LA HABANA, Cuba. – Días de calor sofocante y nubes de polvo del Sahara cerrando los cielos, como para hacer de la Isla el desierto al que ya se parece desde hace años. Faltan los alimentos, los edificios languidecen y se extinguen en ruinas y polvo, al igual que quienes los habitan, a la vez que el agua se vuelve milagro para muchos que no la tienen pero la ven a lo lejos o en la más cruel cercanía, en las piscinas de bordes infinitos de los hoteles vacíos de turistas, en las botellitas de agua fría y gratis en las mesas donde se reúnen los dirigentes del Partido Comunista.
En Cuba el agua es un privilegio, y no es para todos. Y en La Habana, sin importar que sea la capital, la situación no es muy diferente al resto del país. De eso hablan todas sus fuentes secas: la de calle 23 y Malecón, siempre hecha un asco de pudriciones, a pesar —o quizás muy a propósito— del cartel de “Cuba” que exhibe en los altos; la del Parque Maceo; la de La India, frente al Capitolio, por suerte a salvo de la explosión del Hotel Saratoga; la de Cuatro Caminos, que debería ser alivio para los que pernoctan en los alrededores, sobre todo en el llamado “Parque de la Chispa”, por los borrachos que allí se reúnen (o por los mendigos que algunos quieren pasar por borrachos).
La fuente de Cuatro Caminos, su entorno más próximo, hoy es una concurrida “candonga” donde, a falta de agua, la gente vende lo que encuentra en la basura, y esa es una imagen que bien pudiera retratar el verdadero estado de nuestra situación económica, como reflejo del sin pies ni cabeza que es la política del Partido Comunista.
Y como las mencionadas, casi todas las demás fuentes, igual de secas y rodeadas de miserias, hace años no cumplen su función de embellecer el entorno ni aliviar la sed del caminante, ya por una tubería averiada allá por los años 90, ya por “disposiciones de Salud Pública” para acabar con los criaderos de mosquitos, ya porque, según nos han dicho, algún “entusiasta” las tachó de despilfarro o las hizo responsables de culpas y abandonos que a otros pertenecen.
La verdad es que alguien alguna vez dio la orden de secarlas, sobre todo allí donde son más accesibles y necesarias. En los barrios más pobres donde, a falta de agua corriente, de viviendas ventiladas, de dinero y transporte para ir a las playas, pudieran convertirse en bañeras públicas y así, con el “feo espectáculo” revelarse de modo mucho más grotesco la miseria que cada día es más difícil disimular.
Mejor vacías, secas —justificada la maldad y la incapacidad con el “ahorro” y el “bloqueo”—, que llena de gente pobre bañándose o cargando agua con cubos y carretillas cuando no llega la pipa, ha pensado alguno.
Quizás, siendo suspicaces, a cierto astuto se le ocurrió secarlas para así obligar al turista sediento a ir por el agua en moneda dura. Si en el Casco Histórico, donde único funciona alguna que otra fuente, las rodearon con rejas para impedir el acceso de los paseantes, ¿quién quita que todas esas dificultades para tomar un poco de agua, no sea una de tantas “estrategias” macabras para ganar un dólar más (mientras pierden otros miles por cada turista que no regresa por culpa de la sed, sumada a otros males).
El precio de una botella pequeña de agua, en cualquier lugar de la ciudad, no baja de los 80 pesos, y eso quizás no sea demasiado para un turista, pero sí para quienes mensualmente apenas cobran 1.000, 2.000 o 3.000 pesos. Hay lugares de La Habana Vieja donde incluso cuesta tanto como un refresco o una cerveza, y eso es porque también hay demasiados rincones en La Habana donde hace años el agua no corre por las tuberías de las casas.
La Habana muere de sed. Se puede afirmar así de manera tajante cuando sentimos la boca seca y descubrimos que ni siquiera ya existe aquel vaso de agua gratis, de la pila, que pedíamos en cualquier cafetería. Y en la mayoría de los casos no existe no porque no la tengan, sino porque, como están los tiempos de difíciles, como consecuencia del cúmulo de almas endurecidas por demasiados años de enojos y desencantos (demasiado tiempo amarrados por los conformismos, más que por los miedos), son muy raros los actos de bondad entre nosotros. Así que, de cierto modo, nuestra sed es como nuestro propio castigo.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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