Laura Huertas Millán
Laura Huertas Millán (FOTO Renato Cruz Santos)

La visita de la realizadora colombiana-francesa Laura Huertas Millán a la Escuela Internacional de Cine y TV (EICTV) de San Antonio de los Baños, invitada por su Cátedra de Documental para impartir clases, me propició la posibilidad de completar un viaje, iniciado hace breves años en el Festival de La Habana, a través de las imágenes y sonidos generados por esta creadora.

La libertad (2017) y El laberinto (2018) fueron proyectadas en espacios alternos del festival cubano dedicados al cine experimental, a la búsqueda inconforme de maneras, formas y discursos audiovisuales, justo en la frontera entre el cine que ha sido y el cine por venir.

El visionaje de estas dos primeras obras, y luego del resto de su catálogo fílmico, exhibido durante dos noches en salas de la EITCV –complementados por comentarios de la propia directora– me permitió precisamente divisar a una autora colocada en la inconformidad, en la discusión con molduras culturales generadas desde los mismos albores de la colonización de América, y elevadas durante centurias a la dimensión de arquetipos, bien enraizadas como perspectivas axiomáticas.

Sus obras han sido proyectadas en preeminentes plataformas cinematográficas como los festivales internacionales de cine de Toronto (TIFF), Rotterdam (IFFR), y Nueva York (NYFF), la Berlinale y Cinéma du Réel; con premios en el festival de Locarno, FIDMarseille, Doclisboa y Videobrasil. El centro Pompidou y la galería Jeu de Paume, ambas de París, el Museo Guggenheim de Nueva York y el Times Art Center de Berlín también han acogido sus propuestas, desafiantes como son de las predisposiciones de la mirada, los reflejos condicionados, la concepción del mundo a imagen y semejanza de Occidente.

La oportunidad para entrevistar a Laura Huertas Millán, para ahondar en sus concepciones, posturas y prácticas creativas no fue desaprovechada.

¿Te consideras una realizadora poscolonial? ¿Es el tuyo un cine poscolonial?

No me considero una realizadora poscolonial simplemente porque en nuestros contextos latinoamericanos la verdad no veo lo poscolonial. Lo que sí veo son neocolonialismos, extractivismos, bloqueos, formas de colonia que nunca terminaron, mestizxs que se ven a sí mismos como blancxs, como europexs… Me considero como una cineasta de la diáspora colombiana, o sea, latinoamericana, y perteneciente a una minoría en Francia. Siento que mi cine es uno que pertenece tanto al Sur global como a una Europa multicultural que lidia también con los vestigios de sus imperios pasados y presentes.

¿Pudiera decirse que en películas como Viaje en una tierra otrora contada (2011) y Aequador (2012) deconstruyes la visión (extrañada, pintoresca, alienadora) de la mirada occidental sobre América Latina?

Sí, de hecho, esas dos películas surgieron de una reflexión en torno a la noción de exotismo y desde mi propia experiencia como inmigrante en Francia. Viviendo en carne propia la violencia de tener una identidad asignada y potencialmente criminalizada –inmigrante, siempre con el riesgo de estar sin papeles–, cohabitando con la violencia cultural francesa, racista, autocentrada en la fantasía de la hegemonía de su imperio perdido. Al haber inmigrado sin patrimonio económico alguno, y sustentándome sola desde los dieciocho anos, llevando conmigo los fantasmas de las guerras de mi país de origen, en Francia la opresión de clase que ya llevaba conmigo se racializó, en el sentido que me volví otra, no solo de clase social media baja, sino también me volví pantalla de proyección de la latina exótica, sexualizada desmedidamente, asignada a jugar el rol de una mujer de ficción.

Estos temas empezaron a hacer parte intrínseca de mi trabajo, tal vez como un modo de supervivencia, para entender mejor en donde estaba parada, quien era en ese momento. Obras como el Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade, o la película Como era gostoso o meu francés (1971) de Nelson Pereira dos Santos, o el cine de Apichatpong Weerasethakul me marcaron profundamente. Empecé a reivindicar una cierta tropicalidad en mi trabajo, no necesariamente un autoexotismo, sino más bien el hecho de estar conectada visceralmente con otra latitud distinta de la francesa, de haber crecido en otro contexto, tener una imaginación profundamente arraigada en las ecologías colombianas y una cierta “herida colonial”, como lo llama Walter Mignolo. Y mirando la ecología surgieron esas películas.

El libro de Mauricio Nieto Olarte, Remedios para el Imperio: historia natural y la apropiación del Nuevo Mundo, en el cual el autor traza la expropiación agrícola colonial a partir de las expediciones botánicas, fue un detonante de Viaje en tierra otrora contada. Las intuiciones alrededor de la construcción de lo exótico en torno a las figuras vegetales, que llevaba ya un rato estudiando en los jardines botánicos franceses, cobraron significado político. Se volvieron las huellas de una historia de conquista y expropiación. Eso me llevó a indagar más en los relatos de viaje hacia las Américas durante el periodo de la conquista y de la colonia, y darme cuenta de la actualidad de las fantasmagorías presentes en esos textos. Empecé una critica de esa cultura del mirar a América Latina como mistificación y como subalterna y ese es el esqueleto, por decirlo así, de las dos películas.

Creo que la “artificialidad” de lo filmado en Viaje en una tierra… –sonido construido en posproducción, espacio tan innatural y controlado como un vivero tropical en un país europeo– discursa precisamente sobre lo artificioso del discurso etnográfico y antropológico colonial occidentalista, sobre lo extrañado de la imagen que han construido de América. En El laberinto (2018) veo también esta perspectiva, pero desde la incongruencia de la gran mansión occidental en el espacio selvático, y su posterior destrucción por carecer de capacidad de diálogo orgánico con tal contexto natural y cultural.

Es bonito que veas el hilo que une estas dos películas, que para mí comparten su genealogía. En este proceso de mirar la ecología en Colombia, la historia de las plantas, su taxonomía colonial, empecé a mirar cómo la selva y sus habitantes han sido históricamente denigradxs por el cine. Pienso en los delirios europeos a lo Herzog en la Amazonia, esa proyección neorromántica de la selva como espacio mórbido, naturalizado como el lugar emblemático de la violencia, cuando en realidad la selva en sí tiene su propio palpitar en otra escala, donde el ser humano no ocupa el centro –y tal vez sea esto lo que genera tanta incomodidad.

Empecé entonces a viajar a la selva colombiana, a conectarme con ese paisaje. Mi familia originalmente no es de Bogotá. Como tantas otras familias colombianas, su geografía es el resultado del exilio por la guerra civil, mis antepasadxs vienen del campo. Creo que esa memoria transgeneracional de lo no urbano, de cosmogonías, modos de ser cercanos a los ciclos naturales, incidió probablemente en ese ir hacia el Amazonas como para reconectarme con esos otros modos de ser por fuera de la ciudad.

Desde mi primer viaje al Amazonas conocí a Cristobal Gómez Abel, y ese encuentro en el 2011 me lleva hasta El laberinto, que se acaba en el 2018. Fue él quien me llevó a esa mansión en ruinas por primera vez, exactamente cuando preparaba Aequador, que pone en escena esos ovnis soviéticos exilados en la selva amazónica. Entonces ahí hay continuidad, entre arquitecturas que son heterotopías, que crean la ficción de un lugar dentro de otro lugar.

Cuando hablas de “ficción etnográfica” para calificar tus películas, es posible que busques dialogar, confrontar, contraponerlas a los excesos fabuladores de las “crónicas de Indias”, primeros textos que pudieran calificarse hasta cierto punto de etnográficos y altamente fictivos. ¿O es un nicho de libertad expresiva que te creas para la elucubración?

La “ficción etnográfica” es para mi una manera de plasmar la paradoja en la que estuve en mi práctica entre 2009 y 2018-2019. Durante una década, estuve indagando por los recovecos de una relación compleja con la etnografía –que todavía no tengo del todo resuelta pero que ya acepto mejor en su impureza–. Cuando empecé a hacer películas de “ficción” como Viaje en tierra otrora contada o Aequador, partía de una posición antietnográfica, antiantropológica. Como lo decía anteriormente, una mirada crítica hacia los procesos de taxonomías coloniales que afectaron las plantas y los territorios en las Américas, y también que surgieron como ficciones científicas para aniquilar a sus pueblos originarios.

Estudié los dispositivos de mirada que inventaron al “otro” supuestamente salvaje, a ese otro que exterminar para tomar sus tierras y sus riquezas. Esos dispositivos, textuales (como las crónicas de Indias), pictóricos (sus ilustraciones) y posteriormente fotográficos, me permitieron amasar un cierto número de formas de representar que decidí subvertir o simplemente no utilizar: la mirada del “otro” a la cámara, el encuentro cara a cara en confrontación, la reificación del cuerpo que es mirado, etc. Estos dispositivos de representación formaron y aún forman parte de la etnografía, y en ese sentido mi posición como artista fue asumida antietnográfica en sus principios.

Después de un tiempo de trabajar en estos temas, tuve la oportunidad de trabajar con antropólogxs en el Laboratorio de etnografía sensorial de la Universidad de Harvard. Allí entendí que muchas de las críticas que tenía hacia la antropología hacen hoy en día parte de la disciplina. También me di cuenta de que mi manera de trabajar, de poner en escena el relato, mi manera de insertar lo corpóreo en la relación con quien está frente a la cámara, la investigación e inmersión en comunidades distintas a mi comunidad de origen, son métodos que usan lxs antropólogxs desde hace mucho. Y que la autoreflexividad y la crítica del propio punto de vista están presentes desde las prácticas modernistas de la antropología.

Más tarde, leyendo a antropólogxs del Sur global, entendí que la exigencia de decolonización es parte intrínseca de las etnografías que se hacen por fuera de Europa y de Norteamérica. Y que la ficción, en algunos casos, se utiliza como instrumento de decolonización –Eduardo Viveiros de Castro lo hace, por ejemplo, en Metafísicas Caníbales: líneas de antropología posestructural, y define la etnografía como “el proceso constante de decolonización del pensamiento”.

Entonces, las ficciones etnográficas implican, por una parte, considerar la etnografía como una ficción –lo que ha sucedido históricamente en el proceso de colonización–. Y, por la otra, hacer ficciones integrando los cuestionamientos y métodos de la etnografía.

Creo que el sonido es un elemento importante, incluso axial en tu obra, para así aguzar la sensación de inmersión y consolidar la sensorialidad del diálogo entre el espectador y los mundos registrados en las películas. ¿Cómo piensas y diseñas las bandas sonoras de tus propuestas?

Para mí el encuentro con el cine como formato de expresión llegó a través del sonido, durante un trabajo sonoro en la escuela de bellas artes en 2005, a través del cual empecé a poner en escena relatos íntimos y leyendas urbanas sobre la violencia en Colombia en los noventa. Me di cuenta de que mi manera de editarlos, de reescribirlos, hacía que lxs espectadores vieran sin imagen la escena. La potencialidad del sonido de crear un espacio mental, virtual, y sin embargo sensorial y físico dentro de otro espacio, me llevó a empezar a pensar su contrapunto en imágenes. En ese primer trabajo, la única imagen posible era una imagen negra, ya que esa pieza surgía también de la imposibilidad de representar la violencia cuando se está saturadx y traumatizadx por las imágenes brutales de la guerra –la situación que imponían los medios de comunicación en la Colombia de los noventa.

Creo que este proceso es diciente de mi relación con el sonido. Para mí este está asociado con lugares cerebrales distintos a los que usamos en el día a día en sociedades tan extremadamente tornadas hacia lo visual como pueden serlo las nuestras. El sonido me permite hacer un llamado a lugares perceptivos sensoriales más conectados al inconsciente, a la memoria, a procesos cognitivos más corpóreos. El sonido es un espacio para liberar somatismos, para generar paraísos artificiales, para poner en marcha la imaginación, no tanto en el sentido de crear imagen, sino para poner a lxs espectadorxs en posición de creatividad, de participación. El sonido me ayuda a materializar ausencias, a señalar desapariciones.

Así que la banda sonora empieza para mí desde la escritura del proyecto. Edito el sonido de la mayoría de mis películas, y en muchas de ellas hago las tomas de sonido yo misma. Va a la par en el proceso de puesta en escena con la imagen. Y en muchas de mis películas la narrativa solo está sustentada por el sonido; la imagen es una contradicción, un cuestionamiento hacia la palabra, una provocación.

Filmas mucho en 16 milímetros. ¿Cómo contribuyen las singularidades de este formato a tu mirada, a tus tesis, a tu discurso? ¿O también pudiera tratarse de algo ritualístico, performático, un gesto, que requieres para registrar el mundo?

El 16 mm llegó de manera relativamente tardía en mi formación, o más bien lo deseé durante muchos años, pero me fue inaccesible durante mucho tiempo. Por su desaparición de los ámbitos artísticos académicos primero, por su costo monetario en segundo lugar, y tercero por ser los espacios de cine experimental en Francia muy precarios y cerrados –y hace unos quince años cuando empecé a desear trabajar con ese formato, eran espacios con muchos sesgos de género.

Intenté dos veces, cuando era aún estudiante, trabajar en los laboratorios LʼAbominable, pero las dos veces se me hizo entender que no había cupos para una chica “privilegiada” como yo: pura proyección, claro, ya que en ese mismo momento la inmigrante que soy trabajaba como empleada de servicio sin ninguna ayuda económica de mi familia en Colombia, que de todas maneras no tenía con qué ayudarme. De la misma manera, los festivales de cine experimental en 16 mm me parecían espacios con una visión un poco reducida y académica de lo experimental, donde no había muchos artistas como yo: mujeres, racializadas, no europeas o norteamericanas.

Todo esto ha cambiado, pero era otra cosa a principios del 2000, y encontrar la manera de trabajar con ese formato me tomó varios años. De hecho, todavía estoy aprendiendo, ya que todo fue aprendido de manera autodidacta o con formaciones flash hechas por amigues, conocides que ya trabajaban con ese formato (Luis Arnias, Sofia Bohdanowicz, Enrico Mandirola, entre otrxs). Comento todo esto porque cada vez que tengo una cámara de estas en mis manos, me gusta hacer la imagen yo misma, porque tengo esta historia de haber creado las condiciones de ese trabajo con mucho esfuerzo propio, y eso genera narrativas específicas que están en mis películas en 16 mm, muchas de las cuales hablan de marginalidad y de rebeliones contra cierto tipo de autoridad.

Para mí el formato analógico está muy marcado por mi propia historia personal, y así lo uso. Me gusta la intimidad del visor de estas cámaras, el andar a ciegas, el no saber exactamente qué estoy filmando, el conocer la imagen como una alteridad cuando es revelada. Me gusta esa conversación o invocación de la imagen.

Cuando tengo que darle cuerda a la Bolex, pienso siempre en esos fotógrafxs de finales del siglo XIX que seguramente tendrían que hacer el mismo movimiento para poner en marcha sus máquinas de visión. Es un gesto que tiene muchos años encima, entonces siento que ese gesto desata en mi cuerpo otras memorias, otras maneras de percibir la imagen, que son de otro tiempo.

Me gusta el ritual también que impone, la sobriedad de cada imagen, el contar los recursos, ser económica en lo que quiero captar, estar segura de lo que me gustaría decir o de lo que es inolvidable en el momento en que ocurre. No doy la grabación por sentada. Cada plano es una elaboración más profunda, que me impone su propio tiempo –treinta segundos, máximo–. Es una relación escultórica con la imagen, pero también un juego de sombras, de fantasmas. Tiene algo esotérico y alquímico que me inspira muchísimo. Y me gusta sentir el proceso físico de cada imagen que se imprime, la luz que queda allí captada en el celuloide.

Y el descubrir las imágenes… Siempre es una sensación muy fuerte, de esperar la imagen y que aparezca esta luego. Hay algo muy fuerte en lo analógico sobre el proceso de creer y de desear, de visualizar, es una poética que me nutre bastante en este momento.

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Antonio Enrique González Rojas (Cienfuegos, 1981). Periodista y crítico de arte. Textos especializados suyos aparecen en publicaciones como La Gaceta de Cuba, Cine cubano: La pupila insomne, El Caimán Barbudo, Hypermedia Magazine, Altercine (IPS Cuba), Cine Cubano, Esquife, Noticias de Arte Cubano, Bisiesto (Muestra Joven ICAIC), Enfoco (EICTV), la revista del Festival de Cine de La Habana, y otras. Ha sido guionista de varios programas televisivos especializados en audiovisual como Lente Joven, Banda Sonora e íconos del celuloide. Ha integrado jurados de la prensa en eventos como el Festival de Cine de La Habana. Ha publicado libros de ficción y crítica de cine, entre los que se encuentran: Voces en la niebla. Un lustro de cine joven cubano (2010-2015) (Ediciones Claustrofobias, 2016) y Tras el telón de celuloide. Acercamientos al cine cubano (Editorial Primigenios, 2019). Un tercer volumen titulado “Críticas, mentiras y cintas de video” está en proceso de edición.

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