Una de las maneras de contar qué ha pasado con Cuba en los últimos sesenta años es utilizar la prosa astrofísica o la mitológica. Decir, por ejemplo, que una batalla cósmica abrió esa grieta –densa cuando se vive, leve cuando se deja– y ahora solo quedan “restos fósiles de una era geológica” o “rezagos de un evento cataclísmico”. Se habla de deshielos, lentas capas de ideología que no acaban de derretirse por completo; gusanos que siempre retornan a la podredumbre natal; muertos parciales, falsos vivos, bajo la guía de un leviatán de níquel. La gran marcha hacia la colonia penitenciaria, con himno, presidente y bandera. Más que un país genésico, posdiluviano. Apocalíptico. En perpetuo éxodo.
La poesía de Néstor Díaz de Villegas es una irrupción tan insolente en ese caos que –salvando las distancias entre lo mortal y lo que no lo es– puede compararse al acto de pronunciar Bereshit sobre las aguas. La palabra hebrea que marca la frontera entre la vida y la mierda, entre la creación y lo difuso, entre el ser y la nada, podría ser la contraseña para viajar al planeta de NDDV. En su país –un territorio mental, como el del dios bíblico– hay una fórmula para entrar en caja al desorden: el soneto.
Parece que el soneto es un truco italiano del siglo XIII, el siglo de los castillos y del sitio de Constantinopla por los cruzados. Cuando Piglia habla del soneto, asegura sin ambages que el siciliano anónimo que lo inventó fue más genial que Dante. No me atrevo a tanto, pero cuando leo en Infierno el apacible terceto que dice “Fuimos hacia la luz tratando cosas / que es hermoso tener aquí en silencio / como era hermoso allí ir hablando de ellas”, sé que lo que Dante callaba podría caber en uno de sus sonetos.
Toda escritura cósmica, como la de Dante o la que empieza con la palabra Bereshit, merece su comentario, el comentario del comentario, y las reflexiones sobre la validez de los comentarios. Por suerte, Néstor Díaz de Villegas ha encontrado a su exégeta más vivo en Jorge Brioso. En La destrucción por el soneto. Sobre la poética de Néstor Díaz de Villegas (Almenara, 2024) convergen el maestro florentino, la pasión por los metales y la obra magna del cubano, la geometría secreta del caos, conjuros, invocaciones, tiempos rotos y rehechos, y claves para comprender por qué el soneto es más apto para hablar del mundo interior de NDDV que la prosa astrofísica o mitológica.
Brioso parte de una pregunta esencial: “¿Cómo pensar los lindes del caos a través de la más estricta de las formas? O, para decirlo en otros términos: ¿cómo, desde la más codificada y cerrada de las formas, se puede acceder a la intemperie de lo real?”. La respuesta parece estar en lo oral y la memoria. NDDV, itinerante, llevado de un país a otro, recurrió a la matemática del soneto para memorizar su paisaje mental. En intención, la práctica es similar a las letanías o al rosario. La repetición busca el trance, pero también la supervivencia. NDDV como stárets, peregrino ruso que, en el exilio o de vacaciones en el caos natal, no deja de bisbisear sus poemas. “El verdadero monje debe tener siempre en su corazón la oración y la salmodia”, dice el apotegma de un padre del desierto. No otra cosa –ser y estar en el soneto– persigue Néstor Díaz de Villegas.

El juego sagrado tiene reglas, como observa Brioso. Cambiar de país es cambiar de idioma, aceptar “los dialectos del Norte” que se hablan en Babel. La potencia de un escritor es su lengua. Tartamudear palabras ajenas tiene consecuencias espirituales y, si uno no está despierto, contamina y deforma las maneras propias. NDDV convierte ese riesgo en ganancia. Brioso cita un verso que comienza como una afirmación en español y, en la línea siguiente, aprovechando que el inglés solo tiene un signo de interrogación, se convierte en pregunta. Híbrido discreto, híbrido perfecto.
Con su poética, NDDV demuestra que posee una modalidad más profunda del alfabeto. Los profesores de química intentaban explicar a sus estudiantes que, cuando miraban la tabla periódica de Mendeléyev, estaban viendo el alfabeto universal, los 118 caracteres mágicos de la materia y quién sabe si del espíritu. El poeta, por su parte, amenaza con utilizar “el alfabeto elemental / de veintidós letras, más un quark / extraño, doblado, bocabajo, rojo / excretado en la Nada”.
Uno de esos elementos, el níquel –número atómico 28; símbolo: Ni; punto de ebullición: 2.730 grados–, tiene en la poética de Néstor Díaz de Villegas una vibración especial. De níquel, metal brillante pero plebeyo, están hechas las monedas de la infancia, la plata falsa, los trofeos, las medallas que fijan el “peso de las generaciones”, insoportable para el poeta. El níquel es el material de algunas prótesis para el cuerpo humano –la “apoteosis de lo niquelado”– en sus poemas. El níquel es lo crudo en una garganta que quisiera lo puro.
Ya se ha dicho que NDDV es el monje ideal porque aspira a vivir en la recitación perpetua. Pero el monje es monje –decía Thomas Merton– para escuchar con más atención la voz de los muertos y los que se han quedado atrás. Por eso el soneto y la elegía van de la mano en su poética. Es lo que Brioso llama “la batalla por los nombres”, la necesidad de disputarse la realidad contra la muerte y lo caótico. De sus trenos por Severo Sarduy, Pedro Jesús Campos o Reinaldo Arenas, de la posibilidad de acompañarlos él mismo a la tumba –de la cual prácticamente retornó–, salen versos lóbregos, como los de La gran obra: “Completar mi trabajo no me impida / el sepulcro: atroz conocimiento / traiga consigo, y en mí coincida”.
“Debí haberme muerto hace 23 años”, le escribió NDDV a Brioso. A partir de ese momento todo ha sido, como presagiaba su primer poemario, vida nueva, libros de resurrección. Como símbolo, más que como curiosidad filológica, al final su estudio Brioso reproduce la cubierta de ese libro fundacional. La viñeta de una torre que se desploma –puede ser Babel o Pisa– evoca el caos, pero las líneas geométricas que la apuntalan anuncian que la poesía consiste, sobre todo, en “ir hacia la luz tratando cosas” con la muerte. Con el soneto, gracias al soneto, la destrucción no duele tanto, como advierte NDDV en un verso teresiano: “Fui papel y seré papel si muero / he de tornarme luego fuego”.
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