El policía que ultrajó el orden y la ley en un monte oscuro


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(Ilustración: Alejandro Cañer)

Creo que muchas de nuestras fantasías sexuales son congénitas. Por eso no recordamos desde cuándo las tenemos. Otras nacen un día, por una película o por un cuento que te hace una amiga.

Una de mis fantasías, de las más insospechadas de mi adolescencia, fue culpa de Amir Valle. ¿Quién lo mandó a narrar magistralmente en «Habana Babilonia»? Páginas enteras leyendo anécdotas de putas, pingas y bollos.

Recuerdo muy detalladamente la escena de una puta con dos policías. Ellos se iban a singar a la mulata, y terminaron dándose cabilla entre ellos mismos. Eso explotó mi cabecita. El bebé que yo era se imaginó en medio de aquel trío entre jineteras y policías, y se lo ha seguido ideando muchísimos años después. Imaginó tanto singarse a un policía que se le apareció en sueños húmedos. Y a veces, sueñas tanto con una cosa que la vida decide recompensarte.

Corría el año 2015, y el Cotorro era un sitio dinámico y parrandero. Ese año se dieron más puñaladas que en cualquier otro año, pues los ambientes pueblerinos se alebrestan con la primera provocación repartera. El Cotorro tuvo su momento de ser un sitio totalmente indeseado para mí, pero eso no impidió que las pájaras fuéramos en bandada a darlo todo en las plazas públicas.

Nosotras conocíamos a cada delincuente del municipio. Los pájaros saben más de que muchos presidiarios. En su mayoría han sufrido prisión y violencia más que cualquier otra minoría. Por eso los verdaderos «delincuentes» en realidad no son homofóbicos.

Yo tengo amigos abakuás, que me saludan respetuosamente. Les he oído elogiar los principios morales de nuestra comunidad. Bajo el peligro de caer en herejías peligrosas hallando similitudes entre estos dos grupos tan distintos, debo decir que hay muchas cosas que nos unen. El valor es uno de ellos. Los pájaros y los abakuás no temen a la mayoría de las circunstancias.

Otra cosa es el respeto. La calle enseña a establecer normas personales de respeto, y los que las enarbolan admiran a quienes también se hacen respetar. De hecho, los abakuás suelen respetar un poco más a los pájaros estridentes y claramente pájaros, que a los raros y no definidos. Otra cosa que nos une es que ambos detestamos a los agentes policiales. Es un odio común. Y de paso, los abakuás valoran que los pájaros no se intimidan ni por prisiones ni por violencias, al igual que ellos.

En ese punto, debo decir que ambos grupos solemos conocer los policías de nuestras zonas y municipios. «Este es un pesao, pero fulano es más relajao y no está en na’». Por eso, cuando llegó R. al Cotorro, muchos de nosotros, de ambos grupos, supimos que era nuevo en la zona y en la misión.

R. apareció en una fiesta pública como parte del despliegue policial que se disponía para proteger las celebraciones de cualquier desorden. Pero R. era diferente en muchas cosas. R. era risueño en todo momento. R. era el policía más galán que este pájaro ha visto en su vida.

Por eso la primera vez que lo vi me quedé muerta. Alto, altísimo, R. era habanero, a diferencia de sus compañeros. Entallaba su uniforme de tal forma que su físico precioso y equilibrado se exponía claramente en ese azul opaco. R. caminaba con el swing y la guapería de un centrohabanero.

Cuando las pájaras nos situábamos en la periferia de las plazas, lo veíamos posado sensualmente en el costado de su patrulla, con sus brazotes cruzados a veces o una mano en las inmediaciones de su pinga.

R. destilaba más sex appeal que nadie. Si no hubiera sido policía, solo le quedaban un par de profesiones como opción: bombero o modelo.

El brete y desorden público de la pajarera municipal fue alrededor de R. desde su llegada. Todas fantaseábamos con él. Y en la relación que tenemos los policías y los pájaros, relación madura de amor-odio, los pájaros suelen a veces incluso joder con los guardias, y los guardias suelen también reírse de nosotras.

Lo mismo pueden conducirnos a la estación por cualquier borrachera o acto impropio que darnos chucho por un vestido descarado. Han ido matizando su homofobia y terminando por aceptar que aparecemos en cualquier sopa.

Primero supuse que R. era más fluido en sus jaranas con nosotras por ser precisamente habanero. El habanero común es guapo, pero es una bachata. Jodedor, alardoso y narcisista. Pero luego de varios sucesos, entendí a qué se debía su jovialidad con las pájaras. Un día, una de las nuestras trajo la primicia: «¡Niña, me lo metí!»

 Shock total para mí. ¡Tenía que ser cierto! Si la que lo dijo hubiera sido otra, tendríamos que dudarlo. Pero quien trajo la buena nueva de gran gozo, fue una que no mentía ni inflaba. Demasiado lindo para no ser bugarrón. Luego de este gran aporte, todas las pájaras del municipio tuvimos el mayor catalizador para nuestra rutina. ¡Era posible singárselo! ¡Era bugarrón y estaba dispuesto a singar! Todas lo establecimos como una meta impostergable.

Las más femeninas fueron las primeras en probar al blanconazo. Todas en parajes diferentes, pero en condiciones similares. Tarde en la noche. En las oscuridades del campo cotorrense. Tras las salidas de fiestas públicas o en una noche cualquiera de patrullaje suyo o nuestro.

Yo estaba un poco frustrada y desconsolada. Yo no me travestía. Yo no «daba» mujer. Yo era un pájaro macho. Los bugarrones como R. eran fanáticos a las más femeninas. Pero yo tenía mis mañas, y una fe en ellas que no me cabía en el pecho. También tenía una gitana que me concedía milagros de vez en cuando.

Una noche le tocó patrullar. Una noche de fiesta pública. Yo tomé hasta el cansancio de cuanto ron se compró. Él llegó a la fiesta y se acomodó en su patrulla, tal como lo describí arriba. Aproveché el camuflaje al que suelo recurrir para mis conquistas. Si necesito cazar a un pájaro, guardo un poco de mi plumaje. Si le voy a un bugarrón, saco el cuerpo de Madame Caridá. De tal forma bailé en esta fiesta que logré asegurarle que yo era una hembra más. La festividad terminó, y para mí había sido solo un pavoneo infructuoso, de los que no harían sucumbir a R.

Salí de allí y merodeé las zonas aledañas. El seguía en su patrulla acompañado de otro policía. «Otra vez más que será en vano», pensé. Me fui. Emprendí mi caminata en plena madrugada hacia la casa del pájaro con el que tenía una relación loca.

El camino era largo y oscuro, y a mediación había un albergue de policías. Yo en realidad no tenía la seguridad de que él dormía allí. Nunca lo había comprobado. No obstante, cuando pasaba por delante, aminoré el paso, y entonces mis ojos se volvieron a enamorar. En su pantalón azul oscuro, sin camisa, R. estaba sentado en un banquito exterior fumándose un cigarro. Lo miré detenidamente. Caminé como quien no quiere caminar. Me vio. Sin apartarle la vista, y mientras él me observaba, me partí lo más que pude.

Me acordé de Reinaldo Arenas cuando narraba que a los pájaros los ponían a caminar delante de los policías para definir si en verdad eran maricones o no. Él lo pudo definir concretamente.

Cuando ya estaba casi al perder el ángulo donde mis ojos hacían contacto con él, me detuve y hurgué en mis bolsillos. Saqué un cigarro. Lo llamé con la mano, delicadamente, mimificándole un «ven acá, por favor». R. se paró y se llegó a la puerta. Con voz y maneras de mujer excitada le pedí que me dejara encender. Sacó su fosforera y la prendió él mismo.

―Gracias, oficial.

―De nada, y cuídate por ahí que eso está oscuro con pinga.

―Tranquilo, que yo no le tengo miedo a la oscuridad.

Sonrió como un modelo de Christian Andrew, y yo meneé la cabeza con toda la picardía que conocía. Seguí caminando, cada vez más lento, y giraba mi cabeza cada un segundo y medio, buscándole, pidiéndole con mis miradas que me siguiera, que me diera el honor de mamarle esa pinga que tanto estaba dando de qué hablar.

Él seguía parado ahí, y me seguía con la vista. Yo dije, «es ahora o nunca». Unos metros más adelante, había una prometedora entrada a la izquierda, y al final, esto lo conocía de fechorías anteriores, había un paraíso rural para coitos prohibidos. Singar allí y ser descubierto implica una multa o arresto por actos impúdicos.

Antes de llegar a la entrada, me detuve, y lancé hacia él, que ya estaba a unos 20 metros de mí, pero mirándome también, mi última súplica. Doblé izquierda: «Si está pa’ algo, me va a seguir».

Avancé unos metros en el terreno oscuro y me situé en un punto no tan lejano. «Esperaré unos minutos, y si no viene, con toda la vergüenza del mundo me iré». No llevaba ni un minuto cuando apareció, a pasos prudentes, con un pulóver blanco de faena en el torso. Caminé buscando un fondo más oculto y especial para el desorden. Él, muy precavido y dispuesto, me siguió.

Cuando llegó no se habló mucho. Sacó del pantalón una pinga recta y ortodoxa como la disciplina militar exige a estos sub oficiales, y la dio a mamar. Yo la traté como se trata a un invitado especial.

―Párate, Mami ―acaté la orden.

―¿Tienes condón? ―prudente el loquito.

―Sí, Papi ―saqué de mi billetera un condón marca Vigor.

Pónmelo, anda ―con la boca lo puse, como Dios manda.

El resto es previsible.

Esos 20 centímetros hallaron en mí un hogar. Los disfruté como he disfrutado pocos. Singamos con la adrenalina y la urgencia de los presos que huyen, la de los delincuentes perseguidos por la justicia.

El orden y la ley fueron sacramente ultrajados en un monte oscuro. Fue una derrota para el machismo que simbolizan los militares. R. me dio su leche con la misma disposición con que me hubiera esposado, y yo le di mi cuerpo con la misma voluntad con la que le hubiera dado un hijo.

Así viví, después de tanta lectura infantil, mi propio capítulo de «Habana Babilonia»

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