El desafío de salir en licra: Clasismo, transfobia y sexismo en los bares de La Habana


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(Fotos: María Lucía Expósito)

Hay muchos tipos de pájaros. Hay tipos de lugares para cada tipo de pájaro. El gay universitario va al King Bar, al EFE o a Pazillo, se toma un Mojito y se emborracha. Baila con David Guetta y fuma cigarros suaves. Ese es su hábitat.

Ahí no cabe la travesti del Parque de la Fraternidad. Ella fuma criollo y toma ron o cerveza, y no le interesa el savoir faire que presume el cuir habanero. El pájaro sabe su sitio, así como el sitio conoce a su pájaro. Cuando se desarticulan estos amores, hasta los porteros y dueños se molestan.

El Bar Pazillo me dio la luz. Ese día fui casualmente vestido de mujer, y lo que pasó allí me impulsó a travestirme para mis próximas salidas. Ya llevaba más de 30 minutos conversando con mis amigas y todavía no podía sacar de mi cabeza varios detalles sobre el trato que tuvieron conmigo al entrar. Menos aún entendía que hubiese sucedido en un «Miércoles Pride».

El miércoles en el Bar Pazillo, ubicado en 5ta y 6, Vedado, es el día de los pájaros, aunque los pájaros que van a Pazillo no lo dicen así porque no suena con clase. Lo dicen más como que el «miércoles en Pazillo es prair».

Es nuestro día, como nos dicen los meseros heterosexuales. Como si fuéramos una especie que solo puede ser tratada bien una vez a la semana, y solo se le permitirá besar a su novio sin ser mal visto por los pazilleros un miércoles en la noche.

Cuando llegué, el sujeto a cargo de la seguridad me miró de arriba abajo con muy poco agrado. Cambió la vista y siguió conversando con otro hombre a su lado. Yo estaba parado a la entrada, y miraba al portero como para que entendiera que estaba solicitándole entrar. Pero él, nada.

Di las buenas noches, llamando su atención, y ni siquiera se me respondió. El portero me volvió a mirar y me dijo: «espérese un momento». Terminó toda la conversación que tenía con el otro. Sentí que quería que yo me fuera, y que su estrategia de ignorarme tenía este objetivo.

―Sí, buenas noches, ¿qué desea?

―¿Que qué deseo? ―pensé―, ¿cómo que qué deseo?

Mi expresión fue bastante legible así que trate de contener mi desagrado al hablar. Tambaleé la cara y se lo dije casi cantando: «¡entrar!». Él se quedó en silencio, y yo ignoraba el porqué.

No entendía por qué ese hombre no acababa de alzar la dichosa soga dorada de la entrada. Solo me miró. Vi a mis amigas unos metros delante de mí, y en ese mismo momento el portero me preguntó si alguien en el local me estaba esperando.

―Sí, ellas ―respondí.

 Cuando el portero vio a las muchachas, se le notó remordimiento en el rostro.

―Ah, ok, ok ―dijo, sonando a disculpa―, viene con las muchachas. Pase y que tenga buenas noches.

Hoy pienso que, si nadie llega a estar esperándome, probablemente no hubiera podido entrar.

Una de mis amigas decidió poner el queso en la trampa. Fue hacia el muchacho de la puerta. Le inventó que estábamos esperando a unas amigas travestis, y les preguntó que si ellas podrían entrar.

―Por supuesto, solo tienen que saber comportarse.

Le pregunté a la periodista Mel Herrera, que llegó minutos después, si alguna vez había tenido ese tipo de problemas en Pazillo y me dijo que no. Pero Mel, que es una mujer trans, no se veía ni se ve como la bandolera que parecía yo esa noche.

Una licra ajustadísima con rayas blancas y negras, unos zapatos altos, gangarrias en exceso y maquillaje exótico, fueron la carta de presentación. Mi ropa era barata. Elaborada y sensual, pero barata. No parecía una pájara serena.

Sucede en estos sitios que se asume la correlación entre el precio de una blusa y la cantidad de malas palabras que le caben. Como si un pantalón de marca no pudiera hacer más papelazos que una licra de 300 pesos.

Olor a detergente americano

Estuve 2 miércoles más yendo al Bar Pazillo. La muchachita del baño terminó permitiéndome entrar al servicio de las hembras, y los porteros continuaron mirándome escépticos. Pero yo buscaba más información entrelíneas que las declaraciones de fuente alguna.

Ahí estaba Félix, la anfitriona y animadora del lugar, de la que terminé haciéndome amigo. Félix es un suceso que ocurre en la Tierra cada unos cuantos siglos. Es como si estuvieran, en una misma reencarnación, una reina británica y una mulata cabaretera. Félix es la luz de los «miércoles prair» de Pazillo y de los sábados LGBTIQ+ del Bar Fajoma en La Habana Vieja.

Pero en mi observación no me interesaba en realidad Félix. Tampoco las calcomanías multicolores que entregaba a los visitantes para la tan esperada rifa final.

Me urgía conocer qué tipo de pájaros y no pájaros visitaban ese lugar, cuáles no lo hacían, y fundamentalmente los por qué.

Los cuerpos que bailan en Pazillo traen ropa con olor a detergente americano. El pelo va cuidado por un buen shampoo y un mejor acondicionador. Se visten holgados o apretados, clásicos o descuidados, pero con ese sello distintivo que expresa que pertenecen a clase alta o media alta.

Siempre la gente de clase alta se ha sentido más cómoda con sus iguales. Por eso se sonríen cortésmente entre sí y se piden disculpas si no oyeron bien una palabra de su interlocutor. Por esa misma razón, también, me observan prevenidos y recelosos.

Mi outfit no compagina con el lugar, porque mi outfit es de pajarita trans del Parque de la Fraternidad. La estela que riego es la de un pájaro pobre y atrasado, probablemente técnico medio y sin padre en el extranjero.

Deben haberse preguntado de qué forma logré pagarme tres screwdriver seguidos a 200 pesos cada uno. Yo los analizo y los investigo, me acerco y les pregunto. Pero sus ojos inquietos me preguntan a mí qué tipo de pájara es esta que vino a su jungla impoluta.

Un grupo de actores tiran su pasillo hasta desarmarse. Finalmente descubro que una chica, entre ellos, es la que ha corrido con todos los gastos.

―Como tú comprenderás, mi salario en el Trianón solo me da para venir una vez al mes, justo cuando cobro.  A mi amiga sus padres le mandan dinero del extranjero y hoy nos invitó a todos ―me cuenta uno de los actores.  

En una esquina del bar distingo a Eddie Suárez. Eddie es actor y realizador de la popular serie juvenil «10 Latidos x Segundo». Me comenta que ha visitado por primera vez el bar y le ha encantado. Me dice que lo mejor del lugar «es el ambiente y la gente que lo visita».

En Pazillo hay cubanos acabados de regresar de Rusia y extranjeros acabados de llegar a Cuba. En 3 visitas he visto muy poca gente negra, y eso también me deja pensando.

La última de las 3 noches fue dedicada a las personas trans, y solo vi una entre los clientes. Un muchacho fue contratado para travestirse como parte de la animación, y en el show una transformista hace un tema de Malú y otro de Whitney Houston.

Mientras esto sucede, yo pienso en mis amigas pájaras negras que se sientan con sus piernas abiertas y fuman un cigarro tras otro. Me las imagino haciendo arqueadas por la superficialidad que trasmiten aquellos cutis pulidos.

Pienso en la maniobra de los dueños de estos locales de reservarse el derecho de admisión. Pienso en cómo muchos pájaros son mal mirados en la puerta por su forma de vestir, y a veces incluso cómo son expulsados o maltratados en estos sitios.

Miro mi bandera multicolor ondeando en la lujosa entrada del Bar Pazillo y pienso en que, cada vez que separan así a mi comunidad, es como si le arrancaran un color a la bandera gay.

Una pájara extraña

En el King Bar estaba Félix el último sábado en que fui. El frío desolador de esa madrugada de enero dejó a las pajaritas bajo sus sábanas, y prácticamente nadie le asistió a la noche LGBTIQ+ en el Fajoma. Por eso arrancó con sus amigues hacia el King Bar.

Eran las 12 y tantas de la madrugada y yo estaba sentada en la barra tomándome mi habitual vodka con naranja. Yo era una mujer con licra y pelo rubio, y Félix me llamó diva. Y sí que yo me sentía así. Ya no me importaba haber sido mal mirado por la seguridad del local en la entrada. No me importaba que me hubiesen escaneado visualmente, buscando un motivo para no dejarme pasar. Esa noche quería que no me afectara eso.

En la barra, me pagué solo un screwdriver. Los 3 siguientes vinieron de mano de un apuesto cubanoamericano treintañero, agradeciéndome por haber sacado a bailar a su esposa con Alexander Abreu.

El trigueño amablemente me sonreía, y yo trataba de ser lo menos sata posible. Un poco más difícil me fue con los dependientes y cantineros. Todos estaban hechos a mano, por pedido. Todos medían más de 1.80, y sus brazos musculosos estaban tatuados con tribales y dibujos. De ellos no recibí nunca una mirada despectiva o temerosa, solo investigativa.

Del King Bar me llevé varias cosas. Muchas de las personas que frecuentaban Pazillo estaban ahí. Otras también. muy similares a las primeras. Traían las mismas caras perfiladas y sus zapatos de una sola puesta. También llevaban en la mirada el recelo para conmigo, la alarma inconfundible de que una pájara extraña se les había colado en su atmósfera armoniosa.

Yo seguía pensando en mis pájaras que buscan negros que les den cabilla toda la noche. Miraba nuevamente a los cantineros y sabía que esos blancos resueltos no serían de su preferencia. ¿Por qué en King Bar no había un solo dependiente negro?

Entregué mi último vaso vacío. Soporté tener que entrar al baño de los hombres nuevamente y me fui a la pinga. Sí, porque así es como lo pensé y cómo lo dije en alta voz al salir del baño.

Un accidente

Las licras y pantalonetas apretadas seguían siendo la opción en esta misión de exponer el clasismo y la transfobia propios de estos lugares pijos de La Habana. Por eso, en la noche del domingo 13 de febrero, supe que debía ser más pájara que nunca, al menos si no en el vestir, en el comportamiento.

A Lucía y a Melissa las recogí en Jesús María, y en un taxi llegamos al HipnotiQ Bar, ubicado en 27 y 30, municipio de Playa.

La entrada de los hombres era libre de costo hasta las 11 pm. La de las mujeres, toda la noche. Este privilegio es un lugar común en las narrativas de los bares y discotecas, y detrás del privilegio se esconde un machismo peligroso que las trata como producto.

Una vez adentro me asombró lo bello del lugar. La gente reservaba una mesa a un precio escalofriantemente caro, y el servicio incluía una botella de whisky y refrescos o energizantes. Rápidamente me percaté de que este lugar parecía ser mucho menos inclusivo que los anteriores. Mi pajarería era llamativa tanto para clientes como para trabajadores.

En el baño pasó igual que en los demás sitios, solo que en este se sumó el hecho de que solo había espejo en el de las mujeres. Yo necesitaba retocar mis ojos y mis labios, y la cuidadora solo me pidió que no me demorara.

―Mami, si no el de la seguridad me regaña a mí ―me dijo.

―¿Pero ya tú me viste bien? ―le pregunté―, ¿viste como estoy vestida?

Ella levantó sus hombros y me dio a entender que no podía hacer nada. Me dio un poco de lástima.

La noche avanzó para los pocos que estábamos allí y el alcohol subió. Fuimos entrando en calor y nos sobraron los abrigos. La música se intensificó, y nos sobraron los tacones, las puyas y los tenis. Yo, junto a mis muchachas, y junto a otras muchachas en el bar, gozábamos descalzas el undostrés del casino, al compás de Jorge Yunior y Los 4. Después de la salsa, quise fumarme un cigarro, por lo tanto tuve que salir.

El Bar HQ está preparado para hipnotizarte con sus luces de neón azules y los precios de las reservas. Un pequeño lobby separa el salón principal de la entrada. Fue ahí donde me orientaron regresar y ponerme los zapatos. Contrariado, acaté los encargados de la seguridad. Me fumé el cigarro y entré, no sin antes recibir una alerta que no demoré en contestar.

―Que no pase más…

―¿Que no pase más qué?

―Los zapatos, que no vuelvas a salir sin zapatos.

―Hermano, allá dentro estamos muchos sin zapatos, y han salido a fumar así mismo, ¿por qué nada más me has regañado a mí? ―reclamé.

―Porque las únicas que pueden salir sin zapatos son las mujeres.

―¡¿Cómo?! ¿Por qué solo las mujeres? ―casi grité.

―Porque andan en tacones.

―¿Y yo, porque no ando en tacones no puedo salir descalza?

Él me miró un poco confundido por el uso del género femenino, y no respondió mi pregunta. Me pidió que entrara.

Regresé insultada al local. Éramos los únicos que no habíamos reservado mesa. Mi grupo era el único que no asistió con la idea de gastar de cinco 5.000 o 10.000 pesos, y quizás esa era la razón de la desconfianza de algunos dependientes.

En una noche con poca asistencia, éramos los que habíamos entrado en la oferta que los jefes menos deseaban. Pero ahí estábamos, y mis amigos intentaron hacerme bailar para que yo olvidara los malos tratos.

Pero la noche me dejó para el final una última sorpresa. Ya mi borracha Lucía se había resbalado en una ocasión mientras bailaba. La seguridad del local la había ayudado a pararse amablemente, con sonrisa jaranera incluida. No pasaba nada. Son cosas que suceden.

Ya otra muchacha que no venía con nosotros había roto un vaso. A esa hora, ya se había barrido el espacio y el muchacho nos había orientado ponernos los zapatos para que nadie se hiriera. 2 mujeres, 2 accidentes, 2 disculpas, 2 «no pasa nada».

Tuve que resbalarme yo, y accidentalmente poner una mano sobre una mesa, para ser tratado como fui.

El mismo agente de seguridad de la sonrisa perdonadora, vino con la hoz en la tesitura y un entrecejo guerrero.

―Fue un accidente ―me lamenté.

A fin de cuentas, esta vez no se había roto nada. En verdad, no había pasado nada, o eso creía. Pero si había pasado algo. El pájaro estridente había dado un motivo para un regaño, una rendija por donde pudieran dejar escapar un poco de homofobia y de sexismo.

El muchacho de la seguridad, alto y fuerte, imponente como en ningún otro momento de la noche, puso su cara más ruda y me susurró amenazante al oído: «Que no vuelva a pasar».

Estallé. Merecía estallar. Quizás lo hice porque muy dentro soy una pájara del Parque de la Fraternidad y no una cuir pálida de Iphone XR y cenas en el Habana Libre. Pero creo que no merecía ser tratado, o tratada diferente de una mujer.

No creo que ellas merezcan más privilegios que los hombres como tampoco los hombres más que ellas. No creo que ninguno de los grupos, hombres, mujeres, trans, gays, tortilleras de MLC, pajaritas artificiales, pájaras de paradas, ni mariconas de potajeras, deben perderse ningún rastro de la amabilidad humana, ni ganarse un milímetro de derecho que no les toque originalmente como los seres humanos que son.

«Saber comportarse»

Terminaron echando del Bar HQ a un chico. Venía en el grupo de la borracha que destrozó el vaso. Ella pudo seguir bailando, quizás por ser mujer, pero a él le tocó pagar con su expulsión el vaso roto.

Recordé en ese instante las palabras del agente de seguridad de Pazillo: «Pueden venir, solo tienen que saber comportarse». Y yo me pregunté, ¿las pájaras de parque de la fraternidad somos las únicas que supuestamente no sabemos comportarnos?

Recibí disculpas de los empleados del Bar HQ, es cierto. Observé su aprehensión a los señalamientos sobre homofobia, transfobia y machismo que les expuse. Prometieron conversar estas contrariedades en su próxima reunión, de la misma forma en que se comprometieron, como adolescentes regañados, en erradicar estos problemas.

Pero lastimosamente la sociedad cubana no se va a arreglar en una reunión. El machismo, la transfobia y el sexismo están arraigados en la piel cubana, y arrancárselos costará tanto o más que quitarme a mí una de las licras que llevé puestas en todo este recorrido.

Comments (1)

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    Dami Fers

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    Que desafortunado este texto. Más allá de la crítica social y el “activismo” de trasfondo, supone un testimonio de persona queer empoderada que expone sus puntos de vista de manera frontal y con un lenguaje que quiere ser coloquial y cercano, pero que termina rayando casi en lo zoes y lo arrabalero. No creo que sea este el mejor tópico/ lenguaje/narrativa para conquistar espacios LGBTI+

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