Todo indica, aunque casi nunca es obvio ni convincente, que en el territorio de la dominación sexual (poner en marcha la ambición de intervenir y poseer la mente del otro), ninguna “víctima” lo es tanto que deje de ser consciente de su poder, más allá de dos circunstancias que obrarían como trasfondos: la consensuación del trabajo con/desde el cuerpo, y las hipótesis en torno a la debilidad de la inocencia. Por cierto, las implicaciones legales de semejantes reparos podrían ser muchas y muy equívocas.
Son observaciones y advertencias sobre un asunto que, en líneas generales, deja afuera el cúmulo de las elecciones del yo. Todo el mundo se mete con el yo, como si dijéramos. Cuando el yo es transparente y no se oculta, ¿se vuelve indefenso, frágil, “agredible”?
La entrega incondicional edifica un mundo oclusivo que viaja hacia todas partes. La entrega incondicional es una especie de libertad: la de elegir el sometimiento, pactarlo y devolverlo como gestos de fascinación. El corrimiento vertiginoso, centrífugo, de los límites de la libertad, genera sabiduría y nutre (se ha dicho tantísimas veces) la idea de lo humano.
Estamos en Viena, en 1957. Hay un hombre (un tanto desdeñoso, muy reservado y elegante) que se llama Max (antes era Maximilian), y trabaja como portero de noche en el Hotel zur Oper. Su perfil es muy bajo, su identidad ha sido cambiada, su pasado no puede ser más difuso, tenebroso e inencontrable: hasta 1945 fue un oficial de las SS al frente de las ejecuciones en un campo de concentración. Se imaginaba en el papel de médico, además. Un día, en un lote de prisioneros, descubre a Lucia. Ella está desnuda, como los demás. Es muy hermosa, muy delgada, se la ve asustada y quebrantable, y, al parecer, apenas ha cruzado los límites de la adolescencia.
Max usa una pequeña cámara de cine y un soldado lo auxilia al portar una lámpara con la que ilumina el cuerpo y el rostro de la joven. Filma a Lucia con esa cámara portátil y empieza a desearla. Ambos hechos, mirar y desear, confluyen en el acto transformativo de ver. Max convierte a Lucia en algo suyo. Es su juguete sexual (o más bien erótico). Juega a matarla, por ejemplo, cuando Lucia, desnuda, huye por una habitación mientras Max le dispara de mentiritas, sin acertar. Ella sonríe. Él es feliz de ser el dueño de su vida.
Ahora Max es el portero nocturno de ese hotel adonde llega un célebre director de orquesta, el señor Atherton (va a dirigir allí, en Viena, La flauta mágica, de Mozart), con su esposa. Ella se acerca y hace contacto visual con Max. Se trata, ni más ni menos, de Lucia, que ha regresado más de una década después. El mundo se estremece y se reacomoda.
Así empieza El portero de noche, la película de Liliana Cavani que, arropada luego por prohibiciones y escándalos, se estrenó hace cincuenta años, en 1974, en el Festival Internacional de Cine de Venecia.
Max no es más que un carpetero. Su círculo de amistades íntimas tiene que ver con el antiguo poder nazi: un puñado de hombres que lo evocan, lo suscitan o lo reprimen para, al mismo tiempo, protegerlo de observaciones indiscretas. De vez en vez se reúnen con el propósito de evaluar la calidad de sus antifaces y comprobar si hay algún riesgo en el horizonte de sus actuales vidas. En las reuniones también se discute qué saben y qué ignoran los investigadores del nazismo, para quienes Max tiene poca importancia.
Mezclar sexo con nazismo. Erotizar el fascismo y, en particular, uno de sus emblemas: el uniforme (en cuyo empaque se reúnen cierta belleza apolínea, exclusiva, y cierta noción de lo siniestro como energía destructiva). Representar el placer sexual allí, en el monstruoso y delirante espacio que esa articulación crea. Generar una incomodidad persistente. Porque cuando se trata de pasión sexual, ¿los juicios morales quedan fuera? ¿En verdad todos los juicios morales quedan fuera? Es muy posible que sí. Es muy posible que todos queden fuera, en un espacio de tiempo breve, excepcional, y en circunstancias donde la magnitud del hechizo sexual genere un absoluto del cuerpo y de la mente.
¿Se diría, al menos, que la coartación de todo juicio moral sería inevitable en el escenario de un placer que se aproxima, por la ferocidad de su vigor, a la devaluación de cualquier escrúpulo?
En su libro Los hundidos y los salvados, Primo Levi escribe que confundir a asesinos con víctimas es un padecimiento moral, un “remilgo estético”, o, acaso, algo que podría parecer un oscuro signo de complicidad. Estaba refiriéndose, dicen los críticos, a esta película insólita.
¿Puede hablarse de colaboracionismo retrospectivo, de comodidad artística (casi comparable a los privilegios que tenían los miembros de las llamadas “escuadras del crematorio”), de responsabilidad ética, de necesidad de mantener la fiabilidad de la memoria? Estas y otras cuestiones saltan y estallan frente a El portero de noche. Porque hay una “contrariedad”, un “inconveniente”: aunque atravesada por la angustia, los temores y el dolor, Lucia no deja de ser una sumisa voluntaria/involuntaria que sonríe siempre, porque se excita ante el ilimitado poderío de Max.
Aquí hace su entrada la voluntad irreprimible de la sumisión, que es una de las fuentes más grandes de la pasión erótica, donde el cuerpo es cielo e infierno, memorial y olvido, santuario y pesadilla.
La afirmación de que la moral se disipa allí hasta desaparecer, ha sido, desde siempre, tan anómala como irritante. En un viejo libro donde se acumulan hechos ocurridos en el campo de concentración de Buchenwald (cerca de Weimar), liberado el 11 de abril de 1945 –donde había casi mil muchachos y muchachas de talante espectral, aparte de prisioneros adultos, enfermos, y un buen número montañas de cadáveres–, se cuenta la pasión de una asistente nazi por un jovencito polaco de 13 años apellidado Lobzower. Sexo de ida y vuelta, frecuente, intenso, aderezado por facilidades que a él le salvan la vida. La enfermera había participado en un experimento donde la madre de Lobzower había muerto. Lobzower lo sospechaba, o lo sabía. Otro caso: un joven soldado alemán se aparea, apasionado, con la joven Hanka, de origen ruso. Ella corresponde. Corresponde enfáticamente. Él, un tal Ernst, tiene 23 años. Ella está por cumplir los 15. Ernst, saciado, la entrega al burdel de los oficiales. A veces la visita allí.
Pocos actores detentan la autoridad con que incorpora Charlotte Rampling su personaje y Dirk Bogarde el suyo.
Vemos, en un parque de diversiones, un tiovivo ocupado por prisioneras que arman el escenario de un tiro al blanco nazi. Se oyen gritos. Las mujeres giran y van cayendo, abatidas. El pasado, para Cavani, existe como un brazada de recuerdos fuertes, insertados en la historia principal de Lucia y Max. Y como el pasado va a repetirse, ahora quintaesenciado, todo flashback es una promesa de renovación.
Max, portero, también atiende a inquilinos especiales. Cavani nos regala un detalle singular: el antiguo oficial de las SS cierra el zíper de la bragueta del gigoló que atiende a una mujer aristocrática y enjoyada. Ella añora los viejos tiempos del poder nazi y se encuentra al cuidado de Max, un mero intermediario. La señora, gran amiga suya, le pide que le traiga al gigoló y Max va y lo despierta y le ordena cumplir su tarea, pero vestido con corrección: un zíper abierto es una vulgaridad y hay que cerrarlo. El gesto posee un sorprendente espesor erótico. La mujer es también receptora de las confidencias de Max. Es a ella a quien le cuenta que ha recuperado a su niña, a su amante, a su hembrita inefable y tierna, a Lucia. La señora, sorprendida, le dice a Max que esa locura acabará con su vida.
Pero Max siempre ha sido un dominador matemático: está en el justo punto medio. Avanzar significa entregarse a la crueldad del despotismo, retroceder significa entregarse a la obediencia escondida tras el respeto admirativo. Max, sobre todo, representa a un voyeur que elabora situaciones a medio camino entre lo real y lo imaginario. Había sido médico a ratos, fotógrafo, cineasta. Oficios del ojo y la observación. Oficios donde la realidad queda a merced de un reordenamiento creativo que se articula dentro de la poderosa y absorbente intimidad del sujeto.
El personaje de Bert, bailarín homosexual, tiene un vínculo de franco enamoramiento con Max. Max suele inyectarle un medicamento que lo calma y lo hace dormir, pero desprecia sus insinuaciones. Bert baila en 1957 para él, como bailaba para él y otros oficiales del campo de concentración. Bert era un simpatizante de los nazis y, años atrás, amenizaba sus momentos de ocio.
Bert se reclina sobre la cama, se baja el pantalón y muestra sus nalgas. Max prepara, indiferente, la inyección. Algo dice Bert sobre su suavidad al pincharlo y le toca la mano a Max. Después hace un gesto que nos anuncia que va a masturbarse.
Una de las secuencias auténticamente atroces de la película es cuando se produce la transición desde Teatro de la Ópera, donde Lucía mira a Max (que la contempla, con mucho recelo, sentado detrás), hasta la sala de camastros de hierro donde los prisioneros judíos observan impávidos a un nazi sodomizando a un hombre (otro prisionero) que, a su vez, se masturba. El placer axiomático de este sodomizado, en medio de un acto brutal (o que debería serlo), contrasta con la música: en el tránsito de la ópera a este ámbito de sometimiento deleitable, la música (La flauta mágica, de Mozart) no ha dejado de escucharse. Lucía, medio alelada, está en una de las camas, y Max llega y se la lleva.
Cuando, en el teatro de la ópera, Max y Lucia se miran, uno supone que él teme que ella lo delate. La expresión (engañosa) de la joven es como de sorpresa o terror incómodo, próximo a la ira. Y así, en el presente de la historia, una especie de túnel se abre para los dos. Un túnel lleno de vértigo, oscuridad y sentimientos metastásicos. El túnel por donde habrán de volver a una época que ya, para entonces, no será sino un artificio de la mente, cuya paradoja se define en su solidez, su horrenda frescura, su capacidad de resurrección y persistencia en el amor, el deseo y la desesperanza.
En una casa de antigüedades, Lucia escoge un vestido que le recuerda a aquel que le puso Max cuando le curó las heridas en el campo de concentración. Es una fetichista de marca mayor.
Cuando su marido se va del hotel, rumbo a Frankfurt, se supone que Lucia lo alcance días después, pero lo que hace es mudarse al apartamento de Max. Ya han tenido un reencuentro a solas, una especie de rabiosa y ardiente renovación de votos: ruedan por el piso de la habitación del hotel (este momento, de un furor físico extremado, fue filmado en una sola toma: Charlotte Rampling se negó a repetir la escena). Más tarde, Max descubre el vestido de la casa de antigüedades y, deslumbrado, se arrodilla ante ella. Después él prepara café y se lo lleva a la cama y se lo da con una cuchara, sorbo a sorbo. Al mancharse la boca, él la limpia con los dedos con mucha suavidad. Vuelve a ser su prisionera, o él el prisionero de ella. Y ella, como antes, vuelve a meterse sus dedos en la boca, como un falo que entra y sale durante una felación. Corrección: antes, en el campo de concentración, era él quien invadía su boca con dos dedos, mientras que ahora es ella quien agarra esos dedos y los chupa.
El sujeto sumiso esclavizado, cuando es poseedor de belleza y le es dado entregarla al otro (a pesar del saqueo, la imposición y la violencia física), se transforma lentamente en un esclavizador cruel, un agente de la obediencia y la mansedumbre. Hay un vínculo osmótico entre ambos individuos, y, en este caso (Liliana Cavani filma la tragedia con una lucidez sensual y mayestática), todo comienza cuando la recordación del pretérito se torna un estilo de vida.
En lo que toca al portero, en él existe ese profundo e intenso volver a ciertas imágenes que son las de su vida real. Él sabe eso y no se extraña. Regresa con naturalidad a detalles cada vez más corpulentos, y de nuevo es el oficial Maximilian Theo Aldorfer, de conspicua labor en Hungría. Lucia, en cambio, cree que su vida es otra, junto a Atherton, un marido exitoso, cálido y sensible. Pero se da cuenta de que la autenticidad de su alma y su espíritu reside en los días de cierta sumisión y cierto amor junto a Max.
¿Es legítimo recordar, en este punto, una película como The Reader, de Stephen Daldry, basada en una novela homónima de Bernhard Schlink? El joven Michael, de 15 años, estudiante, conoce a Hanna, de 36, revisora de tranvías, y vive con ella el nacimiento, despertar y explosión del deseo y el amor. Ella no sabe leer y él le lee a Homero, Schiller, Tolstói y otros, antes o después del sexo. Los años pasan y Michael se entera de que Hanna, aquella mujer con quien el placer se manifestaba como la dádiva de un conocimiento extraordinario, había sido guardiana en un campo de concentración. Y le es dado asistir al juicio donde ella y otras mujeres van a ser condenadas.
Hay un asunto ahí con la piedad. Y un nudo sobrecogedoramente difícil de romper.
Otro gran pasaje de El portero de noche, tras confesarle Max a su amiga Erika (la señora del gigoló) que Lucia es su pequeña, su amor bíblico (y que la ha encontrado, la ha recuperado, y no piensa dejarla ir), es cuando Lucia baila para los oficiales, con pantalón de tirantes, pecho desnudo y gorra de las SS (una prisionera topless muy delgada), y Max, como premio, le ofrece la cabeza de un prisionero que la molestaba mucho. Y entonces Lucia se transforma en una Salomé moderna.
Ese baile, donde la sometida a su vez somete (humillada, ella también humilla) y se lleva un premio sangrante, constituye uno de los momentos más refinados y furibundos de la historia del cine. Allí Lucia canta y baila “Wenn ich mir was wünschen dürfte”, de Marlene Dietrich, y su maravillosa toxicidad (llamémosla así) crece.
Lucia y Max en el apartamento de este. Sitiados por los compañeros de Max de las SS, ellos determinan que Lucia, peligrosa testigo posible, no puede vivir, y que Max es un irresponsable romántico. Pero él se empeña en mantenerla junto a sí, a pesar del hambre y la debilidad. Es una situación sin salida. Y, aun así, Lucía se tira encima de Max, en el suelo, masturbándose contra su pelvis hasta que sobreviene el orgasmo. Cada uno de ellos descubre, a su modo, y con júbilo doloroso, que ha amado y ama al otro, a pesar de todo. Después vemos a Lucia vestida como una muñeca, con largos guantes blancos y falda de niña. Max saca del armario su antiguo y lustroso uniforme, y con orgullo ambos salen, tambaleándose en la noche, al encuentro de la muerte.
Tal vez lo primero que se hace, para evitar el caos de las reflexiones, es separar el universo traslaticio e hipermóvil del yo del universo de los hechos de la Historia. Pero tan sólo con intenciones, en principio, de comprender dónde, cómo y por qué se manifiesta la libertad, incluso esa libertad que, en los totalitarismos, sirve bien al florecimiento de la locura y la extinción de la vida. Después vienen los juicios.
Colabora con nuestro trabajo Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro. ¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí. ¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected]. |
Es difícil saber de esa dependencia sexual si no se ha vivido, pero en tu análisis de la película nos damos cuenta de muchos detalles. Yo vi esa película y no podía entender la base del sometimiento de ella, pero hay tantas prácticas y deseos que van más allá de la comprensión, nada del mundo nos puede sorprender. Muy buen artículo!!