Sobre el erotismo y sus variadas confluencias, esa entelequia llamada “espíritu francés” ha acumulado ya, desde la propia Ilustración, una tonelada de pensamiento. O, tal vez, sería más acertado apuntar cómo han convivido, en amistad peligrosa, esa clarté y lógica, inscritas en la lengua francesa, y las pulsiones más oscuras, destructivas, y transgresoras del orden clásico del pensamiento, en la creatura humana.
Esto, sobre todo en el siglo XX, cuando innumerables libros de prosa ficcional y ensayística han intentado explicar tan controvertida materia. Para mí, sin embargo, pocas expresiones tan abarcadoras y sugerentes como ésta del filósofo y fenomenólogo Maurice Merleau-Ponty: el mundo es carne.
El carácter ambiguo y paradójico, asertivo y contundente, de esta metáfora, lo comprobamos una vez más cuando en otro lugar el francés subraya: ella, la carne, es como una dimensión adicional del mundo; ni materia ni espíritu, expresión del ser prerreflexivo, equivalencia de lo sensible. Léase: aunque el mundo es una carne, la carne no tiene la materialidad del mundo, y no se rige por sus leyes y necesidades. La carne es límite y a la vez umbral; y es hasta ese umbral al borde de un precipicio que nos lleva el erotismo.
Por otra parte, lo que, en sus reflexiones sobre la novelística de Marcel Proust, Merleau Ponty llama ideas sensibles, a saber, idea musical, literaria, pictórica, y la dialéctica del amor –la más importante para nuestras notas–, no pueden ser concebidas como ideas al modo platónico y fuera de la experiencia carnal.
Es en este mundo sensible, intermedio –al no ser ni materia ni espíritu– donde, desde la diferencia, y en ciertos momentos de perfección gravitamos juntos los seres humanos. La carne, dimensión adicional y siempre vibrante, se expresa en ese diferencial de temperatura y al contacto con la otra carne; pero siempre –debe subrayarse– a través de los puentes que tiende la maquinaria de la imaginación expresada en signos. Se ha dicho que solo existe una comunicación universal y auténtica: el intercambio de los cuerpos por el lenguaje secreto de los signos corporales.
Es ahí, en ese puente imaginario, en cierto uso metafórico y simbólico del lenguaje, cuya función no es tanto representar lo visible sino crear un espacio de continuidad con otro ser, aunque sea por instantes, donde germina el erotismo. Exceso que desea: carencia expresada en el deseo. Por eso los signos, de cualquier tipo que sean, constituyen el secreto y la esencia del erotismo. Más exacto lo apuntaba Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso: es por el lenguaje que el otro se altera. Una palabra diferente me pone a escuchar el mundo del otro; el zumbido amenazante de otro mundo… (las cursivas son mías.)
Diría más: esos signos que me lanza el otro, ese cuerpo de palabras y señales, son quienes provocan que, juntos –el otro y yo– nos subsumamos en ese “espacio semántico original”, mundo de lo sagrado en su unidad primaria y homogénea; noche iluminada por el “entusiasmo nocturno” que decía Novalis en sus Himnos a la noche. Ámbito luminoso –pero de la Luz Oscura– donde el intelligere se une a Lo Primario. Espacios similares: del místico, del artista, y de la pareja de amantes en su experiencia de comunión erótica.
En la obra de Marcel Proust, “faire cattleya” (hacer orquídea) es, en su sentido metafórico, una de sus expresiones más bellas y certeras. La metáfora pertenece a Por el camino de Swann, tomo primero de los siete que conforman En busca del tiempo perdido, la obra magna del novelista francés. La frase se usa como motivo esencial para describir el primer encuentro sexual entre el esteta y dandi Charles Swann y la cocotte Odette de Crecy (cocotte=cortesana, prostituta de lujo). La escena ocurre, por demás, mientras la pareja, que está en los comienzos de una relación sentimental, pasea dentro de un carruaje en movimiento; espacio cerrado y movimiento rítmico que remarcan el sentido de tiempo y espacio lúdico, propio de todo encuentro erótico.
Por supuesto, la mención del mundo de la orquídeas, flor epífita o terrestre de cinco pétalos con un labio central en forma de columna erguida, nos ubica, inmediatamente, dentro de un círculo sensorial y erótico de altísimos quilates. A ellas se asocian, el lujo y el exceso, el erotismo, la seducción, y una sensualidad extrema. De aquí su intrincado simbolismo, que, por demás, depende de su color y tonalidad. Las escogidas por Proust van del rosa claro al lavanda, y representan la feminidad, la inocencia y gracia, la alegría y felicidad. En la misma paleta de colores, el púrpura las convierte en símbolo de respeto, admiración y dignidad.
Pero también la orquídea nos lleva a un mundo propio de ilusión y engaño; mundo propio generado por un sistema receptor y efector de señales —Umwelt, lo llamaría el biólogo y etólogo Jacob von Uexkull–, que la orquídea y cada especie animal posee y necesita para autorreproducirse. La orquídea es una refinada trampa visual y química que actúa en su propio beneficio. En su hermosa mentira, en su simulacro, la orquídea manipula los impulsos sexuales de los insectos, encargados de la polinización al crear un lazo entre la parte masculina y la femenina de la flor.
Lo explica la botánica cuando habla del uso de expresivos colores y formas vistosas del labio o labelo, para su propia reproducción. En el caso de la cattleya –que debe su nombre al horticultor inglés William Cattley– este labio delicadamente avolantado, que tantas veces imita las formas de un insecto, se “expresa”, a menudo por el malva o rosa claro. En su viril despliegue, y por ser siempre un órgano de mayor tamaño y color más intenso, el labelo ejerce su atracción magnética sobre los insectos en vuelo.
Transpuesto al mundo humano, en una vertical simbólica y trascendente, el labelo se relaciona con el corazón como víscera sentimental, amorosa y emotiva. Es con este labio como señuelo –y perfecta plataforma de aterrizaje– que los insectos engañados intentan copular.
Señalemos, que, aunque sus pétalos sean metáforas de la corola de la mujer y su órgano sexual, es decir, de la gracia y la perfección de “lo femenino”, el nombre de orquídea viene del griego orchis, que significa testículo; y esto, por la forma de sus dos tubérculos o tallos bajo la tierra. En forma general, la orquídea es hermafrodita, es decir, dual y ambivalente: fértil como una muchacha en flor y con la sanguínea virilidad de un joven.
Como dato curioso, y relacionado con esta ambivalencia que la flor posee, señalemos que muchos de los personajes femeninos en la novela, sus amores y desamores, son transposiciones desde la vida real y social de los amores homosexuales del propio Proust: Alfred Agostinelli, Reynaldo Hanhn, Bertrand de Fénelon, Antoine Bibesco, etc…
Si hablamos de la inscripción de esta peculiar flor dentro del socius, diríamos que ella estuvo de “moda” desde fines del siglo XIX hasta los primeros años del siglo XX, cuando Proust escribe su novela. También desde lo social me gustaría proponer una estocada más profunda: pienso en la orquídea, y pienso en la mímesis, y en lo que René Girard llamó “deseo triangular”; pienso en la orquídea –y en Girard– y no puedo dejar de ver algo similar a la quintaesencia del ser humano dentro del fatum y de la historia: deseo, valor y simulacro.
En la novela, las orquídeas no están en su entorno propio y natural —Umwelt— sino en el pecho escotado de la joven Odette, carne suave y nacarada donde Swann, devenido niño tímido, intenta acomodarlas. Es ahí, alrededor del cuello, donde para no abandonarlo jamás, encuentran su sostén imaginario. En ese escote, en ese seno que se abre y se transforma en algo ritual y simbólico –algo más que signo del deseo– el mundo físico encuentra, por siempre, su esplendor y maravilla. En la seducción –decía Baudrillard– muere la realidad para advenir como ilusión, es decir, simulacro.
Entrar en la mente de Swann sería tal vez escucharlo diciéndose: conocer está bien; vivir sería mejor; pero, ser en ese cuello y a través de él, sería lo perfecto. Así, después de varios intentos de acercamiento, y solo mediando la flor –objeto de la naturaleza cargado de resonancias simbólicas– es que ocurre el abrazo erótico entre ambos. La cattleya, que tiene peculiaridades muy marcadas, funcionará, entonces, como una continuidad de la carne erotizada que propicia el abrazo de los amantes.
El deseo sexual de Swann –nunca olvidar su imbatible esteticismo y su gusto por la pintura de Vermeer de Delft– se moverá, así, desde las flores en el vestido y escote de Odette, hasta la propia carne nacarada y voluptuosa de la muchacha que desea ser tomada. En un registro mayor, puede anotarse que es la flor y su connotación erótica, quien, de esta manera, admite, propicia y encauza, las emociones y sentimientos, pasión e intimidad, deseos y sensaciones de los amantes.
A partir de aquí, y durante la vida matrimonial de Swann y Odette, la metáfora faire cattleya mediará los encuentros sexuales de la pareja; es decir: la expresión se convertirá en palabra ritual que propicia la mutua entrega amorosa. Ellos –flor y expresión– como partes connotadoras de un todo, crean una unidad de sentido y significado; y es entonces que la cattleya, como excepción cargada de resonancias múltiples, deviene un fetiche perfecto que, al seducir, termina seduciéndolos –y seduciéndonos como lectores.
Por supuesto, la forma en que el tiempo, ese astuto maligno, “oscuro enemigo que nos roe el corazón”(Baudelaire), transforma esta historia de deseo y erotismo en una lenta agonía de decepción y celos no es para contar en estas notas sueltas. Lo que, ya en el matrimonio, Swann intenta detener en Odette (la cocotte), es el movimiento del deseo que siempre es imprevisible, rizomático y subterráneo.
Así, el matrimonio –tal vez, institución, ley, y norma social por excelencia– es como el punto fijo que anula ese movimiento insumiso del deseo; que lo paraliza y transforma, de fuga insujetable, en punto petrificado y muerto. Baste decir que la cocotte Odette de Crecy, convertida en esposa del gran hombre de mundo, rico y culto, que era Charles Swann, termina siendo la amante del brutal e insignificante conde de Forcheville. Si mal no recuerdo, es Lezama quien en las páginas de Paradiso dice algo así: en la vida todo puede ser grandioso, pero todo no es más que una comedia miserable.
“La ecuación en Proust nunca es sencilla”, escribe con toda razón Samuel Beckett, en el ensayo que le dedica al francés. Para mí, la variable decisiva en esta ecuación radica en ser de los escritores que escriben desde “el hueco” en el corazón y, al mismo tiempo, intentan cerrar esa carencia fundamental. Tal vez, por eso, el empleo de esos larguísimos períodos gramaticales contrarios a la lengua francesa; y el uso de “tres adjetivos aterciopelados”, como, nos atrevemos a agregar, los colores de su pintor predilecto, Vermeer de Delft.
Hoy, después de tantos estudios críticos y biográficos sobre Marcel Proust, a nadie ya impacta, o siquiera asombra, su psiquis convulsa y frenética, su erotismo transgresor y francamente sadomasoquista oculto tras los párpados calmos y semicerrados que lo asemejaban a un príncipe de cuento oriental.
Fue con esa visión sentida y convulsa, nunca imaginada, con esa mirada moral y metafísica que diseñó a sus personajes de ficción y creó sus mejores imágenes y metáforas. Por esto, la expresión faire cattleya no representa simplemente la unión sexual de los amantes; sino también una brecha, el algo más de una carne que quiere, que busca desesperadamente su unidad fuera del mundo cotidiano.
Allí, donde la vestimenta se abre y la piel centellea –decía Barthes– en la intermitencia de esa brecha que abre el deseo, se muestra una totalidad, una felicidad que sospechamos siempre inalcanzable. En esa intermitencia, en esa oquedad del deseo tan parecida a una herida que no cierra, es donde se introduce el erotismo.
Colabora con nuestro trabajo Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro. ¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí. ¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected]. |
Hermoso este ensayo, que nos deja con ganas de investigar la novela de Proust y estos personajes. A mi entender el erotismo también puede ser imaginativo, tratar de poseer lo intangible de una carne que nunca vimos frente a nuestros ojos, o si la vimos y tocamos en un sueño, tal vez en una dimensión paralela. La orquídea y el erotismo son una misma cosa, porque su delicadeza se aleja de la violencia del deseo.