El brasileño Sebastião Salgado (1944-2025), autor de proyectos maximalistas, tan comprometidos con diversas problemáticas sociales y ambientales como estéticamente primorosos y grandilocuentes, que lo convirtieron en uno de los fotógrafos más célebres de las últimas décadas, ha fallecido este viernes 23 de mayo a los 81 años. Así lo confirmaron fuentes allegadas a su familia al diario O Globo, sin que hayan trascendido más detalles.
Salgado –nacido en Conceição do Capim, estado de Minas Gerais, y residente durante muchos años en París– viajó alrededor del mundo (más de 130 países) para fotografiar con devoción a la gente y la naturaleza: los trabajadores, los migrantes, tribus desconocidas u olvidadas, las víctimas del hambre y la enfermedad, los desastres de la guerra, el ecocidio y la magnificencia de la selva…
En sus fotografías –siempre en blanco y negro, a menudo expuestas en grandes formatos, no exentas de sensacionalismo, y en ocasiones estructuradas con una gramática de blockbuster cinematográfico– nunca dejaron de vibrar intensamente la denuncia de los flagelos globales y, a la vez, un canto entregado a la suntuosidad última de lo real.
Se ha dicho de Salgado que revolucionó la fotografía documental; ahí están sus grandes trabajos, es decir, miles y miles de fotos meticulosamente seleccionadas y mostradas en exposiciones y libros: Éxodos, Génesis o Trabajadores… Uno de sus últimos proyectos –a partir de una revisión de todo su archivo– fue Las aves, un volumen que persigue a distancia la belleza alada, de las Islas Georgias del Sur y Sandwich del Sur al Antartico, Zambia, Botswana o el Chimborazo en Ecuador.
A propósito de Éxodos, Salgado recordaba hace menos de dos años su propia deriva biográfica: “Llegué a Francia con Lélia, mi esposa, a finales de los años sesenta como exiliado, huyendo del profundo sistema de represión que existía en Brasil por aquel entonces. Poco después, la dictadura militar brasileña nos retiró los pasaportes y tuvimos que solicitar un amparo para recuperarlos. Nos convertimos en refugiados aquí en Francia, y luego en inmigrantes. Cuando trabajé sobre refugiados e inmigrantes, ya conocía esta historia; la había vivido a mi manera. Durante años, busqué a personas desplazadas de su lugar de origen y en tránsito, buscando un nuevo punto de estabilidad. Se marcharon por razones económicas, el cambio climático o por conflictos […] Estaba fotografiando una parte de mi propia vida, retratada en otras personas, algunas en situaciones ligeramente mejores que la mía, y la gran mayoría en condiciones mucho peores. Fue un momento muy importante en mi vida, de identificarme con estas personas y de sentir profundamente lo que fotografiaba”.
Pero en los últimos años su gran empeño fue la Amazonia –en cierto modo una respuesta pantagruélica a la voracidad y la estulticia ultraderechista del gobierno de Bolsonaro–; decenas de expediciones, reportajes sobre más de una docena de tribus; un inmenso archivo pleno de ubérrimos paisajes habitados a la vez por la absorta repetición y la infinita variedad de la vida…

Y ya se ha dicho… Salgado también estaba especialmente capacitado para hallar cierta forma apabullante de esplendor –y, por supuesto, estructuras compositivas y otras reminiscencias de la tradición estética occidente– incluso en la miseria y el desastre.
Unos años atrás decía en entrevista para El País: “yo vengo del Estado de Minas Gerais, el más barroco de Brasil. Cuando fotografío, siempre hay un pequeño rastro de algo que me ha influido. […] pero mis fotografías no son modernas ni posmodernas, son barrocas porque vienen de ese mundo”.
Hacia el cambio de siglo, en pleno auge de su trabajo, Susan Sontag resumió y puso la guinda –en su ensayo Ante el dolor de los demás— a las agrias críticas que gravitaban sobre el éxito del brasileño.
“Un fotógrafo especializado en la miseria del mundo (sin restringirse a los efectos de la guerra, pero incluyéndolos), Sebastião Salgado, ha sido el blanco principal de una nueva campaña contra la falta de autenticidad de lo bello. Sobre todo a causa de un proyecto de siete años que denomina Migraciones: la humanidad en transición, Salgado ha sido objeto de ataques continuados por presentar fotos grandes y espectaculares, de hermosa composición, de las cuales se ha dicho que son «cinemáticas», escribía la norteamericana. “Las imágenes de Salgado también han sido tratadas con acrimonia en respuesta a las situaciones comercializadas en las cuales, de modo habitual, son vistos sus retratos de la miseria. Pero el problema está en las fotos mismas, no en cómo y en dónde se exponen: en que su foco se concentra en los indefensos, reducidos a su indefensión. Es significativo que los indefensos no se mencionen en los pies. […] Realizadas en treinta y nueve países, las fotos de migración de Salgado agrupan, bajo un único encabezamiento, un conjunto de causas diversas y de clases de pesadumbre. Al hacer que el sufrimiento parezca más amplio, al globalizarlo, acaso lo vuelva acicate para que la gente sienta que ha de «importarle» más. También incita a que sienta que los sufrimientos y los infortunios son demasiado vastos, demasiado irrevocables, demasiado épicos para que la intervención política local los altere de modo perceptible. Con un tema concebido a semejante escala, la compasión solo puede desestabilizarse; y volverse abstracta”.
Muchos años después, absolutamente de vuelta de todo, el acusado contestaría a esos juicios: “No he querido retratar a los desfavorecidos, yo nunca he sido un militante, es solo mi forma de vida y lo que pensaba. Hubo quien dijo que Salgado hacía estética de la miseria… ¡Y una mierda!”, exclamó. “Yo fotografío mi mundo, soy una persona del Tercer Mundo. Conozco África como las líneas de mi mano porque hace solo 150 millones de años África y América eran el mismo continente”.
Tardíamente, Salgado encontró su vocación, cuando ya entraba en la treintena y servía como economista en la Organización Internacional del Café. Era sensible a las injusticias que veía en sus viajes y tenía un amor antiguo por la naturaleza gracias a su infancia en la hacienda paterna.
Su carrera se disparó cuando atestiguó el intento de asesinato del presidente Ronald Reagan en 1981, y poco después estaría en condiciones de emprender sus proyectos personales en África, Latinoamérica, India, etc.
Trabajó para la icónica agencia Magnum y colaboró esrchamente con organizaciones como Unicef, Save the Children o Médicos Sin Fronteras.
Ganó el World Press Photo en 1985 con una serie sobre los campamentos de Korem y Bathi durante la epidemia de hambruna en Etiopía; en 1989, merecería el segundo lugar en el concurso de Vía Diaria de esa organización con una imagen sobre la cosecha de caña.
En definitiva, obtuvo los más importantes galardones del gremio a escala internacional: el Premio W. Eugene Smith de Fotografía Humanitaria, en 1982, o el Hasselblad, en 1989. Recibió en Francia el título de Caballero de la Legión de Honor, y, en España, el Premio Príncipe de Asturias de las Artes.
Sobre su vida y su trabajo, puede verse el documental La sal de la vida, dirigido por el alemán Win Wenders junto al hijo del protagonista, Juliano Salgado.
El propio Sebastião Salgado se comprometió directamente en la reforestación de su país natal junto a Lélia Wanick Salgado (Gulbenkian Prize for Humanity 2023), quien durante un cuarto de siglo se ha consagrado –además de ocuparse de la curaduría y escenografía de las exposiciones y la edición y diseños de los libros de su esposo– a la recuperación de ecosistemas en la Mata Atlántica de Brasil. Dicen que juntos plantaron más de dos millones de árboles.