LA HABANA, Cuba.- Si el presidente Dwight D. Eisenhower hubiese adivinado lo bien que le funcionaría el embargo a Fidel Castro y comitiva, habría resuelto el tema Cuba de otra manera. El 7 de febrero de 1962 entró en vigor lo que la propaganda castrista ha calificado, con mucho drama y altisonancia, de “política genocida”; aunque Castro se percató del supuesto exterminio en la década de 1990, cuando se esfumaron los subsidios soviéticos y por primera vez el astuto dictador criticó el embargo ante Naciones Unidas.
Antes no había importado. De hecho, gracias al dinero de la URSS el castrismo se creía invencible frente al poderoso “enemigo” del norte que no quería concederle créditos. El embargo impuesto en 1960 como respuesta a las expropiaciones llevadas a cabo por la naciente Revolución Cubana, no incluía alimentos ni medicinas. Sin embargo, en febrero de 1962 se endureció, y las restricciones fueron casi totales durante la Crisis de los Misiles, cuando Fidel Castro dio una muestra temprana y rotunda de su demencia al pedirle a Nikita Kruschev que lanzara un ataque nuclear contra Estados Unidos, aun a riesgo de desaparecer la isla con todos sus habitantes.
Distintas administraciones estadounidenses flexibilizaron las medidas del embargo, que todavía hoy la propaganda castrista insiste en llamar “bloqueo”. En 1992 el embargo adquirió carácter de ley, con efecto extraterritorial. Las sanciones se mantendrían mientras el régimen castrista no avanzara en la democratización del país y el respeto a los derechos humanos.
A lo largo de sus 61 años vigente, el embargo se ha caracterizado por períodos de mayor restricción alternados con otros de excesiva permisividad. Con la Ley Helms-Burton aprobada en 1996 por el Congreso de Estados Unidos, se prohibió a los ciudadanos estadounidenses hacer negocios dentro de la isla o con la dictadura. Tres años después el presidente Bill Clinton amplió el embargo comercial, pero al año siguiente autorizó la venta de ciertos productos a Cuba.
El pulso entre la Casa Blanca y el régimen cubano se ha reflejado por décadas en el recrudecimiento y distención de las sanciones, una dinámica que se expresa claramente en la apertura promovida por la presidencia de Barack Obama y el posterior freno impuesto por la era Trump. Entre ambas administraciones Cuba viajó desde un contexto de prosperidad económica ligada a la generosidad del demócrata, hacia una depresión financiera que volvió a demostrar cuánto debe la Revolución al “enemigo” del norte, sin cuyos dólares no puede siquiera fabricar papel higiénico.
Pese a lo estipulado en el Cuban Democracy Act (1992), se ha avanzado muy poco en materia de derechos humanos, incluso durante el doble mandato de Obama. La dictadura se ha beneficiado del embargo como un pretexto para acusar a Estados Unidos en la palestra internacional, camuflar su fracaso como sistema económico, social y político, victimizarse y solicitar ayudas financieras que han terminado por engrosar una deuda astronómica a costa del pueblo cubano, que no ha hecho más que empobrecerse a lo largo de seis décadas.
El régimen que ahora encabeza Miguel Díaz-Canel mantiene el hostigamiento, el presidio político, la violencia en todas sus expresiones y el destierro como métodos para deshacerse de opositores pacíficos; todo ello mientras la administración Biden le tiende la mano una vez más, permitiendo el libre flujo de remesas, reabriendo la sede diplomática en La Habana y alentando intercambios académicos, colaboraciones e inversiones.
El embargo existe porque el documento que lo avala existe; pero en la práctica es poco probable que haya traído a Cuba más pérdidas económicas que la corrupción y las pésimas decisiones tomadas por el Partido Comunista, el mismo que ahora propone articular un capitalismo inspirado en el modelo ruso, financiado probablemente con dólares americanos. Sesenta y un años después de que Eisenhower estampara su firma en el documento de marras, y viendo cómo ante sus ojos crece una Cuba de hoteles y campos de golf, los cubanos se preguntan: ¿Dónde está el embargo?