Lucia Berlin
Lucia Berlin

Por lo regular, todo canon literario se construye en progresión y con la venia del autor. Y, en circunstancias menos favorables para el mismo autor, con la de sus herederos.

El caso de Tolkien es paradigmático; qué decir el de Bolaño o el de Nabokov. Pero Octavio Paz, por ejemplo, y también Borges, pudieron participar en el regular proceso de articulación de sus corpus (suprimieron, modificaron, cambiaron, a lo Winston Smith, textos del pasado para que entraran con cierta congruencia en el conjunto futuro de su obra). En ese sentido, el caso de Lucia Berlin (Juneau, Alaska, 1936-Marian del Rey, California, 2004) es atípico.

A veinte años de su fallecimiento, este 2024 se acaba de publicar Una nueva vida, libro que reúne cuentos, entradas de diarios y apuntes incluso anteriores a Manual para mujeres de la limpieza (como el primigenio relato “Manzanas”, que solo conocíamos de oídas). Sí, primero vino el Manual (2016), una muestra de lo más granado de sus textos preparada por Stephen Emerson, y después Bienvenida a casa (2018) y Una noche en el paraíso (2019), y con ello parecían finalmente conectarse los pormenores de una literatura caracterizada por el encarnizamiento, la ironía y lo confesional. Literatura que, por supuesto, posee altas cargas de autoficción que invitan al consabido juego extraliterario: ¿realmente fue Lucia (la Lucia de las fotos, altísima, de profundos ojos azules, de sonrisa que enmascara todas las amarguras) detenida y golpeada en el aeropuerto por defender a un amante que tenía la edad de su hijo?, ¿es ella quien se empeñaba en recoger manzanas con su vecino mientras esperaba al marido ausente, o bien la que cruzó la frontera embarazada y con heroína dentro de sus genitales?

Quién sabe si, al margen de maniobras editoriales, dicha conformación textual (el Manual, primero y, al final, Una nueva vida) haya contribuido a conocer adecuadamente el trabajo de Berlin en el mundo de habla hispana, pero lo cierto es que el orden sí que trastoca el modo de leerla. No es lo mismo enfrentarse a “Manzanas” después de haber sentido, como lectores, en nuestro interior la explosión de bombas termobáricas como “Toda luna, todo año”, “Triste idiota” o “Polvo al polvo”. Las palabras de Devon Mazzone, el editor neoyorquino de Farrar, Strauss & Giroux que se encargó de dispersar el resto de la obra, no hacen más que corroborar lo dicho: “Muchos de ellos [los cuentos] quedaron reunidos por su buen amigo Emerson en Manual, pero esa era su selección. Por otro lado, no queríamos sacar simplemente lo que había quedado fuera”.

No es un tema peregrino. ¿Cuándo empezó a redactar todas estas historias (imagino que compulsivamente, imagino que, a lo Sylvia Plath, en el ínterin entre limpiarle los mocos a un escuincle y darle la teta a otro)? ¿En qué momento surgió “Inmanejable”, por ejemplo (cuento insigne: lección de cómo escribir un cuento); antes o después de “Mi vida es un libro abierto”, antes o después de “502”? O bien, ¿de qué forma disponer cronológicamente las anécdotas de su hermana Molly, esparcidas en tantos relatos con el nombre de Sally, que al ser diagnosticada con un cáncer terminal literalmente revivió?

Sin duda, el trabajo notable de Lucia Berlin como cuentista merecía una curaduría mejor. Al igual que a Emily Dickinson, no habrá forma, al parecer, de llegar a los núcleos de Berlin si no es a partir de los caprichos selectivos de albaceas poco cuidadosos: Mazzone, Emerson, su hijo Mark en Una noche en el paraíso, ahora su hijo Jeff en Una nueva vida (el mismo que en “Inmanejable”, bajo el nombre de Joel, no puede esperar más para irse a la escuela y se pone los calcetines mojados porque su madre alcohólica no se los ha podido secar). Pero salvando ese escollo, bien valga la reiteración de un asunto: no es que Berlin haya tenido una infancia algo errabunda que la llevó a vivir en México y en Chile (cuántas mujeres no la tienen); no es que haya tenido tres matrimonios fallidos y cuatro hijos antes de los treinta (cuántas mujeres, cuántas); no es el alcoholismo un tema per se (a cuántos el duende del whisky no nos ha dado falso consuelo); no es la promiscuidad un motivo en sí mismo (ah, cuántos…). Lo único importante es cómo Lucia Berlin convierte todo eso en literatura, empleando para ello la mejor tradición del cuento de su país.

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Bien sabemos que el tipo de cuento que se desarrolla en Estados Unidos, de Hemingway a Richard Yates; de John Cheever a Lorrie Moore; de Flannery O’Connor a David James Poissant, se vuelve omnipresencia. Podría entenderse, bajo la consabida tesis pigliana de que en toda historia manifiesta hay encriptada una historia secreta, que incluso da origen a la primera. El trabajo con las elusiones, más que con las alusiones, se vuelve entonces fundamental. Para el caso Berlin, Verónica Boix lo explica así: “Como ocurre en el ensayo «Bloqueada», en el que Berlin narra el proceso de escritura de «Sombras», un cuento incluido en Una noche en el paraíso […]: una narración que deja a la vista la manera en que la autora tensa los hilos de su biografía para contar una historia, y en verdad, hablar de otra. En ese caso, las corridas de toros, con todo el escenario de la muerte, ocultan los últimos días de la enfermedad terminal que sufrió Molly, la hermana de Berlin”.

Justamente, Lucia Berlin proyecta en estos libros su cotidianeidad (la infancia en Chile y El Paso, la estancia en colegios religiosos, los adulterios, el trabajo como maestra o asistente en salas de urgencia, la bebida que no la aturdía sino que la estabilizaba, la experiencia con maridos y novios abusivos) pero como artificio, en tanto historia manifiesta. Lo que elude, lo que narra desplazando la atención del lector hacia otro sitio, es más categórico e interesante. Y eso la vuelve realmente una escritora: alguien que pone sus anécdotas privadas al servicio de la literatura y no al revés. (Esto, si se quiere, es otro argumento para entender la diferencia que Bolaño hacía entre escritoras y escribidoras).

Ejemplo: en el cuento “Manual para mujeres de la limpieza”, que da título a la antología, una mujer repasa su trabajo aseando diversas casas. Aparece, casi de inmediato, el estigma de que las mujeres de la limpieza son ladronas. Y Berlin, como al pasar, menciona: “Creo que lo único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia”. En esa frase se cifra toda la explicación del cuento, porque, aunque no se explicita, el lector sabe (como si estuviese delante de un cuento del mismo Chéjov) que la narradora no tiene necesidad de un empleo así: acude a esas casas para distraerse, marearse, olvidar que su amante ha muerto. Tal vez, la escena más potente del relato sea la siguiente: “Dejo la aspiradora encendida media hora (un sonido relajante) y me tumbo debajo del piano con un trapo de limpiar el polvo en la mano, por si acaso. Simplemente me quedo ahí tumbada, tarareando y pensando. No quise identificar tu cadáver, Ter, aunque eso trajo muchas complicaciones. Temía empezar a pegarte por lo que habías hecho. Morir”.

Otro ejemplo: en “Toda la luna, todo el año”, una mujer se instala en un resort de playa. Todo allí es un disparador sensorial: la comida, los colores, el sonido del mar, los cuerpos de pescadores tostados por el sol. Pero en las descripciones, la narradora desliza no solo la depresión sufrida tras la desaparición de Mel, su pareja, sino el modo en que la ha ido sorteando: “Las buganvillas se derramaban por sus paredes como los mantos de una mujer borracha”. Y más adelante, en la misma página: “Hacía calor mientras Eloise volvía por la selva, pero sin darse cuenta brincaba como una niña, hablando con Mel dentro de su cabeza. Trató de recordar la última vez que había experimentado una alegría parecida. Una vez, poco después de que él muriera, había visto a los hermanos Marx por televisión. Una noche en la ópera. La tuvo que apagar, no soportaba reírse sola”.

Los personajes de Berlin se ríen, pero no soportan reírse solos. De ahí que no solo haya un manejo soberbio de los temas antes mencionados, sino del plano de la expresión que, más que a cualquiera, recuerda a ese Cheever irónico y mordaz de “Adiós, hermano mío” o “La monstruosa radio”. Van algunas citas, a vuelo de pájaro (porque en cualquiera de sus cuentos es posible encontrar estas bombas que estallan a cada párrafo): “A la mañana siguiente era Halloween, y los niños de primaria vinieron a la escuela disfrazados. Me demoré viendo las brujas, los cientos de demonios que recitaban con voz temblorosa las oraciones de la mañana”; “¿Y si nuestro cuerpo fuera transparente, como la puerta de una lavadora?”; “La gente bien avenida hablaba tan poco como la que destilaba rencor o aburrimiento; era el ritmo de sus palabras lo que cambiaba, como el vaivén perezoso de una pelota de tenis o los rápidos manotazos para espantar unas moscas”; “Yo hago lo mismo, cuando estoy dolida. Me arrastro a mi casa y me escondo como un gato enfermo […]. Cuando le resultaba demasiado difícil contarle a alguien cómo se sentía, enseñaba un poema. Normalmente la gente no entendía lo que ella había pretendido insinuar”; “—Dime, ¿qué crees que has conseguido en la vida? No se me ocurría nada. —No he probado el alcohol en tres años –dije. —Dudo que eso pueda considerarse un logro. Es como decir «No he asesinado a mi madre». —Bueno, eso también lo he conseguido, por supuesto –contesté sonriendo”.

Eso: bombas termobáricas que nos dejan esquirlas dentro. Ah: las bombas termobáricas son armas que funcionan por calor y por presión. Calor y presión. No hay mejor metáfora para definir cualquier pieza literaria de Lucia Berlin, aunque nos hayan llegado desorganizadamente.

Mark Berlin, el hijo que escribe el prólogo de Una noche en el paraíso, confiesa lo siguiente: “Mi madre escribía historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco. Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando y puliendo con el paso del tiempo, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la historia es lo que cuenta”.

No, no es autobiografía. Pero por poco. Su valor está en que lo creamos así. En esa grieta se coló hábilmente Berlin. Y esa grieta es lo que vale, más que cualquier otra cosa, a la hora de trabajar ficciones.

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FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (próxima aparición: 2020). Ha publicado, además, El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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