I. No quitarás ninguna vida
Justo antes del tercer brote psicótico del día, La Cabeza se toma su píldora de Clozapina. Ello no impide que a los pocos minutos se deforme, se multiplique, se vea a sí misma desde afuera y repetida, como en un caleidoscopio.
Al dueño de la funeraria, que era también budista, practicante experto, en cierta ocasión se le presentaron unos clientes con un cadáver cuyo rostro estaba muy deshecho, había fallecido en un accidente automovilístico. El sujeto, entonces, habiéndose enterado de que El Escultor se especializaba en el retrato, acudió al él por ayuda, le pidió que le asistiera en la reconstrucción del muerto. Francisco Esnayra (El Escultor) accede, va a la funeraria, calcula, y al cabo deciden juntos tomar una de sus piezas para rellenar la cara destruida y sobre ese molde coser la piel sin vida.
El artista devenido tanatopráctor se inspira en esta experiencia y da paso a una nueva forma en su exploración estética: las segmentaciones, los cortes en el cráneo de las figuras. Surge de ahí una elegante composición, Medicina tradicional china (2020), ensamble de resina y bronce, donde se ve a un individuo de semblante apacible con una estatuilla de un maestro chino saliéndole de la cabeza, como quien ha alcanzado una sabiduría alumbradora. Pero esta es una pieza muy reciente, vayamos un poco más atrás.
Asentado en la práctica de la escultura y, dentro de ella, en la especificidad del retrato, el trabajo de Francisco Esnayra (Chihuahua, 1985) está compuesto, en su mayoría, por cabezas. No bustos, no cuerpos. Cabezas. El artista asume como inicio de su carrera la entrada al taller de Javier Marín (a quien, de hecho, considera una de sus principales influencias), donde trabajó entre 2009 y 2013. Justo de 2009 datan las series Fulanos indescifrables y Homenaje a Messerschmidt. La primera, de aspecto semiacabado, rústico, es un conjunto de cabezas con la tapa de los sesos escindida y trapos amarrados habitando el interior. La segunda, con una visualidad más naturalista, inspirada en la obra que realizó al final de su vida el escultor barroco –y neoclásico– alemán Franz Xaver Messerschmidt (69 bustos con expresiones faciales exageradas), sería la génesis de lo que vendría después.
Contraste n.o 1: las cabezas de Esnayra existen lo mismo con el cráneo cerrado y liso, que abierto y con algún objeto dentro, que rematado con una “cápsula” o, rara vez, con un peinado de espíritu asiático.
Una peculiaridad dentro de su obra es el uso de los colores, que incorporó a partir de la serie Cápsulas de autodestrucción (2011). Este es un conjunto que, leído de izquierda a derecha (como acostumbramos en Occidente) consiste en una degradación del mismo personaje, el cual comienza como un rostro definido y saturado en verde, y acaba en un cráneo blanco. Es la vida que se desvanece poco a poco, esculpida por alguien que parece que ha visto la muerte a la cara. Y el título habla de “autodestrucción”, es decir, de la responsabilidad de uno mismo en el sufrimiento propio.

Luego los colores entran a las instalaciones, se juega con la composición y la armonía y, al decir del artista, se crea “una pintura con varias esculturas”. Es también a partir de la recién mencionada serie que empieza a usar la resina, y a salirse de los tonos y materiales tradicionales de la escultura.
Contraste n.o 2: materiales mezclados versus materiales puros. La exploración de este aspecto ha sido una constante en su carrera, sin embargo, la pureza corresponde más a épocas pasadas, ahora predominan las combinaciones, incluso a nivel de técnicas, y con frecuencia hallamos ensambles de cerámica-impresión 3D, o de barro-resina, por ejemplo.
II. No tomarás lo que no te ha sido dado
Cree que su malestar será aliviado con una corta sesión de pranayama y, sin querer, La Cabeza se deja llevar. Con su propia respiración alcanza por un rato un estado de conciencia superior.
No son meras chinerías estas piezas, no es orientalismo barato lo que impulsa su creación. Esnayra practicó con seriedad el budismo durante unos dos años, praxis que surgió también del encuentro con el empresario funerario. Más tarde comienza a sentirse ajeno, una serie de cuestiones le impiden seguir con la práctica al cien por ciento, y encuentra otras técnicas, se desprende del dogma. Lleva entonces la búsqueda de modo más personal, menos religioso.
Con respecto a la influencia del budismo en la obra, a simple vista parecería mayor de lo que en verdad es. Si bien la auscultación de dicha filosofía viene desde unos ocho años antes de practicarla activamente, no sería hasta el 2019 que el estudio se volvería ejercicio concreto. La labor realizada durante ese periodo constituye, en parte, una herramienta de entendimiento: a la vez que aprendía sobre budismo, resolvía algunas piezas y estas fungían como una especie de memoria, de diario para asimilar mejor los conceptos. Desde luego, con el transcurso del viaje espiritual y la variación de intereses, la producción artística también afina en ese tono. Y nótese: más allá del estímulo conceptual, la belleza también ha sido parte de la búsqueda; Esnayra procura que la obra sea una producción atractiva, la experiencia estética también es una forma de trascendencia.

Existe en japonés un término, satori, que designa la iluminación en el budismo zen, alude a la presencia total, y literalmente significa “comprensión”. Veamos un conjunto como Refugio (2022), instalación de 8 cabezas de diferentes tamaños y gestos, todas en tonos fríos (los que se alejan). Escrita en espiral, mezclada entre el grupo, apenas legible, hay una frase que se repite hasta perderse: “estás aquí”. La meditación, entre otras cosas, es un ejercicio de presencia que la mente sabotea sin cesar; también es una especie de “refugio” contra uno mismo. En efecto, hay acá mucho ruido, entre los gestos, las distorsiones, y el enjambre de figuras, el reto consiste justo en aterrizar la presencia, en concentrarse en el momento mientras se contempla la escultura. Y digo reto porque hoy todos andamos tan apresurados como distraídos.
Contraste n.o 3: estas obras son ora escenas, ora retratos individuales; ora polípticos, ora sujetos sueltos; del mismo modo en que uno a veces es una multitud y otras un electrón libre. Pero también a veces son una sola cabeza que no acaba, que se repite en sí misma. La actividad mental es cosa turbulenta, su representación no puede ser de otro modo.
Mis conocimientos sobre estos elevados temas se limitan a mínimas, tangenciales nociones. No podría, por ejemplo, comentar la diferencia entre términos como nirvana, bodhi o el susodicho satori. Lo que sí tengo claro es que todos implican un tipo peculiar de liberación, de despertar, y que a esta se puede llegar por disímiles caminos.
III. No tendrás una mala conducta sexual
La Cabeza abre la boca a todo lo que da y saca una lengua turgente, musculosa, sobre la cual le es colocada una tableta de MDMA. La saborea con los ojos cerrados, luego se la traga.
Hace unos años hice una visita exprés al Neues Museum, entré solo para ver el busto de Nefertiti. Esparcidas por varias zonas del lugar había diversas reproducciones de la escultura, pero la que más rara me resultó, fue una que estaba en la misma sala que la (presunta) original, una hecha para ser tocada. Dicha copia está concebida para quienes tengan problemas visuales (hasta tiene al lado una inscripción en braille, si no me lo imaginé), pero lo cierto es que cualquiera puede tocarla. Yo me le acerqué con disimulo y, tímidamente, la rocé con mis manos. Apenas pude estar unos segundos, sentí un pudor que no me dejó hacer otra cosa. No sé si fue el hecho de acariciar un rostro –femenino, por demás– en público, o el hecho en sí de ejercer de ese modo tan personal el tacto, pero me sentí expuesta, observada, incómoda. Ahí caí en la cuenta de que la escultura tiene, para el escultor, un elemento físico del que quizás carezcan otras formas de arte. El manoseo directo y prolongado, el embadurnamiento, el juego con los volúmenes, el tacto, los olores… hay en ello un nivel de intimidad que involucra todo el cuerpo y marca un aspecto muy sensual, morboso incluso, independientemente de que lo representado tenga más o menos una intención al respecto.

Cierta vez alguien me comentó que las medidas ideales de una obra de arte eran aquellas que le permitieran (a la obra) entrar a un ascensor de Nueva York. El tamaño importa. En el caso que nos ocupa, hay una curiosa variedad, los rostros no existen en tamaño natural, al menos no en su mayoría, sino en pequeño o en gran formato. A veces incluso el ejercicio consiste en llevar una misma pieza a diferente escala (dilatarla, por lo general).
Hay dentro del trabajo de Esnayra un conjunto que es como paréntesis, acotaciones entre un periodo y otro: esculturas de animales. En el 2012, año del fin del mundo, el artista, junto a varios colegas, participó en una muestra homenaje que le hicieron a un maestro de historia del arte. Este era un sujeto que hablaba sin filtros, al punto de que un día le contó a Esnayra que una de sus fantasías más radicales era estar desnudo junto a un gato gigante. De ahí salió Tigres shunga, una de las primeras resinas, muy cercana en tiempo a las Cápsulas de autodestrucción. Digo cercana en tiempo, pero también en concepto, si se quiere: Tigres shunga tiene una carga erótica evidente, pero el grotesco cohabita; están ahí eros y tánatos yuxtapuestos en el mismo escalón, no son animales los que copulan, sino la pulsión creativa y la destructiva. (Sería divertido ver esta escultura en una versión más grande y abigarrada en los detalles).

También dentro de esta línea de animales están piezas como Vitrina civilización (2013) y Estudio de oso grizzly (2013). La primera son unos peluches muy apretados entre sí, encerrados en unas estructuras metálicas dentro de una vitrina. La segunda es un oso grizzly de alambrón, saltando, en posición de ataque. Ambas son, según me comenta el escultor, autorretratos, expresión de cierta necesidad de cariño paterno. Aunque realizadas en fechas cercanas, aluden a momentos distintos de la vida; de la una a la otra cambia el material, cambia la actitud, se supera el daddy issue.
IV. No mentirás
Con cierto mareo, La Cabeza logra ingerir medio comprimido de Etorfina. A los pocos segundos cae rodando por el suelo, inconsciente.
Cuando las cosas no nos van bien es muy fácil culpar de todo al Gobierno, a la economía, al clima o a Mercurio retrógrado. Pocas veces nos detenemos a mirar hacia dentro; el ejercicio de introspección es el más difícil no solo de realizar, sino de imaginar siquiera que es necesario. Interiorizar que la única libertad que tenemos es la posibilidad de elegir cómo reaccionamos, no es cosa fácil. Esnayra sabe a lo que me refiero, su trabajo lo comprueba.
Tengo la impresión de que acá predominan los gestos de incomodidad. Quizás sea proyección mía pero lo que más veo en estos rostros son muecas, contorsiones que, sin embargo, logran detenerse justo antes de la caricatura. Esnayra aplica el histrionismo en la justa medida. Sus personajes (¿su personaje?) saben qué antifaz usar en cada momento, son conscientes de que “persona”, en su origen, significa “máscara”. Y esto se confirma sin dudas en una serie como Guardarrostros (2012), que agrupa, en su breve dominio, un conjunto (se me antoja) de máscaras mortuorias, listas para cada momento.
Insisto: no son bustos, sino puras cabezas. No hay distracción. “¿Perder la cabeza?” Qué deprimente, qué miedo.
Y lo incómodo se muestra también en otros dos aspectos: por un lado, un tipo de visualidad, aparecida en el 2020, hecha a partir de la imagen previamente deformada en digital, que se procede a imprimir tal cual, y el resultado es una torcedura muy extraña, confusa a la vista. Y por otro, el modo en que a veces son exhibidas (en instalaciones desequilibradas, apretadas, o montadas en sitios donde no respiran a gusto).
El rostro que vemos es siempre el mismo, el de Esnayra, pero en realidad es el de nadie, y es el de todos. El autorretrato devino retrato colectivo. Sin embargo, a pesar de que el escultor me asegure que su cara es simple referencia, mera plataforma para modelar, tengo la ligera impresión de que ello no es pura cosa circunstancial. Pienso que reproducir una y otra vez la imagen propia, manosearla, transformarla, jugar con ella implica, de alguna manera, una suerte de narcisismo meditativo (permítaseme el sintagma). Y esto lo confirma un poco una pieza como Visualización, cuyo nombre responde a una práctica en la que uno, con los ojos abiertos, se visualiza como Buda (no sé si esto es egolatría o fervor espiritual), luego de un rato se cierran los ojos, dicha visión se transmuta, y es uno mismo quien se empieza a ver. Esta pieza es, además, de las pocas donde se ve más que una cabeza, acá el personaje va ataviado con un chongo y ropas de maestro chino.
Por momentos parecería que la obra de Esnayra explora, más que otra cosa, los aspectos negativos de la psique, porque la distorsión –ya sea de la expresión facial o de determinadas proporciones– es una presencia tan recurrente como inquietante. Pero la decadencia perceptible es solo parte del viaje al interior; también hay calma, ataraxia, consciencia iluminada. También hay Cápsulas de autoconocimiento, de Nirvana, de endorfina; rostros tranquilos o, cuando menos, de ceño sereno.

Me gusta cómo el término elegido ha sido “cápsula”, y me gusta por su acepción clínica, de píldora, de pastilla. Piénsese en la diferencia que hay entre analgésicos y estimulantes, entre calmantes y psicoactivos, entre placebos y reales, entre dosis prescrita y sobredosis letal. Decía Paracelso que nada es veneno, que todo es veneno, que la dosis es la que hace la diferencia. Por lo general, nuestra cabeza es nuestro veneno y a la vez nuestro antídoto. Ella en sí misma es una cápsula y en su interior moran todos los infiernos y todos los paraísos.
Y acá se me asoma el contraste n.o 4: entre lo abstracto y lo figurativo. ¿Qué esconden estas cápsulas? ¿Son una prolongación de la cabeza, son cascos protectores, sombreros que adornan? ¿Son huecas, son macizas? No importa. Guardan pensamientos, emociones. Son abstractas, como abstracto es lo que habita nuestros cerebros. Aparecen lisas, abolladas, pero siempre opacas, nunca es transparente lo que pensamos. Acá no es preciso saber qué contiene la cápsula, basta ver el gesto en el rostro, el lenguaje corporal delata. Y, de hecho, por momentos deja de ser importante la cabeza en sí y resaltan más otras cosas: cortes, colores, líneas, algunas letras.
V. No ingerirás sustancias tóxicas que te puedan nublar la mente
A La Cabeza, luego de caminar tres días y tres noches por el desierto de Sonora, le sale al encuentro un peyote, que convierte en infusión y se lo bebe de golpe. Es un trago amargo, se le arruga la cara.
Según Esnayra, el porciento de accidente en su obra es bastante alto, hay mucha improvisación. Usualmente la idea que surge es esbozada en plastilina y de ahí va tomando cuerpo. Luego en el camino se va resolviendo y, con frecuencia, ocurren imprevistos (se riega la resina, se mezcla mal un color) o bien sobre la marcha modifica a propósito algún que otro elemento, y en ese proceso nace una pieza nueva, diferente de la idea inicial.
Para algunos artistas, la parte del trabajo correspondiente a la concreción de la obra ocurre a modo de trance. No creo que ese sea el caso acá. No obstante, las causas de un trance pueden ser innumerables, desde el consumo de sustancias (naturales o sintéticas), hasta la misma respiración, pasando por la conexión con la música o la realización de determinados movimientos físicos. Esnayra, al parecer, ha accedido a una buena cantidad de variantes. En todo caso, cuando uno se ve desde afuera, se abren dos puertas: la del caos y la de la iluminación. No todo el mundo es capaz de discernirlas y en esa bifurcación de posibilidades radica la esencia del viaje.
Más tarde La Cabeza, en su enésimo ensayo va, fuma sapo, y vive entonces la epifanía: comprende con todo su ser que la carrera no es de velocidad sino de resistencia, que importa más el proceso que la meta. Se deja ir. Queda en paz.
En resumen: para Esnayra, la experimentación con materiales, dimensiones, y demás aspectos visuales funge como correlato de una peculiar travesía espiritual, de una búsqueda interna de verdades, o acaso de entendimientos, discernimientos varios. Del mismo modo en que los gestos faciales de cada pieza (complementados por el resto de elementos en la composición) son correlato de ciertos estados mentales.

Hablamos de un artista tanto de vocación como de oficio, rara avis dentro del arte contemporáneo, y su diálogo con la tradición escultórica tiene la frescura suficiente como para soportar con ligereza sobre sus hombros (o más bien: sobre su cabeza) el peso de todo lo que le ha precedido.
De lo más disfrutable de su obra, es el poco interés activista que evidencia, lo separada que se encuentra de ese espíritu de lucha social casi omnipresente. Quizá, si su contexto fuera otro –uno más autoritario, digamos– la conexión con Yue Minjun sería un elemento de mayor relevancia, por ejemplo. Esnayra entiende a la perfección que no se cambia el mundo si antes no se es capaz de cambiar uno mismo, pero tampoco es que le importe particularmente. Sin embargo, y, por otro lado, también hay mucho de transgresión (que es incluso política, si se quiere): cuando casi todo el mundo hace arte conceptual y muy pocos se embarran las manos, apelar a la tradición y asumir la técnica es un acto de rebeldía, un jab subversivo en el hígado posmoderno.
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