GRANMA, Cuba. ─ Para un escéptico como yo de cuanto evento, simposio y otros sainetes políticos organicen los gobernantes cubanos, el VIII Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC), sólo tuvo de novedoso el retiro de la imagen de Raúl al frente de la organización partidista de marras. Lo demás fue retórica, finta y algo más de lo mismo, aunque algunos ilusos piensen lo contrario.
Que Raúl asegure estar dispuesto a mantener el pie sobre el estribo para defender la revolución y el socialismo, más que una expresión ridícula y patética teñida de metáfora, es el acto senil de un alucinado anciano que apenas puede mantenerse parado. No importa si aún fuera del poder de forma oficial siga dando órdenes a malabaristas y payasos del circo revolucionario.
El VIII Congreso, para mi criterio, no fue otra cosa que una especie de partida de ajedrez solitaria, en la que el partido –con piezas blancas para decidir la apertura─ prefirió sacrificar los caballos de mayor andadura en el tablero, introdujo alfiles en flancos importantes, realizó un enroque corto en torno al Rey y lanzó los peones al combate, ya sin tiempo para pedir tablas o salvarlo.
De nada sirve que reiteren ser continuidad, estar unidos y que la Constitución recoja en su papelería de tránsito la “Irrevocabilidad” del socialismo en Cuba. El dominó está cerrado. No hay más jugadas, y darle agua y empezar un nuevo juego es lo más indicado, si se desea evitar que el tablero vuele con violencia por los aires, y tanto los jugadores como los espectadores salgan perjudicados.
Sin embargo, hubo una intervención ─mitad amenazante y la otra temerosa─ que reveló en un instante el sentir verdadero del grupo de oportunistas, recalcitrantes y vividores que aparentaban sentirse en una burbuja, haciendo oídos sordos a la violencia, el acoso y las detenciones que contra el pueblo, los opositores, periodistas independientes y activistas, se perpetraban en las calles.
Me refiero a las palabras del poeta, escritor y etnólogo Miguel Barnet, quien, tras jurar por enésima vez la perruna lealtad de los artistas e intelectuales a la revolución –parece que avisado de algún acto de “cimarronaje urbano”─, advirtió tanto a sus amigos como a sus enemigos que no se equivoquen, “no se equivoquen”, porque la revolución está en las calles y no en las redes sociales.
Y tiene razón Miguel Barnet: la revolución está en la calle. Es esa que se ve en los cientos de rostros descompuestos y sudorosos de las enormes filas para comprar alimentos y aseo en moneda libremente convertible; o la que oculta el rostro, manipula y azuza como a perros rabiosos a cubanos contra cubanos en medio de actos de repudio, disfrazada de lema, pancarta, federada o policía.
También se encuentra en esas calles donde un vasito de leche para un niño es una pesadilla, en los ómnibus abarrotados, los derrumbes que cuestan vidas, la prostituta y el extranjero, los traficantes de tabacos, el obrero desamparado, la juventud desorientada, la caravana de autos con obesos dirigentes del partido.
Pero en las redes sociales no está la revolución, poeta. Esa otra Cuba está integrada por ciudadanos libres. Allí comparten sueños, opiniones y necesidades el chusma y el intelectual, las doctoras y las amas de casa, artistas, escritores, ñáñigos y espiritistas, todos con su verdad en mano, su denuncia o alabanza precisa: un ajiaco de aspiraciones que comparten, refutan, defienden, critican.
Gracias, Barnet. Y ojalá no tenga que seguir caminando como la gata sobre el tejado de zinc caliente de la cultura cubana, o comportándose como su admirado cimarrón, pero fuera de la cocina. En el mismo tono que usted nos pidió no equivocarnos, le advierto no lo hagan ustedes, pues desde hace un tiempo ya existen redes. “Nosotros, los cubanos, ya no somos los mismos”.
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