cine mexicano, nicolás pereda
Fotograma de 'Lázaro de noche', Nicolás Pereda dir., 2024

Lázaro de noche (2024), la más reciente película del realizador mexicano Nicolás Pereda (Verano de Goliat, Los mejores temas, Minotauro), se estrenó mundialmente el pasado jueves 27 de junio como parte de la Selección Oficial del Festival Internacional de Marsella, FIDMarseille, que concluyó el domingo en esta ciudad francesa.

Este nuevo título brinda otra iteración de los sempiternos personajes encarnados por la íntima troupe de Pereda: Lázaro (Lázaro Rodríguez) antes Gabino, Luisa (Luisa Pardo), Teresa (Teresa Sánchez) y Paco (Francisco Barreiro), con quienes no cesa de amasar relatos, evocar fantasmas, corporeizar obsesiones, jugar a deformar y reformar las formas fílmicas. Así como a indagar en la imprevisibilidad de lo cotidiano, tensar la nada corriente, amplificar y expandir los átomos más recónditos de la existencia hasta dimensiones dramáticas astronómicas.

Es de notar que Lázaro de noche dialoga particularmente con su previo largometraje Fauna (2020), triunfadora en las ediciones del Festival de Mar del Plata (Mejor Película Iberoamericana) y Morelia (Mejor Director), en cuanto a la sorpresiva y casi onírica disolución de la máscara realista con que disimula la verdadera esencia surreal de su historia. Aunque no la identifica como posible tercer vértice junto al confeso díptico de Fauna y Flora (2022), sí continúa desplazándose por el sendero de la fusión diegética escogido por la primera.

En Lázaro de noche, el disfuncional y aturdido triángulo amoroso que se establece entre el siempre atolondrado personaje que interpreta una y otra vez Rodríguez –cual sutil, lejana, pero muy posible resonancia del azorado Monsieur Hulot de Jacques Tati, ¿o quizás también del Antoine Doinel de Truffaut?–, la siempre esquiva y misteriosa Luisa y el más proactivo Paco (Barreiro) termina haciendo germinar en su seno una reescritura bizarra de la historia mágica de Aladino, su lámpara y el genio.

A lo largo de la filmografía de Pereda, inscrita nítidamente en el territorio de la ficción –pues su documentalística y su cine ensayo requieren análisis un tanto diferentes y divergentes–, desde ¿Dónde están tus historias? (2007) hasta la de marras, se aprecia una intención manifiesta de sesgar todo atisbo de construcción dramática finita, apostando siempre por la difuminación de los inicios y los finales.

Visionar una película suya se asemejaría al acto de colocarse en medio de una remota autopista cuyos extremos se pierden en lontananza, sin poder distinguir posibles principios y probables finales. Y en medio de este espacio impreciso, el espectador/autoestopista atento puede percatarse de que los carriles no transcurren paralelos y aislados, sino que es una vía multidimensional, multidireccional. Aquí todos los caminos no conducen a Roma, sino que continuamente cambian de sentido y dirección.

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Es un cine líquido, contaminado y contaminante, que atenta todo el tiempo contra el propio sentido de la realidad. Hasta parece dispuesto a esparcirse hacia las mismas orillas del mundo en que existe el público, que cree observar estas películas a buen resguardo –cuando, en cualquier momento se redescubriría como parte de alguna, o de todas–. El rostro de Lázaro, verdadera constante universal y eje del cine de Pereda, pudiera embozarse tras numerosas máscaras.

Luego de que en Fauna la conjetura y el mito urbano anegaran la “realidad” que los engendró, fusionándola en un nuevo relato, sin parar mientes en la debida conclusión de la situación desplegada hasta ese instante, en Lázaro de noche la literatura surge como contundente gesto apropiativo, y, por ende, eternamente revivificante del mythos humano. Una vez que la historia de amores, desamores e indiferencias de Lázaro, Luisa y Paco se escurre por cauces ignotos allende este mundo, la que sería “segunda parte” o “segunda estancia” de la película ofrece una particular (re)versión de las peripecias de Aladino. Toda una reinterpretación antiheroica, pero que subraya su pertinencia arquetípica.

El grupo de personajes zanjaron sus nexos sentimentales hace más de una década atrás, en un taller literario, que según la entrevista de Mario Levrero (a cargo de Christian Arán) citada por Pereda en su filme, tuvo como verdadero cometido reunir personas, crear grupos, fomentar afectos; mucho más allá de la propia literatura, que en este caso no parece llegar a convertirse en el modo de vida de ninguno de ellos. Mas la versión de Aladino que escribe Luisa está totalmente imbuida de Lázaro y su eterna madre, que interpreta Teresa Sánchez en buena parte de las películas. A la vez, esta recreación de la historia de Sherezada está permeada por el mundo de las ideas de Nicolás Pereda. Resonancias de resonancias a través de la extrema porosidad diegética de este cine proteico, en que personajes, actores y director no cesan de amalgamarse en una totalidad expresiva.

Pereda (también guionista, fotógrafo y montador, como siempre) dispone que uno de los personajes se apropie en su nombre de una historia, devenida mito, tan archiconocida como esta que le ocupa. La pone en crisis, la absorbe y termina convirtiéndola en otra plataforma adecuada para su carnaval de asombrosas redundancias e inexpresivas elocuencias. Otros sutiles hilos conceptuales parecen identificar los mundos del grupo de escritorzuelos frustrados con esta naturaleza viva anacrónica con genio y refrigerador que se boceta aquí: la ambición desesperanzada, la pretensión agobiada, la avidez vacua; el tedio eterno que suprime el deseo como pilar de la identidad y termina aniquilando la voluntad.

Lázaro busca ser aprobado para el elenco de una película que rodará un excéntrico realizador interpretado por Gabriel Nuncio, de la cual no sabe nada, más allá del extraño concepto del casting que tiene el primero. Sus intentos por ser aceptado lo sumergen en un leve Maelstrom de ridículo y furia. Apenas una encrespadura en la anodina superficie del vaso de agua de su vida. Luchar por lo deseado se reduce a un turbio, casi absurdo, juego de acoso y servidumbre.

Su encarnación de Aladino, agraciado con el deseo que le concede el genio, solo atina a llenar su barriga, saciar una interminable hambre que aguarda justo tras la deglución del último bocado, justo luego de que las sobras del banquete se pudran en el refrigerador averiado. De hecho, quizás la actividad más entusiasta que emprende el personaje de Lázaro en todas las cintas de Pereda es comer, devorar, nutrirse. Son unos de los pocos momentos en que la sempiterna monotonía se rompe. El hambre es el único atisbo de motivación que pudiera divisarse en casi todas sus iteraciones. Así que pesar de la conciencia de lo efímero de su deseo, no sabe qué más pedirle al residente de la lámpara maravillosa. Tampoco lo sabe su madre (siempre Teresa Sánchez), cuyas previas iteraciones han sido abandonadas por parejas infieles (Verano de Goliat, Los mejores temas), o hijos malagradecidos (Perpetuum Mobile), hasta vaciarla de ilusiones. Es víctima de un hastío crónico, sin alivio posible. La suya es una vida desprevenida que cae en picada por un pozo sin arriba ni abajo.

El Lázaro de Pereda no es feliz –aunque muchas veces igual de ingenuo– como el inmaculado Lazzaro de Alice Rohrwacher (Lazzaro Felice, 2018), no huele a la violeta de la santidad, aunque sí es devuelto a la vida en cada película por el puro milagro del genio cinematográfico. Aunque no se percata del privilegio que le concede el director y continúa vagando con desgano entre las secuencias, planos, fotogramas, resignado a vivir una vida hambrienta y marcada por la (aparente) ausencia de sucesos. Es un titán aburrido que consigue la empatía desde su imperturbable conformismo con las circunstancias que lo arrastran.

¿Es digna de ser contada una vida así? Pereda ha estructurado toda una saga antiépica sobre un personaje cuya invisibilidad refulge cegadoramente. Sus peripecias no alteran el sueño de una mosca, pero pueden sacudir una percepción con violencia telúrica. A lo largo de toda la “saga” urdida por Pereda, las existencias de Lázaro, junto a Teresa, Paco y Luisa son maravillas microscópicas que exigen una percepción aguda, una curiosidad superlativa y el don del asombro cotidiano.

La habilidad de tejer la nada y el vacío, y atrapar en estas redes personajes tan contundentemente corrientes como los de un Aki Kaurismäki, convierten a Nicolás Pereda en un orfebre de la fragmentación tan meticuloso como el preciosista Roy Andersson. Aunque sus joyas ofrezcan solo superficies bruñidas, libres de las filigranas con que el director sueco engalana sus filmes. Se acerca más en esta opción estética a la obra de otros cineastas contemporáneos como la alemana Angela Schanelec.

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ANTONIO ENRIQUE GONZÁLEZ ROJAS
Antonio Enrique González Rojas (Cienfuegos, 1981). Periodista y crítico de arte. Textos especializados suyos aparecen en publicaciones como La Gaceta de Cuba, Cine cubano: La pupila insomne, El Caimán Barbudo, Hypermedia Magazine, Altercine (IPS Cuba), Cine Cubano, Esquife, Noticias de Arte Cubano, Bisiesto (Muestra Joven ICAIC), Enfoco (EICTV), la revista del Festival de Cine de La Habana, y otras. Ha sido guionista de varios programas televisivos especializados en audiovisual como Lente Joven, Banda Sonora e íconos del celuloide. Ha integrado jurados de la prensa en eventos como el Festival de Cine de La Habana. Ha publicado libros de ficción y crítica de cine, entre los que se encuentran: Voces en la niebla. Un lustro de cine joven cubano (2010-2015) (Ediciones Claustrofobias, 2016) y Tras el telón de celuloide. Acercamientos al cine cubano (Editorial Primigenios, 2019). Un tercer volumen titulado “Críticas, mentiras y cintas de video” está en proceso de edición.

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