No lloré el día que me violaron


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(Foto: María Lucía Expósito)

Cuando salieron las denuncias de abusos sexuales contra Fernando Bécquer, sentí, por primera vez, una conexión íntima con varias mujeres alrededor de mí.

Yo sabía, muy en abstracto, lo que era la sororidad. Quizás sea más atinado decir que la identificaba, la reconocía, pero siempre como fenómeno lejano geográficamente. «Manifas» en Argentina y Colombia, #Metoo y luchas por el derecho a aborto en cualquier lugar del mundo.

Me indignaba, me imaginaba caminando por la calle, tetas afuera si fuera preciso, marchando junto a todas y cagándome en todo.

Pero nunca pensé que la denuncia de aquellas 5 mujeres conectara a mi mejor amiga de la secundaria con mi mejor amiga de la universidad. Ellas no se conocen, no saben de la existencia de la otra y tienen actitudes diferentes frente al abuso.

La primera siempre intenta prevalecer, se encierra en su carácter ácido, y mete el cuerpo hasta donde se pueda. Sufre pero no se nota. Se pinta, se peina las extensiones y hace twerking en un bar de pobres. La segunda ha sufrido y sufre mucho, se le nota , llora en voz alta. Perdona y sigue, se resigna y desaparece.

Las denuncias le movieron algo a las 2. Y en el caso de la primera, me sorprendió mucho. Siempre ha sido de un pragmatismo terrorífico, frívolo, patriarcal. Muy machista ella, muy víctima también.

Pensé que cuando le contara las historias iba a decir «qué clase de comepingas son todas», que dejaría el texto por la mitad, que me iba a recriminar por «estar calentando» sin haberme graduado. Pero compartió todo, mandó audios molesta y asqueada, corazones púrpuras y estados. Mi mejor amiga de la secundaria, la pendenciera, reconoció por primera vez el abuso ajeno y no juzgó a la víctima.

La segunda lloraba con cada historia y me contó que unos días atrás un hombre la seguía de camino al trabajo, a plena mañana. Ella apretó el paso, se puso al lado de una mujer que no conocía y se torturaba pensando en que hubiera pasado si esa mujer no llegaba a aparecer.

Empezó a evocar sucesos pasados. No me lo dijo, pero lo supe. Ella, con sus tetas grandes, su pelo rizo y su voz sensual era un epicentro de pasiones abusivas todo el tiempo. En las paradas de guaguas, en la escuela, en las salidas con los amigos. Mi mejor amiga de la universidad, la sobreviviente, se reconoció a sí misma en el abuso de otras mujeres.

Con otras estuve toda la noche murmurando sobre traumas que se guardaban sin enterrarse: un reputado profesor cogiendo una mano para ponerla sobre su pene erecto, un aborto con 14 años, un asalto con manoseo y masturbación del asaltante.

Me preocupé. Me di cuenta de que a la mayoría de mis amigas las habían abusado. Me di cuenta de que si escarbaba entre mi mamá y mis tías saldrían abusos aunque no los nombraran como tal.

Recordé todos los abusos que vi, y que en mi inmadurez, justifiqué. Recordé que yo había sido violada.

En aquel entonces, yo era una adolescente. Para mí una violación era una mujer penetrada entre gritos en un callejón oscuro, en un matorral o en un terreno baldío. Sin una vagina o un culo heridos según dictamen de Medicina Legal, sin un forcejeo de madrugada, me costaba trabajo concebirla. Pero mientras otras cosas las aprendí escuchando, leyendo y viviendo, esta la aprendí a las 10:30 de la mañana en mi cuarto, sin gritar, sin llorar, con mis primos tras la otra pared, y sobre todo, dando mi consentimiento.

Era un vecino que conocía de toda la vida y que toda la vida fue un depredador. Cuando yo tenía 13 y lo normal era estar con el de veintipico, él merodeaba a la mayoría de mis amigas, les apretaba las tetas en un matorral de noche, les metía a lengua hasta la campana de la boca y luego cada quien a su casa con la victoria a cuestas.

Ellas a la escuela para hacer el cuento de los apretones con «el mayor», y él en la esquina de la bodega jactándose, con hombres mayores, de un totico cerrado, tierno e irresistible que madura a una velocidad exquisita. Gala de pedofilia legitimada.

Ese tipo era y es un lugar común, un depósito. Uno en el que yo me tiré conscientemente durante un cancaneo emocional.

Fue una tarde-noche, un palo horrible de 5 minutos, y por mucho, la pinga más fea que he visto en mi vida. Torcida, absurdamente flaca y con dos perlas de acrílico en la cabeza.

No conté con el encarne de ese tipo, no conté con su tristemente célebre paciencia y olvidé por completo la naturalidad con la que disimulaba no estar obsesionado con la caza.

Un mediodía tocó la ventana de mi sala, me pidió que abriera y yo me negué 2 veces. Vi que tomaba niveles altos para un barrio silencioso como un cementerio y que mis vecinos y mis primos se darían cuenta de que algo estaba pasando.

Como mi familia se come a cada rato el mojón del prestigio y el que dirán, lo dejé pasar. En la sala le echaría 2 pingas, un bofetón y una advertencia. Pero esta vez vino decidido a acostarse conmigo, a taparme la boca, a preguntarme si realmente yo quería dar un escándalo, y como yo me creía brillante, saqué una cuenta fácil. Mi hermano lo iba a matar, me iba a mirar a mí como una escoria el resto de mi vida y el vecindario como una hipócrita.

Axioma de la sabiduría popular: a ninguna ninguna mujer la viola un hombre con el que coquetea. Así que forcejeé, imploré, lloré y dije «por favor». Como no hubo resultado, me bajé el pantalón de mezclilla y me tumbé en la cama.

Un palo corto, un dolor horrible, un seminario de Cultura Política. Por unos días me sentí manoseada como una masa de croquetas. Para salir rápido de eso, me eché la culpa, que siempre es más fácil. Las secuelas duraron años. Todavía hay rezagos.

Decirle que no a un hombre siempre se siente como una traición a la cadena evolutiva, un ruido en el sistema que no debería permitirme y que desnaturaliza una proceso ancestral de dominación que yo no debería querer cambiar.

Le hice el cuento a un novio de años después y enrojeció, se ofendió, quiso cambiar la historia, me exigió un nombre y como también le era más fácil, me echó la culpa.

Pasaron años antes de ponerle un nombre a lo que pasó, uno en el que yo no fuera mi propia verduga. Creo que hoy, para alegría de mis amigas, estoy curada.

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