Estoy en la esquina de la 137 y la 8 en Miami, justo en la salida del expressway para entrar en la sagüesera. Son las 4 y 25 de la tarde, es vienes y hay 85 grados Fahrenheit. El cielo violáceo, como el vómito de mil carros asqueados. A un lado, una señora en su transportation, Toyota Camry rojo del 2006; una camioneta 4×4 con cristales tintados y sticker de «¡guns on board!», y un señor en su motorina, como último integrante de la familia.
Cuando cambie la roja, carrera de caballos, al menor retraso, los cláxones desquiciados, un atropello sonoro.
El Tráfico es un lugar, una geografía oscura, una selva de cansancio y desesperación. El movimiento casi indetectable te convierte en adversario del otro. Hay tiempo para observarse, juzgarse y estudiarse como en una película del oeste. Uno siempre más apurado que el resto, una emergencia más urgente que las demás, una retahíla de odio justificado.
Ponen la verde para hacer izquierda. Ya casi. Nos miramos y la señora del transportation despega el freno para avanzar primero. Yo abro el Spotify en busca de algo que compense este dolor de cabeza. Cae Silvio: «En estos días».
Disparo al aire. Frenos en alto y nuestro señor en motorina, último en llegar, es el primero en cruzar.
En el nuevo panorama miamense, las motorinas se han convertido en una etiqueta. La ciudad se acomoda y abre su diapasón para adoptar nuevos migrantes, como lo viene haciendo desde hace sesenta años. A la vez, es la demostración de que los hijos nuevos no llegan del todo vacíos. Son más que la mochila que les quitan en la frontera. Cargan con sus dolencias, maneras de vivir y desplazarse.
Estos no son los marielitos, ni los balseros, ni los ciudadanos españoles, este es un grupo que cruza fronteras, negocia con coyotes, la gente del I-220A o el parole de 60 días, los que no tienen permiso de trabajo, los que no saben si aplicar al asilo o esperar al año para, con un poco de suerte, obtener la residencia por USCIS.
Este grupo, entre otras cosas, ha demostrado que el trato excepcionalista hacia los cubanos por parte del gobierno americano es cada vez más difuso. Las desigualdades en el proceso de admisión por los oficiales fronterizos causaron que en una misma familia el padre cruzara en un día, mientras que el hijo fue deportado a México. Ya una vez en territorio estadounidense, muchos se han visto en un limbo migratorio, sostenidos por ayudas sociales como los Food Stamps o el Medicaid, y a la espera de una «fecha de corte» que nadie sabe realmente qué representa. Luego obtendrán una licencia o aplicarán a su permiso de trabajo.
Es probable que hoy en cada motorina vaya un cubano sin papeles, trabajando ilegal, pagando mil 500 dólares por un efficiency sin cocina. Un cubano que no sabe decir efficiency pero que sabe lo que son mil 500 dólates al mes. Las motorinas son un símbolo dentro de otro símbolo, una matrioska que conecta al migrante nuevo con el pasado y el futuro, mientras lo ayuda a sobrevivir el presente.
Recuerdo que en 2012 mi padre utilizaba o era utilizado por una de esas agencias que garantizaba el envío y entrega de una motorina en la puerta de tu casa en Pinar del Río por tres mil dólares. ¿Quién hubiera dicho que diez años después las motorinas cambiarían su ruta, como balsas en el agua?
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Cruzamos la calle y nuestro señor en motorina aprovecha su ventaja para perderse en el caserío de los suburbios de West Kendall, con un control que sorprende y a la vez asusta. Se desliza como nota discordante dentro de esta función a cuatro ruedas. No lo veo más, no recuerdo su cara ni nada que me pueda ayudar a identificarlo, tampoco quiero. Los tres minutos que demora en cambiar un semáforo, aproximadamente, no incluye miradas a los ojos. Pienso en las gotas de sudor en sus manos y en el peligro de manejar una motorina en esta ciudad. Es lo que toca. Todo parece otorgado, el señor, la motorina, yo, el semáforo, la imigracion, el sudor, todo sobrepuesto como una postal de navidad para la campaña de Otaola para alcalde: «¡Welcome to Miami City!»
Y del otro lado estamos nosotros, los ciudadanos, o más bien, los veteranos en esta peregrinación de migrantes. Miami se divide exclusivamente entre «los recién llegados» o «o los que llevan tiempo», aunque ese «tiempo» cubra un rango entre dos y cincuenta años. Una vez obtenida la green card, las expectativas son otras, las posturas son otras. La gente toma un papel condescendiente/paternal hacia los «nuevos», a quienes les van contando sus desgracias de «cuando yo llegué», los trozos dejados por el camino. Se trata de una confesión egoísta en busca de reconocimiento por todo lo sufrido, pero a la vez una mirada por encima del hombro, el alivio de haber subido de escalón social.
Sin embargo, hay un valor esencial en este entendimiento. Todos, siempre, fuimos recién llegados, y es ahí donde nace el vínculo: la mirada del migrante viejo al nuevo, la única mirada necesaria, sencillamente porque no recae en la lástima, sino en el amparo. Es la creencia, acaso ilusa, pero válida, en el sueño americano. Llegamos, crecemos, nos asentamos y acogemos al próximo en la fila de carros. Hacemos lo que nos toca, lo justo, lo que hicieron o no por nosotros, recolectamos dinero para travesías, adaptamos nuestras casas, vamos de nuevo al social security, heredamos carros, e incluso si es necesario damos ventajas en las intersecciones.