Se viene la hornada otoñal de novedades literarias en España y me he puesto a pensar en lo rápido y mal que envejecen la mayoría de esas novedades, no importa la estación del año. De algunas ni siquiera se puede decir que envejecieron rápido o mal: son como injertos frágiles, escualidísimos, acaso veganos, que fueron aplastados bajo las botas de unos pocos meses de realidad.
La realidad editorial, ese militarismo.
A principios de año, por ejemplo, Periférica publicaba La soldada, de Paulina Tuchschneider: un relato sobre el paso de una chica por el ejército israelí, con el trasfondo del trastorno de ansiedad generalizada y la guerra contra Hezbolá en 2006. Pocas semanas después del ataque terrorista perpetrado por Hamás el pasado mes de octubre, llegaba a librerías una –otra más: no ha pasado de moda, aunque a veces parezca lo contrario– autoficción para ser leída en clave de testimonio/alegato antibelicista, perpetrado por una firma que sumaba la ventaja biológica a su experiencia personal sobre el terreno: joven, fotogénica y con el par de cromosomas correctos, el lado XX de la historia. En las entrevistas, le preguntaremos a la guapa millenial cómo resolver el milenario conflicto palestino-israelí. Por si esto fuera poco, la agencia literaria de la autora apunta en su perfil que Tuchschneider vive “con sus gatos y su pareja”. No su esposo, ni su novio: su pareja, con lo cual dejamos que entre la brisa para que ondee la bandera arcoíris. Y con gatitos seguramente ya instagrameados. ¿Qué podía salir mal?
A veces lo que sale mal es la literatura, simplemente.
O los tiempos de la literatura, digamos, su reloj interno. Un ADN que no siempre se deja engatusar por el mercado del libro.
O eso, o la dinámica cruda de la mesa de novedades, sin más. También puede ser. Aquí me voy a inclinar por lo primero.
Publicado originalmente hace un par de años en Nine Live Press, un sello hebreo con fuertes conexiones sudamericanas (ha aterrizado en el Medio Oriente a Pablo Katchadjian, Ariana Harcwicz, Sylvia Molloy, César Aira, Andrés Neuman, entre otros), el relato de Tuchschneider –traducido al inglés como Girl Soldier– se publicó primero en una minúscula editorial argentina, Cúmulus Nimbus. En la primera página de la edición europea se lee: “con el consentimiento de la traductora, Periférica ha realizado una adaptación al castellano de su traducción, hecha originalmente en español de Argentina”. Pero la mayor adaptación es ideológica, brutalismo de género, nada que ver con localismos del castellano: Periférica le enmienda la plana no solo a Esther Cross, la traductora (y miembro de la Academia Argentina de Letras), sino también a la RAE, que como ya se sabe es una institución patriarcal, facha. Para atravesar el Atlántico, La soldado,que era el título de la traducción de partida, ha tenido que convertirse en La soldada.
Más esfuerzo no se podía hacer.
El drama es que el contexto de recepción de un libro suele ser resbaladizo: en poco tiempo, como es lógico, el parte de guerra ya no es el mismo, las guerras han parido otras guerras y la ráfaga que hacía ondear banderas palestinas ha cambiado de temperatura; hay deslices en las urnas y en los ministerios, en la ubicación de las víctimas y en el ángulo de las lecturas inclusivas. Al habla con los periódicos españoles, Paulina Tuchschneider critica a Netanyahu, pero no se moja demasiado con el conflicto de su zona horaria y matiza un montón la voz de la protagonista de su libro (que es ella misma, pero más joven) defendiendo el servicio militar obligatorio para ambos sexos y la importancia del ejército para la supervivencia de su país.
Nos queda, pues, la obra. Al final nos quedamos siempre a solas con una pieza literaria, no con un uniforme sobre un cuerpo de mujer, ni con un fusil.
¿De qué va La soldada?
La (anti)heroína tiene dieciocho años, es propensa a la fotocopia de fanzines, al lesbianismo recreacional en discotecas y a somatizar una angustia existencial que no se sabe bien de dónde ha salido. La historia comienza cuando el recibe el aviso de reclutamiento. Tuchschneider escribe: “Al Ejército le gustaban los izquierdistas y también me quería a mí”.
Una línea como esta, abriendo la noveleta (sin muchos rodeos, es súper breve), pesa como un parlamento editorial que convierte el libro en una revista de fin de semana. Pero esto no es necesariamente negativo. Seguimos leyendo. A la protagonista le ha llegado la hora de cumplir con el servicio militar israelí:
“Adiós al último café bueno; es la última vez que acaricias a tu gato, la última vez que duermes sobre tu blanda almohada, que te pones esa camisa simplemente porque te da la gana. Era hora de despedirse de la libertad de elección y de usar medias floreadas. Ojalá que no se metieran con mi ropa interior. Mis temores oscilaban entre el miedo a que las chicas fueran hostiles y a que los árabes me mataran”.
Si esta voz la hubiera construido un hombre, qué no hubieran dicho de la infantilización y sexualización del personaje femenino. La preocupación por los árabes es un desvío en la preocupación por la ropa interior. La imagen pendula entre la inmadurez de la narradora y la caricatura de la pija progre. No puede faltar el gato –en el logo de Nine Lives Press también hay un gato–, que es la metamorfosis del peluche.
Ya en la base militar –bombardeos aparte, para una generación de lectores cubanos el escenario resultará indistinguible de una beca, y un hotel cinco estrellas comparado con los acuartelamientos a los que una vez nos acostumbramos–, Paulina conocerá a sus compañeras, cuya hostilidad temía:
“Casi todas las chicas tenían un osito de peluche sobre la cama y las taquillas repletas de cosméticos y pincitas. De la puerta de sus taquillas colgaban unas canastas de plástico de asas grandes, en las que guardaban sus artículos de baño, el cepillo y la pasta de dientes. Cuando llegaba la hora de la ducha parecía que se iban de pícnic, con la cesta en una mano y una toalla en la otra”.
El baño y su atrezo tienen singular importancia en La soldada. La cesta, que favorece la enumeración de objetos, también recoge olores y chapoteo de carnes:
“Yo sostenía el M16 en una mano y el champú y la mascarilla para el pelo en la otra. Apretaba el jabón entre la axila y el brazo. Tras cerciorarme de que todas las que se metían en la ducha habían dejado su arma a un lado de la pila, decidí que haría lo mismo. […] El banco y el hueco bajo el gancho estaban cubiertos de sandalias, cremas, gomas del pelo, compresas, ropa interior de algodón limpia y tangas de licra en los que germinaban olores y sabores púbicos, calcetines mojados y un ruido envolvente, opresivo, invasor: el murmullo exasperante de todas aquellas chicas tan distintas, orgullosas, que no se tapaban con la toalla, sino que se paseaban mostrando sus cuerpos, algunas con culos pequeños y tetas grandes, otras con la carne flácida y la piel colgante”.
De nuevo: si una escena como esta, que parece la fantasía de un pajero, hubiera sido escrita por un hombre, narrando a través de la voz de una mujer joven y guapa, sin cambiar una sola palabra… Qué repugnancia. Y qué inverosímil. El drama de estas reclutas es algo serio. Has visto demasiado porno y nunca has pisado un cuartel. ¡Ella sí!
Mientras tanto:
“Algunas chicas azotaban con la toalla las tímidas nalgas de otras que habían reunido valor para destaparse y correr hasta la ducha”.
Paulina prefiere no mirar a sus compañeras a los ojos; dirige la vista hacia abajo y hace un zoom cosificador:
“Unas se habían afeitado la entrepierna y tenían puntos encarnados de los que brotaban tenaces pelos negros; otras tenían el vello púbico tupido y crespo, y había otras que al parecer habían nacido con menos genes mediterráneos y tenían poco, más delicado y ralo. Miré atentamente una o dos entrepiernas y aparté la vista, asustada. Las imaginaba poderosas, capaces de devolverme la mirada. Al fin y al cabo, aquellas entrepiernas estaban conectadas a los estómagos, y los estómagos a los cuellos, y los cuellos a las bocas, y seguramente las bocas querrían algo de mí.
Algunas bocas querían sexo, desde luego.
Es una base mixta. Hombres y mujeres están separados, pero nada impide que se mezclen libremente. Paulina cuenta su rollo tonto de una noche con un oficial joven –cero violencias, máximo respeto, todo consentimiento y cariño y castidad–, pero al parecer el género masculino remite a lo soso. La movida fuerte es girl-girl only. “Me volví más hetero que nunca”, declara la narradora, pero su guion se va por el lado de los intercambios sáficos con otras reclutas. Ella se deja llevar. Es como si alguien le hubiera pedido cargar esas tintas. Los cuerpos que importan están en la barraca de las chicas.
Esther Cross escribía en la contratapa de la primera edición en español:
“Cuando la soldado no puede decir algo, su cuerpo habla por ella. Todo lo ve, lo huele, lo percibe y por eso es tan difícil engañarlo. El gran detalle es que este cuerpo no se ajusta al ideal femenino. Se planta, íntegro y desnudo, tal como es, con su peso, su fisiología, su deseo y repulsiones”.
Opino lo contrario: este cuerpo se ajusta perfectamente a lo que debe ajustarse. Entre una cosa y otra, ese “ideal femenino” se desplazó, las narrativas ya lo han capturado y muchas editoriales lo saben, lo imprimen y lo explotan. El gran detalle es que se sigue promocionando como irreverencia lo que no es más que reverencia a un ideal de mainstreamers.
Tuchschneider cumple con el body-scan de rigor. Los vapores de su cesta de pícnic se expanden por las páginas. Es un tufo más catártico que escatológico. Aunque sobran los tampones, abunda el olor a sangre menstrual. Pero, insisto, si se me permite un barbarismo: aquí menstruación es mainstruación.
Muy pronto la fisiología cede a los embates de un miedo difuso, que no llega a participar de la guerra, aunque sí de sus amenazas. No obstante, a la protagonista le causa más daño la falta de privacidad, las cucarachas y la rutina pestilente en la que ha caído, que la posibilidad de caer muerta. Los ataques son de llanto. Los enemigos no son enemigos identificables, islámicos, sino sus nervios:
“Me despertaba todas las mañanas con el cuerpo retorcido por la ansiedad, tenso y pendiente de algo que no podía comprender y que finalmente no sucedía. Mis ataques de llanto en la base empeoraron con la falta de sueño”.
He leído que La soldada fue elogiada por la crítica israelí debido al modo en que aborda la cuestión de la salud mental de los reclutas. No sé nada sobre la salud de la crítica israelí.
¿Qué sucede al final? Paulina despierta un día sobre un charco de pis. Se ha orinado en la cama, como una niña pequeña. Ese es todo el trauma, que se acrecienta por el temor a que sus compañeras de dormitorio se den cuenta. No puede más; la situación es terrible, insoportable. Va a hablar con un oficial, le cuenta lo que ha pasado… ¡y la dejan irse a su casa!
De regreso a Tel-Aviv, la niña se sube a un autobús vacío y: “me senté, pero no en las filas de adelante, cerca del conductor, porque lo cierto es que él era un hombre y yo era una mujer y estábamos solos, y no hay que olvidar que nunca se sabe y que en tiempos de guerra es imposible adivinar qué piensan las personas o qué frustraciones vienen macerando. Traté de borrar esos pensamientos. Salimos de la estación. Veía los espacios abiertos y me sentía feliz, pero también me asustaba. Las carreteras estaban vacías, no había coches a la vista. Las luces de las casas estaban apagadas; después de la base, que parecía una colmena animada, aquello era como atravesar una zona muerta. No estaba preparada para los caminos desiertos. Me pregunté si irme no había sido una estupidez. ¿Qué pasaría si en ese momento disparaban un misil?”
Pero no sucede nada: ni misil, ni sombra de violación. Lo único que hace el conductor, al final del viaje, es darle las gracias. Ella cae en cuenta de que aún lleva puesto el uniforme, y baja del bus avergonzada. Luego tendrá que asistir a reuniones periódicas con un psiquiatra del ejército, supongo que para recibir terapia sin coste alguno. Nunca más volverá al cuartel.
Todo esto en menos de cien páginas, pero la longitud está en otra parte.
La soldada puede parecer un libro demasiado breve con una protagonista demasiado joven, pero sería más exacto plantearlo así: es un libro demasiado joven con una protagonista demasiado breve.
Una protagonista que, por momentos, más que narrar, arma frases en directo para blurbs (“en tiempos de guerra es imposible adivinar qué piensan las personas o qué frustraciones…”, etcétera); editorializa: “Lo cierto es que no se puede reclutar a un pueblo entero y pretender que todos sus integrantes sepan cómo ser soldados”, leemos.
Ok, esa te la compro. Pero, ¿qué pretendes tú?
“Yo no era como la mayoría. Y trataba de comprender por qué la mayoría era distinta”, dice. “¿Qué los entusiasmaba tanto? ¿Qué era lo que ellos entendían y yo no?”.
Es lo que me pregunto yo, Paulina. Lo tuyo debía ser sugerir, o al menos explorar, alguna respuesta consistente.
Al terminar de leer La soldada me acordé de un sargento (y agente de inteligencia) que sí tuvo que ser hospitalizado por estrés postraumático: J. D. Salinger. En Raise High the Roof Beam, Carpenters, título que proviene de un fragmento de Safo, su álter ego Seymour va a cenar con su prometida, Muriel, que vive con su madre. Y anota esto en su diario:
“A veces, cuando llego a la puerta de la casa, es como si me metiera en una especie de convento desaliñado, secular, de dos mujeres. A veces, al irme, tengo la impresión de que tanto Muriel como su madre me han llenado los bolsillos de botellitas y pintalabios, coloretes, redes para el pelo, desodorantes y cosas así. Les estoy inmensamente agradecido, pero no sé qué hacer con sus regalos invisibles”.
Yo tuve la misma impresión. Paulina Tuchschneider me llenó los bolsillos de flirteos y nimiedades, cosméticos, cremas, esmaltes de uñas, algodoncitos, leggins, sujetadores, tangas, íntimas, ítems para el pelo… Le estoy inmensamente agradecido, pero no sé qué hacer con sus regalos invisibles.
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Jorge pierde de vista la función propagandística de la industria del libro. Este parece responder a ansiedades anti sionistas disfrazadas de feminismo woke o algo de eso. Se presenta al lector un menú de ideas chatarras que le permitan navegar la actualidad de acuerdo a las intenciones partidistas de cualquier bando, casi siempre el de izquierda.