LA HABANA, Cuba.- Cada 20 de octubre, por conmemorarse la primera vez que se entonó públicamente el himno nacional (en Bayamo – 1868), “La Bayamesa”, de Perucho Figueredo, se celebra en Cuba el Día de la Cultura Nacional.
Solo que la cultura que se homenajea es la que los mandamases comunistas aceptan y tienen por tal, la oficial, incluidos bodrios y panfletos. La cultura del “todo dentro de la Revolución”, la que excluye a exiliados y disidentes. La secuestrada por el castrismo para utilizarla como escudo y lanza, pero no de la nación, como suelen repetir, sino de la dictadura.
Una cultura que privilegia a Juan Almeida, Miguel Barnet y las memorias de cualquier general de las FAR sobre Cabrera Infante; a Eduardo Torres Cuevas y Eusebio Leal sobre Fernando Ortiz; a la Colmenita sobre Virgilio Piñera, a Silvio sobre Lecuona, a Sara González sobre Celia Cruz y Olga Guillot, y poco falta para que a Bebeshito sobre Benny Moré.
Es una cultura que aún no ha restañado las heridas del Decenio Gris, cuando los comisarios, a fuerza de prohibiciones y ostracismos, arrasaron con el arte cubano en su intento de encasillarlo dentro de los cánones del realismo socialista.
Pero no se puede culpar solo al realismo socialista y sus ejecutores, los comisarios castristas, de las mistificaciones e idealizaciones en la cultura cubana, que han sido numerosas y se iniciaron siglos antes, incluso antes de que se formara la identidad nacional.
Sucede por ejemplo con los grabados de Landaluce, que, de tan idílicos, casi que hacen sentir añoranza por los tiempos coloniales y la esclavitud. Y qué decir del siboneyismo de los poetas Plácido y José Fornaris, que idealizaron la sociedad primitiva de los aborígenes que había sido aniquilada dos siglos antes por los conquistadores españoles.
Esa visión romántica e irreal fue seguida con entusiasmo por los criollistas Eduardo Sánchez de Fuentes, Gustavo Sánchez Galarraga y otros, que se apropiaron de los bohíos, no para reflejar la dura realidad de los campos cubanos, sino para que sirvieran de fondo y ambientación a cursis poemas y canciones, como aquello del “amor de mi bohío” y “la manito blanca que me dice adiós”.
Fue similar a lo que sucedería posteriormente con los solares y cuarterías de La Habana, convertidos gracias al cine y a los videoclips en templos del baile, la rumba, la sensualidad –preferiblemente mulata y negra– y la gozadera, y no en los deprimentes almacenes de gente paupérrima, marginales y náufragos de la sociedad que realmente eran y todavía son.
De las mistificaciones y las idealizaciones más o menos interesadas no escaparon los escritores de Orígenes, con su visión teleológica-católico-burguesa de lo que creían debía ser Cuba.
Paradiso, de José Lezama Lima, es un monumento de novela, pero se hace distante de la realidad a fuerza de tanto intelecto y sofisticación. Su protagonista, José Cemí, es tan representativo de un cubano de La Habana como lo sería de un norteamericano de New Orleans el Ignatius Reilly de “La conjura de los necios” de John Kennedy Toole.
Gran parte del arte cubano de hoy está poblado de símbolos falsos, como los barquitos de Kcho. Han sido creados por artistas que perdieron el contacto con la realidad y que, por conveniencia, cobardía o escapismo, rehúyen encontrarlo.
Así, con tanta realidad adulterada, en medio del desmadre nacional de hoy, como ya la hagiografía castrista-revolucionaria no vende mucho más allá del marketing relacionado con Che Guevara, hemos llegado a la colorida postal turística en la que nos han convertido con destino al exterior.
Ahora, lo que más se conoce de Cuba en el mundo es lo que se promociona: las playas, el ron, los habanos, el sexo barato, la música de reparto, la santería folklórica de utilería; los carros americanos antiguos con partes rusas y chinas en sus entrañas; La Habana Vieja con colorete; las ruinas que ciertos turistas se apresuran en visitar “antes de que caiga el comunismo y todo cambie”, como tienen la cara de confesar ciertos zoquetes, convencidos como están de nuestra virtuosa resignación a subsistir eternamente miserables, en la indigencia, pero contentos, prestos a divertirlos. La imagen que nos crearon y que aceptamos, tan ocupados como estábamos en sobrevivir a los experimentos castristas.
A pesar de todo ello, la cultura cubana, la verdadera, en la Isla y dispersa por el mundo, resiste y sobrevive.