Invisibles para el estudiante e ignorados por el maestro, siete jeroglíficos de la Universidad de Salamanca sumergen a quien los mire en el sueño de Polífilo. Están ahí, en los antepechos de la planta superior del claustro, al menos desde 1530. El libro del cual cinco de esos emblemas fueron extraídos, Hypnerotomachia Poliphili, había sido impreso en Venecia por Aldo Manuzio solo tres décadas antes, en 1499. Muchos eruditos se han preguntado desde entonces por qué una mala novela, compendio —pobremente organizado— del saber de su tiempo y escrita en un idioma espeso e insoportable alcanzó tanto éxito.
En el patio de las Escuelas Mayores, junto a la biblioteca, la cadena de símbolos sacados del incunable alude a la sabiduría, la mesura y el amor. Cada alegoría traza una ruta en clave y se comprende caminando. El monje paseaba por el claustro y leía la piedra; su sucesor, el estudiante de Salamanca, con la cabeza llena de latín, jurisprudencia y alquimia, descifra la religión de los humanistas. Un ancla, un delfín, un elefante, Marte y Júpiter, serpientes enlazadas, el cancerbero, una rueda, un altar, una espada, la palabra nemo. Lo extraño es que Polífilo, que no es Dante ni Paracelso, y cuyo sueño es más húmedo que ilustrado, sea quien trace la vía de perfección hacia el Renacimiento. Pero así es, y tanto el libro como su síntesis salmantina educan sobre un método de lectura donde la letra dice poco sin el símbolo, una tradición que va desde los manuales de alquimia hasta la novelas gráficas.
Lo que sí no sorprende es que la Hypnerotomachia haya figurado a menudo en la sección de artes ocultas. El ejemplar de la Biblioteca Nacional de España es el incunable 1323, pero su edición actual –con traducción de Pilar Pedraza– se ubica en la clasificación 850 (literatura italiana), un gesto de alta traición a un libro que aspira a contener “todo lo raro y noble” del mundo. Lo mismo hace, de modo incomprensible, la Casa de las Conchas, mientras que biblioteca de León le atribuye la signatura 720 (arquitectura). Hubiera quedado menos absurdo enviarlo al anaquel 718 (diseño paisajístico de cementerios), al 154 (subconsciente y estados alterados) o adondequiera que estén los diccionarios apócrifos. De hecho, Pedraza considera que, más que una falsa novela, la Hypnerotomachia es una “enciclopedia humanística de vocación totalizadora, ya que contiene una ingente amalgama de conocimientos arqueológicos, epigráficos, litúrgicos, gemológicos y hasta culinarios”.

Para Antoine Favre, la obra ha sostenido “relaciones fructuosas” con el esoterismo y pertenece al linaje del quinto libro de Pantagruel (1564), de Rabelais, o Las bodas alquímicas de Christian Rosenkreuz (1616), de Johann Valentin Andreae. Su mundo simbólico recuerda también a las tablas de el Bosco y Brueghel, y a clásicos de la alquimia como Mutus Liber o Atalanta fugiens. No es improbable que Cervantes haya hojeado un ejemplar de la Hypnerotomachia.
Nadie ha alcanzado la iluminación leyendo las aventuras oníricas de Polífilo. No parece haber un sentido oculto en sus 171 grabados ni un manual para dar con la piedra filosofal. Fracasa como novela y es demasiado extenso como alegoría, pero como misterio y posibilidad —en el sentido lezamiano de esa palabra— sigue hechizando al lector. Ni siquiera hay certeza de que haya sido escrito por ese tal Francesco Colonna, cuyo nombre solo aparece si se juntan las letras capitulares para formar un acróstico: Poliam frater Franciscus Columna peramavit. La Hypnerotomachia fue escrita en un italiano contaminado no solo por el latín, el griego y el hebreo, sino por dialectos como el toscano y el lombardo. En cuanto a las ilustraciones, no se sabe quién las dibujó —pudo ser más de una mano— y se les atribuyen al llamado Maestro del Polífilo.
En las profundidades de su imaginación, Polífilo busca a Polia. Debe vencer numerosas pruebas —sobre todo contra su escasa voluntad de ser casto— y en el camino mira. Borges pensaba que la visión del que sueña es, al mismo tiempo, múltiple y simultánea. Polífilo lo ve todo de una vez, realiza un acto supremo de concentración, y lo que entrega es su recuerdo. En esa atención obsesiva, que tanto recuerda a la nouveau roman y a Los anillos de Saturno, va ofreciendo instrucciones sobre todo tipo de materias. La Hypnerotomachia se presenta como la “lucha de amor en sueños de Polífilo, donde se enseña que todo lo humano no es sino sueño y de paso se evocan de un modo en verdad elegante muchas cosas dignísimas”. Pero hay poca lucha, poca humanidad y de lo digno quedan solo “ruinas descompuestas y desniveladas”.
Polífilo imita o parece imitar el cascarón que dejó Dante, pero, a diferencia del florentino, el narrador de la Hypnerotomachia no soporta la oscuridad ni el peligro. Un lobo —que representa a la avaricia en Infierno— se le aparece en las primeras páginas del sueño. Aunque Polífilo lo describe a la tremenda, como “un hambriento y carnívoro lobo con la boca llena” (¿de qué?), el animalejo pronto se oculta. El grabado que corresponde a la escena, para colmo, no puede estar más alejado de lo dantesco: la bestia, más bien un cachorro, lo contempla indiferente y Polífilo agita las manos, dueño de sí. Parece que el Maestro del Polífilo fue el primer lector mediocre del texto: el libro está repleto de despistes similares entre narración e ilustración. También se ha especulado que los grabados anteceden al texto y que Colonna se limitó a inventarles una historia. No la mejor.
Donde brilla más el autor —y es un mérito que ningún crítico le reconoce— es cuando se dispone a contar de verdad. Pequeños milagros narrativos se esconden entre largos párrafos. No hay levedad en el sueño, sino carne (“En vano trataba de satisfacer mis secas vísceras tragando saliva”), y el recuerdo de “la urgente sed, la grave ansiedad y el calor” del paisaje onírico.
La obsesión por el cuerpo lleva a Polífilo a entrar, para estudiar sus partes, a gigantescos colosos de mármol. Con una inocencia que recuerda al barbudo Maestro de Il était une fois…, la serie animada francesa, Polífilo va describiendo lo que sabe de anatomía humana. No disfruta demasiado la lección: “Me introduje en su boca, bajé los escalones de su garganta hasta el estómago, y luego llegué, un tanto despavorido, por oscuros conductos, a todas las demás partes de las vísceras interiores”. Al llegar a ese paraje, regresa a toda velocidad por donde vino, “temeroso” de la zona tórrida. (Dante, su modelo, resolvió la mención al culo de Lucifer con una adivinanza: “Y si yo entonces me quedé turbado / piénsenlo los muy rudos, que no entienden / cuál es el punto por el que pasé”).
Otro triunfo de Colonna es como pornógrafo inocente. En un momento avanzado de su fantasía, encuentra un batallón de ninfas dispuestas a ejecutar lo que cualquier ninfa del sueño haría. Polífilo, que invoca el recuerdo de Polia solo cuando enfrenta alguna vicisitud, no tiene reparos en abandonarse al cariño de sus compañeras, que le prodigan “caricias juveniles, miradas lascivas, suaves palabrillas” y logran arrojarlo a un baño. “Yo estaba contento con todas aquellas cosas”, admite Polífilo, que si se acuerda por fin de Polia es porque quisiera añadirla al harén. Cuando se desnudan las ninfas, una de ellas pregunta: “Dime, joven, ¿cómo te llamas?”. Él responde y las muchachas aplauden: entienden que “el efecto corresponde al nombre”, porque parece sentirse atraído por todas. La ninfa vuelve a la carga: “¿Y cómo se llama la mujer que amas?”. Polia, contesta él, para decepción general. Con despecho, ellas le dan una palmada en el hombro y le dicen: “Alégrate, porque encontrarás a tu amada Polia”.
Pero ya es demasiado tarde para calmar los ánimos de Polífilo, a quien tienen que llevar a la fuente de un niño meón para apaciguarlo. La escultura —en realidad un autómata— dispara con su priapillo un chorro de agua tibia sobre su cara, y solo después encuentra paz. Tiene otros episodios de represión ante orgías frustradas y debe disculparse: “Perdonad que me retuerza más que la copa de un sauce: estoy (con perdón) ardiendo de lascivia”.

Nunca más, en toda su novela-enciclopedia, Polífilo volverá a tener una aventura de ese calibre. No en balde advertía Sir Thomas Browne que “puede haber un libro nocturno de nuestras iniquidades”, con los “pecados mortales en sueños”. Como precaución, Polífilo elige a veces mirar a las mujeres de piedra y evita la conversación con las del sueño: “¡Cuán exquisitamente estarían esculpidas estas ninfas, que yo muchas veces desviaba mis ojos de las verdaderas y reales para posarlos en ellas, que eran fingidas!”. Encontrará a otras “damas lascivas”, pero ya Polia anda cerca y aspira a mirarla sin demasiada contrición, aunque —como el florentino con su amada— no se librará de sus reclamos. En lo que al amor se refiere, Polífilo es Dante cuando Beatriz no está mirando.
Estos pasajes son escasos y están opacados por digresiones cada vez más complicadas. Polífilo es una suerte de Funes —“yo miraba y remiraba, con la boca abierta y sin pestañear, con el ánimo arrebatado”—, cuya memoria es incapaz de resumir y por eso crea una pedagogía del caos. Queriendo enseñar, confunde. Tratando de mostrar un método y traspasar un conocimiento, lo deforma con el idioma. Repite siempre, como un mantra antes de interrumpirse, que “la regla no se debe olvidar”, pero su palabrería no deja otro remedio al lector. La suya, él lo confiesa, es una “memoria rapaz, retentiva, y a la vez pobre”.
¿Cuál es el referente último de la Hypnerotomachia? ¿A qué novela se parece, a cuál imita? ¿Por qué Polífilo ofrece datos tan precisos sobre la geometría de su sueño? ¿Se debe considerar su libro un texto de arquitectura mágica, de ornamentación proyectiva? ¿Aspira a que el lector reconstruya las ruinas, aprenda los rituales, duerma por fin con las ninfas, huya de Polia? Solo conozco un texto igual: las visiones del profeta Ezequiel, cuya descripción del templo celeste —dibujada por varios rabinos— sigue buscando un constructor. En ese aspecto, Polífilo corrió con mejor suerte. En Salamanca encontró quien soñara su sueño, y lo encerrara en piedra.
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