Los perros lo tienen más fácil

El plan era confrontarlo y acabar con la incertidumbre. Esperar a que llegara al bar con su perra atada a su cadena, llevarle su café expreso habitual y acompañarlo con un tímido «tengo algo que decirte», que no podía ser en ese momento, porque las meseras no tenemos mucho tiempo para conversar con los clientes.
Lo más probable era que otra vez intentara decirle por teléfono, en la noche, cuando yo terminara de trabajar. En realidad lo único que quería era ponerlo sobre aviso, conseguir que lo descubriera él solo, así me evitaba el momento de la confrontación para el cual casi nunca estoy lista.
Prefería que llegara y me dijera lo sé todo y no hay problema, o incluso «lo sé todo, me has engañado, no eres una mujer de verdad», en lugar de que siguiera yendo varias veces del día y me mirara siempre con ese deseo, con esa cara de maldito, me hiciera ese guiño de ojos, mortífero, en cuanto nuestras miradas se encontraban, ya fuera por la intensidad de la suya o porque alguien del trabajo me avisara «ahí llegó el del perro, tu enamorado».
A mí la que en realidad me gustaba era la perra, a la que siempre le cambiábamos el sexo. Era una cachorra de pitbull, bien cuidada, majestuosa y juguetona. Por si acaso, siempre la llevaba sujeta a su cadena.
En el dueño me fijé después. No era especialmente apuesto o bello, pero estaba cómico, apetecía. Tenía calle, mundo, y unos 7 años más que yo.
A mí no me gustan las personas bellas, lo que han acordado socialmente como belleza. A mí me fascina la gente que tiene alguna fealdad o maldad en el rostro, picardía, un tabique roto, un diente partido o amarillo, una cicatriz en la quijada o en las cejas, un poco de barriga. Los rostros casi perfectos me dan pánico y me aburren porque no me apetece tocarlos ni romperlos.
Hubiera sido un cliente más de no ser por sus miradas intensas y la confusión que me provocaban. Al principio me preguntaba por qué me miraba tanto. ¿Sabrá? ¿Estará al tanto de todo? No era una mirada de desprecio u ofendida por mi presencia en aquel lugar. Todo lo contrario.
Parecía disfrutar verme allí con mi revoloteo de bandejas, platos y vasos, de manito metiendo el pelo detrás de la oreja para luego anotar un pedido, escuchame decirle a algún cliente «no, disculpa, señor, no tenemos esto por el momento, pero tenemos esto y esto otro», acercarme a él, a atenderlo, cabizbaja, con mi miedo de siempre y mi mal augurio de presa.
La primera vez me pidió fuego. Quería fumar mientras se tomaba un expreso que ya le habían servido. Le llevé una fosforera y me quedé a esperarla. Tenía que devolverla en cocina. En todo el tiempo que demoró en encender el cigarro no me quitó la mirada. Me preguntó mi nombre y él me dijo el suyo. Luego quiso saber cada qué tiempo yo trabajaba y le respondí «2 por 2».
Como 4 días después, mientras endulzaba su expreso de siempre, me preguntó si había alguna posibilidad de hablar conmigo en privado, de conocernos. Le respondí que estaba trabajando.
El bar estaba repleto a esa hora y la campanita de pedidos terminados no paraba de sonar en cocina. Yo podía decir que el cliente me estaba haciendo una sugerencia sobre el servicio o un nuevo pedido, pero yo estaba nerviosa y los nervios son delatores casi siempre.
«Bájate el nasobuco para ver una cosa», me pidió y luego también quiso que me acercara para decirme algo al oído. Me dijo «es que estás muy linda, me gustas mucho, me gusta tu cuerpo, tu carita». Yo le recordé que estaba trabajando y él resolvió con pedirme mi número. Se lo escribí en uno de los papelitos de anotar los pedidos y se lo entregué junto con la cajita de la cuenta.
Esa noche, cuando terminé de trabajar, tenía varios mensajes suyos. Rondaban sobre lo mismo: su gusto e interés en mí, mi cuerpecito, mi cara bonita, mi delicadeza.
Me dijo que su casa estaba cerca del bar y me podía quedar cuando quisiera. Le agradecí y le expliqué que me estaba quedando en casa de un amigo, también muy cerca, porque yo vivía lejísimo y había llegado tarde al bar en dos ocasiones. Con más razón yo debía aceptar su oferta, escribió. Yo me quedaba en su casa para amanecer los días que tuviera trabajo. A fin de cuentas, él era un hombre solo con su perra, me dijo, para qué quería tanta casa.
En realidad no estaba tan solo. Quiso ser sincero conmigo y hablarme claro, porque según él, le gustaba la sinceridad. Me contó que tenía una mujer en Estados Unidos y que estaba embarazada. Me preguntó si yo tenía algún problema con eso y le dije que no. Mi problema era mayor. Mi problema era la incertidumbre. ¿Sabría de mí? ¿Estaría consciente de quién soy? Concluí que no, apenas me reveló que era babalao.
Los babalaos no pueden tener relaciones sexuales con hombres, ni con mujeres como yo. Enseguida temí. Me sentí en una encrucijada. Le avisé que yo también necesitaba hablarle claro, contarle cosas de mí, y yo pensé que en ese momento me diría «yo sé que tú, cualquier-disparate-biologicista, pero te vi, me gustaste y esto no lo puede saber nadie». Una cosa de esas. Pero especuló que yo debía tener algún novio y que eso era lo que quería contarle. Le respondí que no era nada de eso, pero que le diría tal vez mañana. Estaba cansada. Ni me había bañado.
Al día siguiente, en el bar, me insistió en que fuera a su casa para conocernos más. Yo no podía dar un ningún paso sin estar segura de cuán informado estaba de mí. Sin embargo, cuando me dijo que lo llamara al terminar mi turno en la noche para recogerme, no le dije ni sí ni no. Limpié su mesa y él tomó mi silencio como un sí. Lo que hice cuando terminé esa noche fue irme para casa de mi amigo y apagar mi teléfono.
Al otro día le escribí que había tenido un problema y que me iba a mi casa. No nos volvimos a ver hasta 2 días después que me tocó trabajar de nuevo. Todo siguió normal, él continuaba ofreciéndome su casa, su vida, su religión, su compañía, su buen sexo. La dueña del bar y mi jefe de turno me aseguraron que en mi ausencia él no iba tanto.
Con los días se hizo costumbre verlo allí con su perra. Me di cuenta de que llevarle la carta era innecesario porque siempre quería lo mismo, un café expreso y en ocasiones una «cervecita ahí». A veces tomaba con amigos y yo llegaba, «permiso», a llevarles más pedidos de cervezas y él me miraba con su sonrisa de puto, de descaro, con su deseo en la punta de la lengua.
Los días pasaban y él ya conocía a todos en el bar, saludaba y hasta sacaba conversación con la dueña o con mi jefe de turno.
Cada vez que lo veía llegar pensaba que por fin me diría que lo engañé, que soy una impostora de género, una aberración. Era preferible. Iba a sentir alivio y al mismo tiempo me estaría comiendo las uñas a la espera de su próxima reacción. Pero siempre que volvía me buscaba con la mirada, me guiñaba un ojo, yo le sonreía a la perra y luego subía la mirada hacia él, mi jefe de turno sonreía desde el lugar que se encontrase, mis compañeras me daban golpecitos con el codo y la dueña me decía «está muerto contigo, qué esperas», pero yo estaba muerta conmigo misma, muerta de miedo.
Me puse a buscar el momento para decirle. Eventualmente, él se iba a cansar de mis evasivas. Le escribí una noche mientras comía con mi amigo en un restaurante. Le conté todo. Al poco rato eliminé los mensajes. Mejor contarle en persona, pensé. Por eso esperaría a la mañana siguiente para confrontarlo apenas llegara.
Noté que estaba algo enojado. «Acabo de ver que me escribiste, pero borraste los mensajes», me dijo. Le inventé que me había equivocado de chat y volví dentro, bien atrás, donde no me viera. Me puse a secar vasos y cubiertos, a escuchar las conversaciones irrelevantes de los cocineros, a mirar a un punto fijo mientras pensaba en lo estúpida y cobarde que soy.

En ese momento tampoco le dije nada. Mi excusa era que no podía darme el lujo de echar a perder mi día, mi trabajo. Una mesera, cuando está a prueba, tiene que poner toda su vida y atención en una bandeja o una mesa, olvidarse de los problemas, hacer que los vasos y cubiertos brillen, que los tragos y la comida no tengan ni un pelo, saber exactamente qué pidió cada persona en cada mesa por si el jefe de turno que te evalúa te pregunta a mitad de pasillo, aunque los dueños sean amigos tuyos, porque trabajo es trabajo, amistad es amistad, pareja es pareja.
Esa lógica del capital que hemos interiorizado y nos parece con mucho sentido. Cercenar afectos, disgregarlos, porque lo importante es producir, atraer clientes, venderles el lugar, vendernos, hacer que consuman, aunque sea café, café en la mañana, café al mediodía, café en la tarde noche y de vez en cuando una cerveza, aunque mi jefe de turno se burle: «le va dar gastritis, va a acabar con una úlcera a ese hombre».
Le volví a contar todo en la madrugada. Esa vez no lo borré y leí su respuesta al amanecer. Tenía mucho miedo de abrir el celular. ¿Qué me encontraría? ¿Qué me habría escrito? ¿Cómo se lo habría tomado? Su mensaje decía: «Tranquila. No tengo nada en contra de los que son así, pero como comprenderás soy hombre y babalao». Más adelante me propuso ser amigos si yo quería. Por su religión, era lo único que podíamos ser. O quizás también ahijada y padrino si lo necesitara. «Espero que no te sientas mal».
Lo que yo sentí fue un alivio tremendo. Pensé que no frecuentaría el bar ese día, pero apareció a la media tarde. Me puse nerviosa, algo triste también. Siempre la misma historia. Pero no iba a bajar la cabeza. Yo era la misma persona que él deseaba hasta hacía menos de 24 horas, la que quería llevar a su casa, a su cama, meter en su vida y en la de su perra. Nada había cambiado. Seguía con mi pantalón negro, mi pulóver blanco, mis teticas de adolescente y mi cara de yo no he sido.
Me pregunté si el deseo se podía ir así de rápido. ¿Qué hacía un tipo como él con su deseo? ¿Tragárselo o preparar un ritual para neutralizarlo? ¿Cómo se anulan las palabras dichas, sus miradas y sus guiños?
Dejé que fuera otra mesera a atenderlo. No sabía cómo mirarlo, cómo nos miraríamos. Él iba a estar todo el tiempo observando con detenimiento mis movimientos, mis manos, mis gestos, buscando indicios, imperfecciones, asomos de mi falsedad de género.
Me tocó recogerle la cuenta y me dijo que no pasaba nada. «Al final yo fui el que se confundió. No tienes la culpa». Por primera vez uno de estos tipos «confundidos» reconocía que en mí no estaba la culpa. La mayoría de las veces la culpable soy yo, la que los engaña, la que no les habla claro, porque se supone que yo debo andar con un cartel que diga «Atención: yo soy esto y soy aquello».
A partir de entonces las visitas del babalao al bar disminuyeron. Yo dejé de escribirle. Por suerte, mi deseo siempre estuvo rebajado. Lo atravesaba la desidia y la incertidumbre que casi siempre quiero que se rompa sin yo mover un dedo, que sean los tipos los que solos se den cuenta y así evitarme dar la misma explicación sobre mí, sobre mi cuerpo y mi existencia.
Un día el babalao llegó al bar sin la perra y me preguntó por qué había dejado de escribirle. Dijo no entender mi indiferencia. No supe qué responderle e hice un gesto amable con mi rostro. Le pregunté por la perra y me dijo que estaba en celo y evitaba sacarla a la calle. Los perros se le acercaban, se ponían como locos, ella también se alborotaba y él tenía que redoblar la vigilancia, me explicó.
Días después volvió muy tempranito. Andaba con una muchacha vestida con uniforme de gastronómica. Venían todavía con la marca de las sábanas en la cara, la marca del sexo en el semblante. Ella no era una impostora. Era, lo que suelen decir, una muchacha real. Él le preguntó «¿qué quieres?», y ella respondió «una pepsi». Necesitaba algo energizante, porque estaba agotada y tenía examen en la escuela de gastronomía.
Él me pidió entonces una pepsi para ella. Para él, lo de siempre. La muchacha me preguntó si yo había pasado la escuela de gastronomía o de meseras y dependientes. Yo hasta en eso soy una impostora, y le respondí que no.
Ella abrió la lata, probó la pepsi y dijo «hmm qué rico, ¿quieres mi amor?». Él no quería, y ella volvió a girarse hacia mí para hablarme de lo rica que es la cola, de lo dura que es la vida de las meseras, de algo más que a mí no me importaba y «bueno, chao, nos vamos».
Él me guiñó un ojo mientras le agarraba la cintura. Se fueron y yo me quedé pensando en lo fácil que lo tienen los perros, por ejemplo. Solo es cuestión de olerse la cola.

Adriana Normand
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Qué maravilla de texto
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Yarbredy Vázquez López
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¿No habrás publicado algo ya? Si no lo haz hecho propóntelo. Tienes una madera de escritora tremenda.
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Patricia
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La lujuria y la represión de las religiones. Muy bien, Mel. Me gusta leerte.Me encantaría saber que pensaba ese tipo, la otra parte de esta historia.
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