Hace un mes fui a la ciudad de Holguín, en el oriente de Cuba. Un viaje de diez días. Fui por dos razones importantes, la fundamental era ver a mi abuela paterna, quien no me reconoció cuando me tuvo enfrente. La segunda era una razón bancaria, desquiciada, de esas cosas que nos hacen decir a los cubanos: «esto solo pasa aquí». Una tarjeta de crédito a mi nombre debía llegar a un banco de La Habana, pero algo maquiavélico sucedió y la redirigieron a otro banco en el confín de mi provincia natal.
Anduve la ciudad muy pocas veces, las necesarias, siempre con la intención de ver a un viejo amigo, y no pude evitar recordar, atravesando parques vacíos, el Holguín aquel de cuando yo era una estudiante de Periodismo, como se suele recordar al releer un libro las condiciones y la época en que lo leímos por primera vez.
No pude evitarlo porque el Holguín que me recibió le debía mucho al de mi pasado. La ciudad parecía la maqueta de una ciudad. Era una neblina. Las esquinas vacías me hicieron recordar un cuento terrorífico de Samanta Schweblin en el que un viajero llega a un pueblo con apenas gente.
En el Holguín de antes yo me despertaba siempre muy temprano y esperaba en una parada fría a que pasara la ruta dos, una guagua pequeña que tenía como dirección final el cementerio de Mayabe. La mía era la penúltima parada, donde quedaba la Universidad. Así todas las mañanas, durante cinco años. El viaje solía durar una hora, cosa que me encantaba, porque podía pasar ese tiempo leyendo a Tom Wolfe, a William Faulkner, o a cualquier periodista interesante que yo hubiera descubierto en mis andanzas (me encontraba escribiendo una tesis sobre periodismo narrativo en una universidad donde jamás ningún profesor me habló de Juan Villoro o Martín Caparrós; me encontraba haciendo una tesis sobre algo que solo parecía interesarme a mí).
Las clases terminaban a media tarde y me iba a la ciudad. Me iba sola o con un amigo. Siempre sola o con ese único amigo, si fui con alguien más, alguna vez, fue porque no hubo otro remedio.
A la vuelta no leía, me gustaba ver por la ventana los barrios periféricos de Holguín, las calles sin asfalto, la gente en los portales, otras formas de vida, hasta que la guagua se detenía a dos cuadras del parque Calixto García y me bajaba para meterme en un café.
En esa época, el noventa por ciento de mi tiempo sucedía alrededor de una mesa de café, ya fuera leyendo, fumando o conversando. En la mesa estaban sentados siempre muchos amigos: poetas, fotógrafos, periodistas y escritores. Yo era la menor. La niña querida.
Me pagaban innumerables tazas de café, me regalaban libros, me prestaban libros que yo no les devolvía; y si yo llegaba y no había silla, alguien se ponía de pie y me la cedía con un cariño genuino.
Un café costaba un peso con veinte centavos, un café cubita en una taza blanca, y había aire acondicionado, paredes negras, Sinéad O’Connor y Led Zeppelin en una pantalla. Y uno podía pasarse allí toda la tarde. Luego oscurecía y los que no se iban al periódico a entregar una nota procrastinada, volvían como yo, a sus casas.
Holguín a las siete de la noche tenía un color azul brillante y olía a pizzas, alcohol, a gente perfumada que salía de sus casas rumbo al parque y a las iglesias o discotecas; me saludaban constantemente, en cada calle al menos dos personas agitaban su mano y decían mi nombre.
A las ocho llegaba a mi casa, lugar que podía ser la casa de mi abuela, la casa de mi madre, o alguna renta que tuviera en el centro de la ciudad. Me daba una ducha larga y encendía un cigarro Ice, que fumaba religiosamente mientras hacía mi comida preferida: pastas.
Fueron mis años de pastas italianas.
Hay un cuento de Haruki Murakami que se titula «El año de los espaguetis» y que a menudo releo para recordar mis tiempos de estudiante en Holguín. El chico del cuento y yo hacíamos lo mismo: en una olla donde bien podía hervirse un perro pastor alemán, hacíamos montones y montones de espaguetis. Solo que yo, a diferencia del chico del cuento, no tenía un temporizador de cocina, y en ocasiones las pastas me quedaban demasiado blandas y con la Vita Nuova encima y el queso blanco que rayaba con prisa se veían, ahora que lo recuerdo, un poco tristes.
Me ponía un vestido, tenis de running y me iba a algún parque. ¿A qué? Quedaba con un grupo de amigos para tomar vinos baratos, quedaba con un chico con el que salía, quedaba con alguien para desandar las calles y los parques conversando sobre libros hasta que eran, Dios mío, las tres de la madrugada y yo comenzaba a bostezar.
Fueron muchos los amigos que tuve en Holguín, y haber vuelto a una ciudad en la que ya no estaban me hizo recordar ese tiempo. Siempre he querido escribir sobre aquellos años. Pero, ¿cómo se meten en un texto todos mis vestidos negros, la sonrisa de E. cada vez que me veía llegar a su casa, los ríos sucios que yo miraba desde los puentes, pidiéndole al agua negra, estancada, irme de esa ciudad a un sitio donde pudiera contar las historias que yo quería? ¿Cómo se meten en un texto todas esas madrugadas hablando de poemas y riéndome a carcajadas de cualquier cosa mientras esperaba que una guagua pasara, que los años pasaran para poder irme de allí, para estar lo suficientemente lejos alguna vez, para escribir, quizá, sobre todo aquello? ¿Cómo se meten en un texto unos espaguetis que no se hervirán nunca para comérselos con aquellos amigos que llegaban tocando a mi puerta, pidiendo un poco de agua, un libro, café…?
Repito, casi de memoria, unos versos de Jorge Teillier: «Me despido de los amigos/ en quienes más he confiado: los conejos y las polillas,/ las nubes harapientas del verano,/ mi sombra que solía hablarme en voz baja».