialismo y advirtió a los europeos del peligro fascista. En 1936 habló ante la Sociedad de Naciones, en Ginebra: “Hoy somos nosotros, mañana serán ustedes”.
Mientras, Hitler había preparado secretamente un ejército que desbordaba el límite impuesto por Versalles, que solo autorizó la existencia de 100 000 soldados alemanes. En 1935, anunció la ruptura con el límite y el enrolamiento masivo de 480 000 hombres. Así comenzaba, ironizó, una “nueva era de cooperación pacífica entre los pueblos europeos”. El plan de Hitler estaba ya adelantado de forma totalmente transparente en Mi lucha: conquistar el oeste –en especial Francia, que los había humillado en 1919– y luego volverse hacia el imperio soviético. Ensayaron ese poderío militar durante la Guerra Civil española, con ayudas a Franco. Stalin, siempre atento a sus vecinos, hizo lo mismo.
Los primeros en ser anexados al Reich fueron los austriacos y los checoslovacos. Gran Bretaña, a sabiendas de que no estaba preparada para una lucha europea, decidió consentir esas invasiones para evitar una escalada. Neville Chamberlain, el canciller británico, llegó a decir que era “absurdo e increíble que tengamos que cavar trincheras y probarnos máscaras antigás aquí debido a una disputa en un país lejano entre personas de las que no sabemos nada”. Hitler se envalentonó. Pactó con Stalin el famoso acuerdo Ribbentrop-Mólotov y se lanzó a Polonia, un viejo enemigo. Una vez más, el dictador soviético imitaría a Hitler e invadiría por el este. Para “crear espacio” se propuso reasentar a los judíos polacos en… Madagascar.
El hundimiento de Francia fue catastrófico y deprimente, pero no bastó para que los americanos se decidieran a entrar en la guerra. El alto mando colaboracionista de Vichy no disimuló su “considerable placer” ante la posibilidad de que los nazis asediaran Gran Bretaña. Al fin y al cabo, razonaba el gobierno de Pétain, era mejor conservar el imperio francés como la provincia favorita de Alemania.
El 7 de agosto de 1941, Roosevelt pescó en Terranova un pez grande y feo que acabó en el Smithsonian como curiosidad científica. Era un presagio al estilo de los reyes medievales. Churchill acababa de llegar en un buque a Estados Unidos para reunirse secretamente con él y planear el mundo de la posguerra. En resumen, los británicos bajaban la cabeza como potencia. Si alguien buscaba una metáfora en el pez deforme ensartado por Roosevelt, la iba a encontrar.
Japón les dio la excusa perfecta y abrió el escenario de guerra más extenso de la historia humana, según Chamberlin, aunque solo se cuenta como “periferia” del conflicto mundial. La ofensiva sobre el Pacífico y la contraofensiva naval de Washington convirtió a Estados Unidos en la potencia naval por excelencia. Por tierra, en Europa, Hitler también veía fracasar su Operación Barbarroja contra Moscú. Receloso ante la posibilidad de perder la guerra, ordenó el exterminio masivo y sistemático de judíos. No auguraba una vida larga para una alianza conformada “por los mayores extremos imaginables en este mundo: Estados ultracapitalistas de un lado y Estados ultramarxistas por el otro”.
Con la entrada de Estados Unidos y la disposición de Stalin a sacrificar a miles de jóvenes soldados, los Aliados comenzaron a ganar. Son los años de las grandes hazañas, que Chamberlin cuenta bien –Stalingrado, El Alamein, Normandía–, y de los grandes generales: Rommel, Montgomery, Patton, Zhúkov.
Mientras combatían, los Aliados no dejaron de planificar el siglo XX. En 1944 se sentaron las bases de la economía actual durante la conferencia de Bretton Woods, en la cual se fundaron el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Las operaciones de rescate de científicos en territorios conquistados por Alemania no cesaron y, en el archiconocido Los Alamos, se comenzó a trabajar en la bomba.
En 1945, la cuestión no era ya si los Aliados iban a ganar la guerra –lo sabía hasta el círculo íntimo de Hitler– sino quién llegaría primero a Berlín, si Estados Unidos e Inglaterra, o la Unión Soviética. Stalin estaba más cerca. “Si también toman Berlín”, dijo Churchill, “¿no se quedarán con la falsa impresión de que han contribuido extraordinariamente a nuestra victoria común?”. Con muy mala suerte para el plan de Occidente, Roosevelt murió tras un derrame cerebral y no llegó a ver la caída del Tercer Reich.
El 22 de abril de 1945, Hitler declaró en el Führerbunker que los alemanes lo habían traicionado. Ya es imposible evocar la escena sin acordarse de Alec Guinness o Bruno Ganz dando puñetazos sobre la mesa de estrategia. Goebbels escribió en su diario: “Si todo va bien, perfecto. Si las cosas no van bien, el Führer encuentra en Berlín una muerte honorable y Europa se bolcheviza, entonces, en cinco años a más tardar, el Führer se convertirá en una personalidad legendaria y el nacionalsocialismo habrá alcanzado un estatus mítico”.
Un mes después, Churchill encontró en su oficina el plan de la Operación Impensable, la única de la guerra que no se llegó a ejecutar. Consistía en lanzar la Tercera Guerra Mundial, esta vez contra Stalin, armando a lo que quedaba del ejército nazi y con ayuda de Estados Unidos. Moscú se enteró, pero para ese momento ya el agotado primer ministro inglés había tachado del borrador las palabras “acontecimiento altamente improbable” y anotado, con innegable buen humor, “contingencia puramente hipotética”.


A la altura de las agudezas y resúmenes de Pérez-Reverte, con su mismo desenfado… Muy profesional. Por cierto, releo las memorias del arquitecto Albert Speer, Dentro del Tercer Reich, que recomendara Elías Canetti… ¿Cómo muchos intelectuales alemanes caen subyugados ante el nazismo? ¿Heidegger en Friburgo? Y así… Lo mismo en Cuba ante el castrismo… Relaciones entre el Poder y los intelectuales: Buen tema lleno de vericuetos, misterios, escalofríos. Felicitaciones a Xavier.