Patrick McGrath (Io Donna)

Ricardo Piglia –con esa casi enfermiza lucidez en cuestiones estéticas que es ya legendaria– solía citar una aguda máxima del ensayista norteamericano Leslie Fiedler que, según creo, posee un considerable valor heurístico para la intelección del texto que pretendo dilucidar en este artículo. Según el autor del célebre Love and Death in the American Novel, “los relatos sobrenaturales alcanzan su apoteosis en el período que transcurre entre el fin de la religión y el surgimiento del psicoanálisis”. Esa espléndida observación sugiere, entre otras cosas, la manera en que algunos narradores decimonónicos[1] utilizaron el vasto reservorio de símbolos usualmente asociado al género gótico para evocar –en una época devastada por el nihilismo occidental, pero aún ajena a los dudosos consuelos de la mitología freudiana–[2] ciertas emociones no del todo recomendables, ciertas atmósferas que el así llamado realismo no se atrevía –o acaso no podía– representar con eficacia: Dios había desaparecido (mucho antes incluso de que Nietzsche emitiese su lapidario diagnóstico), una pertinaz angustia los atenazaba y no había consuelo posible en este mundo ni en ningún otro.

Mario Praz ha trazado, con exuberante y perceptiva elocuencia, el complejísimo mapa que conduce desde los grandes narradores góticos anglosajones a la décadence parisina finisecular[3] –Huysmans, Verlaine–, la agonía romántica de Wuthering Heights, el lúgubre Londres de Bleak House, algunos expresionistas alemanes y, en definitiva, una auténtica muchedumbre de “especialistas” menores que se concentraron en representar aquello que algún escandalizado comentarista de Schopenhauer llamó “los aspectos más desalentadores de la existencia”.

Por supuesto, no todos los escritores de relatos fantásticos tenían propósitos que trascendiesen el mero entretenimiento (a veces un fantasma es solo eso) pero los mejores (M. R. James, Ambrose Bierce, Sheridan Le Fanu) invistieron al género de una considerable dignidad estética. Finalmente, en manos del que sigue siendo el mayor escritor de relatos fantásticos de todos los tiempos, Edgar Allan Poe, la gramática narrativa gótica alcanza el límite más extremo de su refinamiento, un paroxismo de complejidad y sutileza que ha sido constantemente imitado –incluso por quienes profesan no haberlo leído– pero, en rigor de verdad, jamás superado. La bibliografía sobre Poe es copiosa pero aquí me interesa sobre todo glosar un importante ensayo de Thomas Ligotti que señala dos elementos de su poética esenciales para la ulterior evolución del género: una progresiva interiorización del horror (los espectros son, o al menos pueden ser, cosa mentale) que se consigue erigiendo tramas minuciosamente ambiguas, refractarias a la idea misma de fijar inequívocamente el sentido del relato y que suelen suscitar una corrosiva incertidumbre: lo narrado en, digamos, “The Fall of the House of Usher” i o “Metzengerstein”, ¿se inserta acaso en la tradición sobrenatural de Horace Walpole, Matthew Lewis y Charles Maturin o estamos más bien ante proyecciones de la atormentada conciencia del narrador?: no existe la menor posibilidad de saberlo… y precisamente de eso se trata.

Por otra parte, Poe utiliza la arquitectura narrativa del relato gótico para insertar numerosas meditaciones que a menudo rozan –y en ocasiones superan– el más radical pesimismo: así articuló una metafísica del miedo que arrojaría una larga sombra sobre numerosos escritores del siglo XX, y no me refiero a Lovecraft y sus discípulos:[4] el Faulkner de Santuario —clasificado ya en su época como “gótico sureño”– Flannery O’Connor y el propio Cormac McCarthy (en los libros que preceden a Sutree) son apenas algunos –aunque ciertamente los más ilustres– entre quienes han experimentado, siquiera de la forma más sesgada y enrevesada que concebirse pueda, su poderosa influencia. Ahora bien, en el populoso panorama de la narrativa anglosajona del siglo XXI, su más conspicuo descendiente –me refiero aquí, por supuesto, a esa vasta zona no limitada por la retórica e inevitables constricciones del género fantástico– es, quizá, el escritor inglés Patrick McGrath, sobre todo con ese triunfo de la imaginación creadora que resulta su novela The Wardrobe Mistress (traducida al español como La encargada de vestuario y publicada en 2020 por Random House).

Se trata de una narración perturbadoramente intensa, que fusiona de forma magistral la gran tradición realista inglesa con una profunda, fuliginosa tesitura gótica, y no tiene demasiados equivalentes comparables en la así llamada literatura canónica. Lo primero que sorprende es la elección del narrador que impartirá esta dilatada “lección de tinieblas”: el procedimiento empleado por Patrick McGrath[5] resulta tan poco común en la tradición de la novela anglosajona que, al menos en principio, cierto escepticismo sobre su eficacia sería comprensible. Y, sin embargo, funciona… ¡Y de qué manera!: en efecto, las mujeres no se limitan a relatar lo acontecido sino que, como en el coro de la tragedia griega –cuya sombría perspectiva coincide por completo con la del propio McGrath– estas gárrulas espectadoras de lo ineluctable comentan con lucidez terminal cada acontecimiento, insinúan con suprema sutileza la esencia de las cosas que vendrán y, quién puede dudarlo, urden una inquietante, desalentadora meditación sobre la insignificancia humana, sobre la fragilidad del hombre y todos sus irrisorios anhelos.

Claro, el escenario en que Patrick McGrath ambienta su historia apenas podría resultar más propicio para una reflexión semejante. Así, el relato comienza en Londres, en los primeros días de 1947: la nieve, el frío constante, la llovizna y la niebla en el invierno más intenso tras el fin de la guerra crean una atmósfera malsana, lúgubre y opresiva: el desolador pero apropiado telón de fondo –y pocas veces una frase hecha fue más pertinente– para un relato donde el horror parece encontrarse inextricablemente asociado a la estructura misma del mundo visible… y acaso también a la de otro cuya existencia los personajes ni siquiera sospechan.

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Todo comienza en el funeral del gran actor londinense Charles Grice:[6] en una escena que deja traslucir su absoluto dominio de todos los recursos expresivos a su disposición, el autor introduce a los personajes fundamentales,[7] cuyos rasgos el coro dilucida con omnisciente desenvoltura: “hasta la última mirada estaba clavada en el avance de aquellas dos mujeres altas y vestidas de negro, la madre muy erguida y esbelta, la hija meciéndose un poco, casi tambaleándose por el dolor. Como si fueran de la realeza iban inclinándose a un lado y al otro, saludando con la cabeza, ofreciendo una sonrisa estoica, a caras conocidas de un montón de camerinos y telones, fiestas de estreno y ensayos gélidos en escuelas parroquiales con escarcha en las ventanas. Ese era nuestro mundo. Y estábamos despidiendo a uno de los nuestros”.

Duelo y melancolía se entronizan desde las primeras páginas; a partir de ahí las cosas sólo empeoran. Joan, la talentosa encargada de vestuario e indiscutible protagonista del relato, comienza a experimentar síntomas inquietantes: primero escucha la voz de su esposo muerto; más tarde cree reconocerlo en el actor que lo ha reemplazado en el papel de Malvolio:[8] “A duras penas se lo podía creer. Porque era su Gricey, visibilizado de alguna forma bajo la guisa de Malvolio. ¡Y ella podía verlo! […] estaba allí, detrás de aquella mirada”.

Por supuesto, una percepción semejante sugiere la súbita aparición de una enfermedad mental (como solía decir cierto famoso doctor, si hablas con Dios eres religioso, pero si Dios te responde es hora de un escáner cerebral). Sin embargo, las cosas no son tan sencillas: aunque McGrath sea probablemente el mayor especialista contemporáneo de las islas británicas en aquello que Baudelaire llamo “los estados mórbidos del alma”, su gran tema es el estudio de las causas que conducen a la locura, no su espontanea irrupción. Y si a lo anterior agregamos que en este extraño relato casi todos ven o creen haber visto un fantasma, no parece excesivo suponer que es precisamente esa incertidumbre el recio fundamento de su compleja arquitectura narrativa. McGrath no es, ni mucho menos, un autor interesado en facilitar la intelección del sentido y se complace aquí en urdir una trama laboriosamente enrevesada: los detalles –al principio insignificantes– van acumulándose hasta alcanzar un crescendo aterrador, la melodía fatal que precede el perturbador final, digno de las truculentas obras que la compañía representa.

Pero consideremos ahora con mayor detenimiento algunos de los procedimientos utilizados: ya he aludido a la representación de la farsa Noche de Reyes, donde aparece por primera vez el personaje (Frank Stone, Malvolio) que Joan considera como la reencarnación de Gricey; incluso más significativo es el otro intertexto teatral insertado por McGrath en la urdimbre de la trama: La duquesa de Amalfi, una espeluznante tragedia jacobea que, pese a los nombres italianos, parece tener lugar en el infierno.

Ahora bien, no sería posible exagerar su importancia: se trata, en ambos casos, de elaboradas puestas en abismo, es decir, ese complejo artificio narrativo que, según el teórico francés Lucien Dällenbach, se esfuerza por conseguir “la duplicación especular, en escala de los personajes, del asunto mismo de un relato”. En otras palabras, un procedimiento de supremo refinamiento que “dota a la obra de una estructura fuerte, la hace dialogar consigo misma y la provee de un aparato de autointerpretación”. Y en esta novela es sin duda este depurado recurso el que determina (en cerrado contrapunto con el coro: omnipresente, omnisciente, fatalista) el sentido último del relato:[9] Noche de reyes introduce el tema de la locura con el personaje de Malvolio; La duquesa de Amalfi, quizá la más extrema pieza dramática jacobea, hace sonar los acordes malditos del invitado más extraño, el nihilismo occidental: esta historia de amantes predestinados a la destrucción por la malsana envidia de los hombres y el capricho del fatum representa una de las más sombrías manifestaciones de lo que George Steiner llamó “tragedia absoluta”: toda bondad es aniquilada, toda esperanza, escarnecida y la noción misma de teodicea pulverizada.

Y todo eso corresponde precisamente a la trayectoria que Joan seguirá tras el funeral de Gricey, su propio Viaje de un largo día hacia la noche: la encargada de vestuario despierta de su confortable sueño familiar para precipitarse hasta el vórtice de una pesadilla: ella y su hija son judías,[10] pero Gricey, en apariencia un tipo inofensivo, había sido en realidad antisemita y miembro del movimiento fascista británico. Joan, por decirlo suavemente, no recibe con ecuanimidad la noticia: se hunde en la depresión, hace carrera en el alcoholismo y se obsesiona cada vez más con Frank Stone, supuesta reencarnación de su esposo (y eso en sí es un mal síntoma, ¿acaso no debería odiarlo ahora que conoce su secreto?).

Aun así, nada nos prepara realmente para el terrible final (que no revelaré): una auténtica sinfonía del horror que reitera con inaudita potencia el credo nihilista de McGrath y Thomas Ligotti. Pero ya el coro había previsto y anunciado –“inútil Casandra”– semejante desenlace[11] y, en rigor de verdad, todo estaba sugerido en las primeras páginas del relato, bajo cuya superficie late el atroz apotegma de Sófocles: “Y no hay nada en todo esto que no sea Zeus”.[12]


Notas:

[1] A menudo racionalistas acérrimos que desplegaban el mayor desdén por cualquier noción extraliteraria de lo sobrenatural.

[2] Tan inverosímil y dogmática como cualquier monoteísmo.

[3] En gran medida gracias a la excesiva, brillante traducción de los cuentos de Poe que acometió Baudelaire: un ejemplo rutilante de eso que Harold Bloom llamó “a strong creative misreading”.

[4] Aunque al menos en el caso del ermitaño de Providence se trata, como observa el propio Ligotti, de un nihilista de estricta observancia.

[5] Todo es relatado –e incesantemente comentado– por un coro de mujeres que de una forma u otra se relacionan con el mundo del teatro londinense.

[6] Especialista en Shakespeare y las tragedias jacobeas.

[7] Su esposa Joan –la encargada del título–; Vera, su hija y actriz de extraordinario talento; su yerno Julius, productor teatral; y la así llamada “tía Gustl”, una taciturna pintora judía que Julius salvó de la persecución nazi.

[8] En la obra Noche de Reyes, de Shakespeare.

[9] Al menos en la medida que es posible hablar de algo así en un texto que erosiona sistemáticamente las expectativas del lector… y hasta cierto punto también las del crítico literario: arcano es todo aquí menos la incertidumbre.

[10] También Frank Stone (en realidad apellidado Stein) y “la tía Gustl”, que estuvo muy cerca de terminar en Treblinka.

[11] “Vislumbró la revelación de una simetría […] sí, una simetría preciosa entre vida y drama, eso fue lo que vimos; pero todas sabemos lo que pasa cuando aparecen simetrías, ¿verdad?: siempre son un presagio funesto”.

[12] En la escena final de Las Traquinias. Por supuesto, la alusión al dios supremo del panteón griego no implica, ni mucho menos, una justificación teológica del sufrimiento sino todo lo contrario: la fatalidad que en ocasiones parece regir los asuntos humanos.

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