papier mache
Zulema Clares en una escena de 'Papier mache', de Carlos Celdrán, en el Westchester Cultural Arts Center, de Miami (FOTO Julio de la Nuez)

El archivo cubano de la censura ha sido tema central en las practicas artísticas y literarias de los últimos treinta años. Las nuevas generaciones de cineastas, dramaturgos, escritores y artistas visuales se han adentrado en un archivo que ha sido custodiado y apropiado a conveniencia por mismo Gobierno que desplegara sobre el arte y la cultura su manto de represión y violencia. Esta pulsión hacia un corpus silenciado ha generado un volumen de obras que reinterpretan, parodian y ficcionalizan ciertos eventos y figuras de nuestra historia. La más reciente producción del director y dramaturgo cubano Carlos Celdrán, una obra escrita y dirigida por él, saca a la luz el caso de la pintora cubana Antonia Eiriz. Desconocida para muchos, pero recordada con cariño y admiración por amigos y estudiantes, Antonia continúa siendo una artista olvidada, aunque no enterrada, una pintora maldita cuya hora ha pasado, o está aún por venir.

La obra combina elementos biográficos y descripciones de pinturas para abordar el mito en torno a su silencio tras abandonar la pintura en 1968. La mordaz política cultural que caracterizaría la década de los sesenta, y que desata una ola de censura al exigir del arte un compromiso total con la Revolución, hizo que muchos artistas se fueran del país, mientras que otros, como Antonia, abandonaron el arte para vivir en un insilio, ambas formas diferentes de un estado amnésico que Celdrán pone de relieve. Más que dar a conocer un caso que ha permanecido en el misterio, el director y dramaturgo propone una reflexión sobre la memoria como un estado paradójico, mediado por el archivo histórico, atravesado por el mito, y sesgado por la búsqueda insistente de una verdad. De esta tensión también surge la dramaturgia, centrada en las dificultades que enfrenta un joven director para escribir y presentar una obra teatral sobre Antonia Eiriz, después de sentirse conmovido y sorprendido por el encuentro con una de sus pinturas en la sala de un museo.

La insistente búsqueda del joven director lo lleva al encuentro con otros personajes que están conectados a través de la obra de la pintora. Y, en ese intento por reconstruir los eventos de una vida, surge el enfrentamiento con la memoria como fisura: tiempos y espacios superpuestos, homogeneizados por la escenografía que estructura la puesta en escena, hecha con un mínimo de elementos: muebles sin decorado, meramente funcionales, set básico en tres variaciones. La variación estructura un recorrido en el espacio, el desplazamiento de un extremo al otro, el intervalo entre dos puntos. Los dos silencios de Antonia abren un vacío en la memoria, el de la censura, atravesado por la muerte de su madre, y el de su propia muerte, en 1995, dos años después de su llegada a Miami. Es también la zona amnésica donde se despliega el texto, que empieza y concluye con descripciones de dos obras medulares, Una tribuna por la paz democrática (1968) y Vereda tropical (1995). Espacio entre dos corchetes, entre dos silencios, donde el papier-mâché aparece como fisura espaciotemporal.

Pudiera decirse que Papier maché es mucho más que un homenaje a la pintora censurada, y que Antonia es más bien un espectro sobre el cual se refleja y se reproduce la relación que sostenemos los cubanos con un pasado tan cercano y ya demasiado distante. En la obra, las pinturas angustiosas y telúricas de Antonia son las que hablan, o más bien, los personajes hablan a través de ellas. En este sentido, es el lenguaje de la plástica lo que actúa sobre todos los demás lenguajes, lo que los vincula, como un detonador de lo más personal y lo más universal, lo íntimo y lo colectivo. Sus pinturas desatan una fuerza negativa, iconoclasta, contestataria y crítica dentro de un sistema dogmático; y resultan improductivas, innecesarias y larvales en un sistema pragmático. A través del texto los extremos se tocan, ligados por el afán de exigirle al arte, y al artista, que cumpla un rol social, que se defina, falta que denuncia el dirigente político y censor cultural y que exige la productora que quiere que la obra teatral “cuente algo”. Tanto la actividad creativa como la biografía de Antonia son en ambos sistemas un mismo signo de transgresión, una negatividad definitiva y un producto inacabado, que ante una verdad última responde con el fragmento, la dispersión, los encuentros y desencuentros, las convergencias y divergencias, una historia hecha de los mismos procesos y materiales del arte.

El papier-mâché es una técnica artística que utiliza papel de periódico y una mezcla de pegamento para crear esculturas y objetos decorativos. Las tiras de papel se pegan con una goma líquida blanca, que se puede hacer casera mezclando harina y agua. Poco a poco, se van formando volúmenes que le dan forma al objeto. Se trata de una actividad popular tanto para adultos como para niños, debido a su simplicidad y los materiales asequibles que se necesitan. Tras abandonar la pintura, Antonia Eiriz abre un taller de papier-mâché en su casa de Juanelo, en La Habana, donde se dedica a enseñar la técnica. En ese aislamiento se refugia, en ese mismo gesto de reconciliación y de empatía ante la humanidad de los otros que unifica su obra. Para Celdrán, esta técnica es una metáfora de la memoria como un entramado de capas, pero está también ligada a una historia más reciente. Nos recuerda el director que en los noventa el papier-mâché serviría de sustento para muchos cubanos que vendían figuras de personajes típicos, como bailarinas mulatas o músicos populares, en ferias artesanales, frecuentadas por turistas.

La tensión entre realidad y ficción que organiza tanto la dramaturgia como el trabajo actoral surge del material mismo de la memoria, que ante la búsqueda de una verdad ofrece una visión difusa, un archivo de retazos superpuestos, hecho de huecos, de violentos brochazos. Celdrán entreteje documento y mito, anécdota y relato ficcionado, dictado y ejercicio ekfrático, poema y discurso político, nostalgia por un pasado y escapatoria del presente, como si él mismo armara la obra con restos de otros textos, masas de cosas que se dicen, voces incorpóreas que ocupan un cuerpo, un altavoz, voces que repiten y se agitan, que acusan y torturan, pero también movilizan, que son la misma fuerza negativa que hacen que la artista pinte y abandone la pintura. Estos son también los materiales de Celdrán, que al superponerlos produce efectos inesperados y paradójicos, que solo pueden describirse a través de la pintura misma. Opacidades y transparencias, trazos negros, figuras enormes, deformes, formas incompletas y fragmentadas, capas superpuestas, agua quemada. Y en ese constante ajuste de lente que es la mirada al pasado, una vereda tropical, hecha de un extremo distanciamiento y una extraña proximidad.

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Antonia Eiriz: ʻUna tribuna para la paz democráticaʼ (detalle), 1968
Antonia Eiriz: ʻUna tribuna para la paz democráticaʼ (detalle), 1968

* Agradezco a Carlos Celdrán y Zulema Clares por la conversación que contribuyó a la escritura de este texto.

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PATRICIA ORTEGA MIRANDA
Patricia Ortega Miranda (La Habana). Es actualmente estudiante de doctorado en el departamento de Historia del Arte y Arqueología de la Universidad de Maryland, en College Park. Ha organizado exposiciones sobre la obra de artistas cubanos contemporáneos como Carlos Martiel y Glenda León, y ha sido becaria en instituciones como el Museo Blanton de Austin, el Museo de Bellas Artes de Houston y la Galería Nacional de Retratos en Washington. Su trabajo de disertación ofrecerá el primer estudio detallado sobre la obra visual del escritor y artista cubano Severo Sarduy en relación con su pensamiento estético, y con los circuitos de arte internacionales que emergieran durante la segunda mitad del siglo XX.

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