Abdulrazak Gurnah (FOTO Facundo Arrizabalaga)
Abdulrazak Gurnah (FOTO Facundo Arrizabalaga)

Nota introductoria

Pertenencia, colonialismo, desplazamiento, memoria y emigración son los temas que rigen la obra del tanzano Abdulrazak Gurnah, receptor del Premio Nobel de Literatura 2021. Desde finales de los años noventa, cuando no había publicado más que cinco libros, ya figuraba en las listas de clásicos contemporáneos de las literaturas poscoloniales.

Autor de una decena de novelas y un puñado de cuentos y ensayos, Gurnah ha sabido, como pocos, reflejar la cambiante naturaleza de la identidad y la experiencia de los refugiados insertados entre culturas y continentes. Muchas de sus obras transcurren en su Zanzíbar natal, de la que tuvo que emigrar a Inglaterra cuando tenía 18 años para escapar a la violencia desatada contra las minoría de origen árabe, a la que pertenecía su familia. Solo pudo regresar a su patria veinte años después, poco antes de que su padre falleciera.

Escritor tardío, su primera novela Memory of Departure, fue publicada cuando arribó a la cuarentena. Ya en esta obra se evidenció el tema fundamental del desarraigo, asociado con frecuencia de manera ambivalente al viaje o la peregrinación. Delicadamente, Gurnah retrata a emigrados prisioneros de sus recuerdos y sus secretos, que apenas aventuran algunas palabras acerca de sus conflictos de identidad o la sensación de vivir cercenados de su tierra.

En su segunda novela, Pilgrimʼs Way, situada en la Inglaterra de la Thatcher, la banalidad aparente aguza la visión del personaje principal, Daud, que percibe en la sonrisa burlona de un cliente habitual del bar en el que trabaja “la sonrisa que había permitido la victoria del imperio británico” antes de llevar más lejos su alucinación: “Esa sonrisa había atravesado los océanos imponiéndose a los metecos de mundo entero: por millones, se habían derretido al verla, se habían reído de su aire de tramar algo y se habían dicho a sí mismos que el cerebro detrás de un rostro tan ridículo debía ser el de un tarado. Daud imaginaba fácilmente cuán vergonzoso debía ser ese espectáculo: hombres semidesnudos, la piel quemada por el sol y esa sonrisita completamente falsa. Para cuando las víctimas notaron que esa sonrisa ocultaba colmillos deseosos de masticar su bello y pequeño mundo de metecos, no les quedaba más por hacer que contemplar, aterrados, el espectáculo del monstruo devorándolos”.

Profesor de Literatura Inglesa y Poscolonial en la Universidad de Kent, Canterbury, hasta su retiro hace cuatro años, Abdulrazak Gurnah es el primer autor africano negro ganador del Nobel después de que Wole Soyinka lo recibiera en 1986.

“No quiero que me llamen escritor poscolonial o de la literatura universal, o cualquier otro encasillamiento. Prefiero que me llamen por mi nombre”, dijo en una entrevista concedida a la televisión a raíz del otorgamiento del Nobel, en la que también afirmó: “El colonialismo europeo ha transformado el mundo.”

Gurnah rechaza la idea de periferia, según la cual un novelista negro es ante todo africano, antillano, afrodescendiente o afroamericano, y por tanto reducible a tal o más cual identidad, tal o más cual serie de temas sociológicos. Exilio y astucia, le han servido para “reconfigurar las tinieblas en su corazón”, de acuerdo a un crítico. De ahí que en un artículo que consagró al poeta y novelista zimbabuense Dambudzo Marechera, Gurnah citase esta frase del poeta: “Después de una larga reflexión, he tomado la decisión de no intentar más percibir el mundo que me rodea de una manera clara.”

Arraigadas en la historia colonial del Oriente africano, rumorosas de leyendas suajilis, recitadas por una lengua seductora, las narraciones de Gurnah, uno de los escritores africanos vivos más trascendentes, navegan entre el cuento iniciático, la anatomía de los sufrimientos del exilio, la cavilación autobiográfica y el análisis de la condición humana.

La noticia de que le había sido otorgado el Nobel la recibió con “sorpresa y humildad”.


Escritura y lugar (ensayo)

Fue en los primeros tiempos de vivir en Inglaterra, cuando tenía unos veintiún años, que comencé a escribir. En cierto sentido, fue algo con lo que tropecé más que el resultado de un plan. Había escrito antes, cuando todavía era un colegial en Zanzíbar, pero aquellos esfuerzos eran labores divertidas y poco serias, para distraer a los amigos y actuar en las revistas de la escuela, hechas por capricho o para llenar las horas muertas o para presumir. Nunca pensé en ellos como preparativos para algo, ni me consideré un aspirante a escritor.

Mi lengua materna es el suajili, que a diferencia de muchas lenguas africanas era una lengua escrita antes del colonialismo europeo, aunque esto no quiere decir que predominara el modo culto. Los primeros ejemplos de escritura discursiva se remontan a finales del siglo XVII, y cuando yo era adolescente esta escritura todavía tenía significado y uso en la redacción y el lenguaje oral. Sin embargo, la única literatura contemporánea en suajili que conocía eran poemas breves publicados en periódicos, programas de narraciones populares en la radio o los muy eventuales libros de cuentos. Muchas de estas producciones tenían una dimensión moralizante o  farsesca destinada a un consumo popular. Las personas que las escribían también hacían otras cosas: eran maestros o tal vez funcionarios. No era algo que yo pensara que podía o debía hacer. Desde entonces, ha habido nuevos desarrollos en la literatura suajili, pero estoy hablando de mis impresiones de entonces. Solo consideraba la escritura como una actividad ocasional y vagamente estéril, y nunca se me ocurrió intentarlo, excepto de la manera frívola que he descrito.

En cualquier caso, en el momento en que me fui de casa, mis ambiciones eran simples. Era una época de penurias y ansiedad, de terror de Estado y humillaciones calculadas, y a los dieciocho años todo lo que quería era irme y encontrar seguridad y satisfacción en otro lugar. No podía haber estado más alejado de la idea de escribir. Comenzar a pensar de manera diferente acerca de escribir en Inglaterra unos años después tuvo que ver con ser mayor de edad y pensar y preocuparme por cosas que antes no parecían complicadas, pero en gran parte tenía que ver con la abrumadora sensación de extrañeza y diferencia que sentí allí. Había algo vacilante y a tientas en este proceso. No es que estuviera consciente de qué me estaba pasando y decidiera escribir sobre ello. Empecé a escribir casualmente, con algo de angustia, sin ningún plan, pero presionado por el deseo de decir más. Con el tiempo, comencé a preguntarme qué era lo que estaba haciendo, así que tuve que hacer una pausa y pensar en lo que estaba haciendo mientras escribía. Entonces me di cuenta de que estaba escribiendo desde el recuerdo, y qué vívido y abrumador era ese recuerdo, qué lejos estaba de la existencia extrañamente ingrávida de mis primeros años en Inglaterra. Esa extrañeza intensificó la sensación de una vida dejada atrás, de personas abandonadas casual e irreflexivamente, un lugar y una forma de perderme para siempre, como parecía en ese momento. Cuando comencé a escribir, escribí sobre esa vida perdida, el lugar perdido y lo que recordaba de él. En cierto modo, también estaba escribiendo sobre estar en Inglaterra, o al menos sobre estar en un lugar tan diferente al que estaba en mi memoria y en mi ser, un lugar lo suficientemente seguro y lo suficientemente lejos de lo que había dejado para llenarme de culpa y lamentos incomprensibles. Y mientras escribía, me encontré abrumado por primera vez por la amargura y la futilidad de los últimos tiempos que habíamos vivido, por todo lo que habíamos hecho para traer esos tiempos a nosotros mismos, y por lo que entonces parecía una vida extrañamente irreal en Inglaterra.

Hay una lógica familiar en este giro de los acontecimientos. Viajar lejos de casa proporciona distancia y perspectiva, y cierto grado de amplitud y liberación. Intensifica el recuerdo, que es el transpaís del escritor. La distancia permite al escritor una comunión clara con este yo interior, y el resultado es un juego más libre de la imaginación. Este es un argumento que considera al escritor como un cosmos autosuficiente, al que es mejor dejar trabajar en aislamiento. Una idea pasada de moda, se podría pensar, una decimonónica autodramatización romántica del autor, pero que todavía tiene atractivo y perdura de varias formas.

Si una forma de ver la distancia como algo útil para el escritor lo representa como un mundo cerrado, otra ve la distancia como liberadora de la imaginación crítica. Este segundo argumento incluso sugiere que tal desplazamiento es necesario, que el escritor produce obras de valor en aislamiento porque entonces se libera de responsabilidades e intimidades que silencian y diluyen la verdad de lo que necesita ser dicho, el escritor como héroe, como vidente de la verdad. Si la primera forma de ver la relación del escritor con un lugar tiene ecos del romanticismo del siglo XIX, la segunda recuerda a los modernistas de las décadas primeras y centrales del XX. Muchos de los principales escritores del modernismo inglés escribieron lejos de casa para poder escribir con mayor veracidad cómo lo veían, para escapar de un clima cultural que consideraban tedioso.

También hay un argumento contrario: que aislado entre extraños, el escritor pierde el sentido del equilibrio, pierde el sentido de las personas y de la relevancia y el peso de sus percepciones de ellos. Se dice que esto es especialmente cierto en nuestra época posimperial y de los escritores de territorios que fueron antiguas colonias europeas. El colonialismo se legitimó a sí mismo por referencia a una jerarquía de raza e inferioridad, que encontró forma en una serie de narrativas de cultura, conocimiento y progreso. También hizo lo que pudo para persuadir a los colonizados de que aceptaran este relato. El peligro para el escritor poscolonial, al parecer, es que esto podría haber funcionado, o podría llegar a funcionar, en la alienación y el aislamiento vividos por un extranjero en Europa. Es probable que ese escritor se convierta entonces en un emigrado amargado, burlándose de los que se quedan atrás, animado por editores y lectores que no han abandonado una hostilidad no reconocida, y a los que les encantaría recompensar y elogiar cualquier severidad en el mundo no europeo. Según este argumento, escribir entre extraños significa tener que escribir con dureza para lograr credibilidad, adoptar el autodesprecio como registro de la verdad; si no, ser descartado como un optimista sentimental.

Ambos argumentos –la distancia libera, la distancia distorsiona– son simplificaciones, aunque eso no quiere decir que no contengan rastros de verdad. He vivido toda mi vida adulta fuera de mi país natal, me he establecido entre extraños, y ahora no puedo imaginar cómo podría haber vivido de otra manera. A veces intento hacerlo y soy derrotado por la imposibilidad de resolver las hipotéticas elecciones que me formulo. Así que escribir en el seno de mi cultura y mi historia no era una posibilidad, y quizás no sea una posibilidad para ningún escritor en un sentido profundo. Sé que llegué a escribir en Inglaterra, en aislamiento, y ahora me doy cuenta de que esta condición de ser de un lugar y vivir en otro ha sido mi tema a lo largo de los años, no como una experiencia única que he tenido, sino como una de las historias de nuestros tiempos.

Fue también en Inglaterra donde tuve la oportunidad de leer mucho. En Zanzíbar, los libros eran caros y las librerías eran pocas y desnutridas. Las bibliotecas, también pocas, mal surtidas y anticuadas. Sobre todo, no tenía conocimiento de lo que quería leer y tomaba al azar lo que aparecía. En Inglaterra, la oportunidad de leer parecía ilimitada, y poco a poco el inglés me llegó a parecer una casa espaciosa, que albergaba la escritura y el conocimiento con descuidada hospitalidad. Esto, también fue otra ruta hacia la escritura. Pienso que los escritores llegan a escribir a través de la lectura, que es a través del proceso de acumulación y acreción, de ecos y repeticiones, que crean un registro que les permite escribir. Este registro es una materia delicada y sutil, no siempre un método que puede ser descrito, aunque la crítica literaria se dedica a hacerlo; no es un programa instrumental que fomenta una historia, pero cuando funciona, es un complejo de movimientos narrativos que es apropiado y persuasivo. No quiero inventar un misterio, sugerir que es imposible hablar de la escritura o que la crítica literaria es un autoengaño. La crítica literaria nos instruye sobre el texto y sobre ideas que van mucho más allá de él, pero no creo que sea a través de la crítica que el escritor encuentre ese registro de escritura del que hablo. Eso proviene de otras fuentes, entre las que sobresale la lectura.

La educación escolar que recibí en Zanzíbar fue la colonial británica, aunque en las últimas etapas fuimos brevemente un Estado independiente, incluso revolucionario. Probablemente sea cierto que la mayoría de los jóvenes pasan por la escuela adquiriendo y almacenando conocimientos que no tienen significado para ellos en ese momento, o que parecen institucionales e irrelevantes. Pienso que probablemente fue más desconcertante para nosotros, y gran parte de lo que aprendimos nos hizo parecer consumidores incidentales de material destinado a otra persona. Pero al igual que con esos otros niños en edad escolar, de todo esto salió algo útil. Lo que aprendí de esta educación, entre muchas otras cosas valiosas, fue también cómo los británicos veían el mundo y cómo me veían a mí. No aprendí esto de una vez, sino con el tiempo, al recordarlo y a la luz de otros aprendizajes. Pero ese no era el único aprendizaje que estaba haciendo. Aprendí de la mezquita, de la escuela del Corán, de las calles, de mi casa y de mi propia lectura anárquica. Y lo que estaba aprendiendo en estos otros lugares era a veces rotundamente contradictorio con lo que estaba aprendiendo en la escuela. Esto no fue tan incapacitante como podría parecer, aunque a veces fue doloroso y vergonzoso. Con el tiempo, tratar con narrativas contradictorias de esta manera me ha llegado a parecer un proceso dinámico, incluso si por su propia naturaleza es un proceso emprendido primero desde una posición de debilidad. De ahí surgió la energía para negar y rechazar, para aprender a aferrarse a las reservas que el tiempo y el conocimiento mantendrán. De ahí surgió una forma de alojar y tener en cuenta la diferencia, y de afirmar la posibilidad de formas más complejas de conocer.

Por eso, cuando comencé a escribir, no podía simplemente arrastrarme entre la multitud y esperar que, con suerte y tiempo, tal vez se escuchara mi voz. Tenía que escribir sabiendo que para algunos de mis lectores potenciales había una forma de mirarme que tenía que tener en cuenta. Sabía que me representaría a mí mismo ante lectores que tal vez se veían a sí mismos como la normativa, libres de cultura o etnia, libres de diferencias. Me pregunté cuánto contar, cuánto conocimiento asumir, qué tan comprensible sería mi narrativa si no lo hiciera. Me preguntaba cómo hacer todo esto y escribir ficción.

Por supuesto, no era el único en esta experiencia, aunque los detalles siempre parecen únicos cuando uno se inquieta por ellos. Es discutible que ni siquiera sea una experiencia contemporánea o particular, de la manera que he estado describiendo, sino una que es característica de toda escritura, que la escritura parte de esta autopercepción de marginalidad y diferencia. En ese sentido, las preguntas que estoy formulando no son preguntas nuevas. Sin embargo, si no son nuevas, están firmemente influidas por lo particular, por el imperialismo, por la dislocación, por las realidades de nuestro tiempo. Y una de las realidades de nuestro tiempo es el desplazamiento de tantos extraños hacia Europa. Estas preguntas, entonces, no me concernían solo a mí. Mientras me preocupaba mucho por ellos, otros que eran igualmente extraños en Europa estaban trabajando en problemas como estos al mismo tiempo y con gran éxito. Su mayor éxito es que ahora tenemos una comprensión más sutil y delicada de la narrativa y cómo viaja y traduce, y esta comprensión ha hecho que el mundo sea menos incomprensible, lo ha hecho más pequeño.

* Traducido a partir de la versión en inglés aparecida en World Literature Today, n.o 2, vol. 78, mayo-agosto, 2004.


Jaulas (cuento)

A veces Hamid tenía la sensación de que siempre había estado en la tienda y de que su vida terminaría allí. Ya no se sentía incómodo ni oía los murmullos secretos en las horas muertas de la noche que una vez habían vaciado su corazón medroso. Ahora sabía que procedían del pantano estacional que separaba la ciudad de los distritos segregados y rebosaba vida. La tienda estaba bien situada, en una importante encrucijada de los suburbios de la ciudad. La abría al rayar el alba, cuando los primeros trabajadores pasaban arrastrando los pies, y no volvía a cerrarla hasta que todos, excepto los últimos rezagados, llegaban a casa. Le gustaba decir que desde su puesto veía pasar toda la vida. En las horas pico estaba todo el tiempo de pie, hablando y bromeando con los clientes, cortejándolos y disfrutando la habilidad con la que se manejaba a sí mismo y a su mercadería. Más tarde se hundía exhausto en el sitio que le servía de caja.

La chica apareció en la tienda tarde en la noche, cuando ya pensaba que era hora de cerrar. Se había sorprendido cabeceando dos veces, un hábito peligroso en tiempos tan desesperados. La segunda vez, se despertó sobresaltado, pensando que una mano inmensa lo agarraba por la garganta y lo levantaba del suelo. Estaba parada frente a él, esperando con una expresión de disgusto en su rostro.

Ghee”,[1] dijo después de esperar un minuto largo e insolente. “Un chelín.” Mientras hablaba, se volvió a medias, como si verlo fuera irritante. Un trozo de tela le envolvía el cuerpo y se metía debajo de las axilas. El suave algodón se adhería a ella, marcando los contornos de su grácil figura. Sus hombros desnudos relucían en la penumbra. Cogió el cuenco que ella le extendía y se inclinó sobre la lata de ghee. Sintió nostalgia y un dolor repentino. Cuando le devolvió el cuenco, ella lo miró vagamente, con ojos distantes y vidriosos de cansancio. Vio que era joven, de rostro pequeño y redondo y cuello delgado. Sin decir una palabra, se volvió y regresó a la oscuridad, dando una zancada para sortear la zanja de hormigón que separaba la acera de la calle. Hamid observó su silueta en retirada y quiso gritarle una advertencia para que se cuidara. ¿Cómo sabía ella que no había nada en la oscuridad? Solo escuchó un débil gruñido cuando ahogó el impulso de llamarla. Esperó, imaginando que la escucharía gritar, pero solo oyó el rumor de sus sandalias al retirarse mientras se adentraba en la noche.

Era una chica atractiva y, por alguna razón, mientras él pensaba en ella y miraba el agujero de la noche por el que había desaparecido, empezó a sentir repugnancia de sí mismo. Había tenido razón al mirarlo con desdén. Su cuerpo y su boca estaban rancios. Había pocas razones para lavarse más de una vez cada dos días. El viaje de la cama a la tienda le tomaba más o menos un minuto y nunca iba a otro lugar. ¿Para qué lavarse? Sus piernas estaban deformadas por la falta de ejercicio adecuado. Pasaba el día en cautiverio, así había sido meses y años, un tonto pegado a un bolígrafo toda su vida. Cerró la tienda sin ánimo, sabiendo que durante la noche se complacería en la miseria de su naturaleza.

La noche siguiente, la chica volvió a la tienda. Hamid estaba hablando con uno de sus clientes habituales, un hombre mucho mayor que él llamado Mansur que vivía cerca y algunas noches venía a la tienda a conversar. Estaba medio ciego de cataratas, y la gente se burlaba de él por su aflicción y hacía chistes crueles a costa suya. Algunos decían que se estaba quedando ciego porque tenía los ojos llenos de mierda. No podía mantenerse alejado de los chicos. Hamid a veces se preguntaba si Mansur andaba por la tienda tras algo, tras él. Pero quizá solo eran malicia y chismes. Mansur dejó de hablar cuando la chica se acercó, luego entrecerró los ojos con fuerza mientras trataba de distinguirla en la escasa luz.

“¿Tiene betún para zapatos? ¿Negro?”, preguntó ella.

“Sí”, dijo Hamid. Su voz sonaba congelada, por lo que se aclaró la garganta y repitió “Sí”. La chica sonrió.

“Bienvenida, mi amor. ¿Cómo estás?”, preguntó Mansur. Su acento era tan marcado, con una densa floritura ondulante, que Hamid se preguntó si pretendía ser una broma. “¡Qué olor tan hermoso tienes, qué perfume! Una voz de zuwarde[2] y un cuerpo como una gacela. Dime, msichana,[3] ¿a qué hora estás libre esta noche? Necesito que alguien me masajee la espalda.”

La chica lo ignoró. De espaldas a ellos, Hamid escuchó a Mansur continuar charlando con la chica, cantándole estrafalarios elogios mientras intentaba fijar una hora. En su confusión, Hamid no podía encontrar una lata de betún. Cuando por fin lo hizo, pensó que ella lo había estado observando todo el tiempo, y le hacía gracia que se pusiera tan nervioso. Él sonrió, pero ella frunció el ceño y le pagó. Mansur seguía hablándole, engatusándola y halagándola, haciendo sonar las monedas en el bolsillo de su chaqueta, pero ella se dio vuelta y se fue sin decir una palabra.

“Mírala, como si el sol mismo no se atreviera a brillar sobre ella. ¡Tan orgullosa! Pero la verdad es que es carne fácil”, dijo Mansur. Su cuerpo se balanceaba suavemente con una risa contenida. “La tendré pronto. ¿Cuánto crees que demorará? Siempre hacen eso, estas mujeres, todos esos aires y miradas de disgusto…, pero una vez que las tienes en la cama y estás dentro de ellas, entonces saben quién manda.”

Hamid se encontró riendo, para mantener la paz entre hombres. Pero no pensaba que fuera una chica que se pudiera comprar. Era tan segura y despreocupada en sus acciones que no podía creerla lo suficientemente abyecta para los designios de Mansur. Una y otra vez regresaba mentalmente a la chica, y cuando estaba solo se imaginaba intimando con ella. Por la noche, después de cerrar la tienda, iba a sentarse unos minutos con el anciano, Fajir, que era dueño de la tienda y vivía en la parte de atrás. Ya no podía ocuparse de sí mismo y rara vez pedía levantarse de la cama. Una mujer que vivía cerca venía a atenderlo durante el día y, a cambio, recibía alimentos gratis de la tienda, pero por la noche al anciano enfermo le gustaba que Hamid se sentara con él un rato. El olor del moribundo perfumaba la habitación mientras hablaban. Por lo general, no había mucho que decir, un ritual de lamentos por la precariedad del negocio y oraciones quejumbrosas por la recuperación de la salud. A veces, cuando estaba deprimido, Fajir hablaba entre lágrimas sobre la muerte y la vida que le esperaba allí. Entonces Hamid llevaba al anciano al baño, se aseguraba de que su orinal estuviera limpio y vacío, y lo dejaba. Hasta altas horas de la noche, Fajir hablaba solo, en ocasiones su voz se elevaba suavemente para llamar a Hamid.

Hamid dormía afuera en el patio interior. Durante las lluvias, despejaba un espacio en la pequeña tienda y dormía allí. Pasaba las noches solo y nunca salía. Llevaba más de un año sin dejar la tienda, y antes de eso solo lo había hecho con Fajir, antes de que el anciano estuviera postrado en cama. Fajir lo había llevado a la mezquita todos los viernes, y Hamid recordaba la multitud de personas y las agrietadas aceras humeantes bajo la lluvia. De camino a casa iban al mercado, y el anciano nombraba para él las deliciosas frutas y las verduras de colores brillantes, recogiendo algunas de ellas para hacérselas oler o tocar. Desde su adolescencia, cuando vino por primera vez a vivir a esta ciudad, Hamid había trabajado para el anciano. Fajir le dio alojamiento y trabajo en la tienda. Al final de cada día, pasaba las noches solo y, a menudo, pensaba en su padre y su madre, y en el pueblo donde nació. A pesar de que ya no era un niño, los recuerdos lo hacían llorar y era abatido por sentimientos que no lo dejaban en paz.

Cuando la chica volvió a la tienda para comprar frijoles y azúcar, Hamid fue generoso con las medidas. Ella lo notó y le sonrió. Él resplandeció de placer, aunque sabía que la sonrisa de ella estaba llena de burla. La próxima vez ella le dijo algo, solo un saludo, pero con amabilidad. Más tarde, ella le contó que su nombre era Rukiya y que recientemente se había mudado a la zona para vivir con unos familiares.

“¿Dónde está tu casa?”, le preguntó.

“Mwembemaringo”, respondió ella, extendiendo un brazo para indicar que estaba muy lejos. “Pero hay que ir por carreteras secundarias y colinas”.

Podía ver por el vestido de algodón azul que llevaba de día que trabajaba como doméstica. Cuando le preguntó dónde trabajaba, ella resopló suavemente primero, como si dijera que eso no tenía importancia. Luego le confesó que mientras no pudiera encontrar algo mejor, era doméstica en uno de los nuevos hoteles de la ciudad.

“El mejor, el Ecuador”, dijo. “Hay una piscina y alfombras por todas partes. Casi todo el que se aloja allí es un mzungu,[4] un europeo. También tenemos algunos indios, pero ninguna de esas gentes del monte que hacen que las sábanas huelan”.

Se ponía de pie en la entrada de su dormitorio en el patio trasero después de cerrar la tienda por la noche. Las calles estaban vacías y silenciosas a esa hora, no los lugares peligrosos del día. Pensaba en Rukiya a menudo, y a veces pronunciaba su nombre, pero pensar en ella solo lo hacía más consciente de su aislamiento y miseria. Recordaba cómo lo había impresionado la primera vez, alejándose en las sombras de la noche. Quería tocarla… Años en lugares oscuros le habían hecho esto, pensó, de modo que ahora miraba las calles del pueblo ajeno e imaginaba que el contacto con una chica desconocida sería su salvación.

Una noche salió a la calle y cerró la puerta detrás de él. Caminó lentamente hacia la farola más cercana, después hacia la siguiente. Para su sorpresa, no sintió temor. Escuchó que algo se movía, pero no miró. Si no sabía a dónde se dirigía, no tenía por qué temer, ya que podía pasar cualquier cosa. Había consuelo en eso.

Dobló una esquina hacia una calle llena de tiendas, una o dos de las cuales estaban iluminadas, luego dobló otra esquina para escapar de las luces. No vio a nadie, ni a un policía ni a un sereno. En el borde de una plaza, se sentó durante unos minutos en un banco de madera, preguntándose si todo le parecería tan familiar. En una esquina había una torre de reloj, haciendo clic tenuemente en la noche silenciosa. Postes de metal se alineaban a los lados de la plaza, impasible y correcta. Los autobuses estaban estacionados en filas en un extremo, y en la distancia podía escuchar el sonido del mar.

Se dirigió al sonido y descubrió que no estaba lejos del puerto. El olor del agua le hizo pensar de repente en la casa de su padre. Ese pueblo también estaba junto al mar, y una vez él había jugado en las playas y en los bajíos como todos los demás niños. Ya no pensaba en él como en un lugar al que pertenecía, algún lugar que fuera su hogar. El agua chocaba suavemente al pie del malecón, y se detuvo para verla romperse en espuma blanca contra el cemento. Las luces todavía brillaban intensamente en uno de los embarcaderos y había un zumbido de actividad mecánica. No parecía posible que alguien pudiera estar trabajando a esa hora de la noche.

Había luces encendidas a lo largo de la bahía, puntos únicos y aislados en hilera sobre un telón de fondo de oscuridad. ¿Quién vivía allí?, se preguntó. Un escalofrío de miedo lo recorrió. Trató de imaginarse a la gente que vivía en ese rincón oscuro de la ciudad. Su mente le trajo imágenes de hombres fuertes con rostros crueles, que lo miraban y se reían. Vio claros tenuemente iluminados donde las sombras acechaban a la espera del forastero, y donde más tarde hombres y mujeres se apiñarían alrededor del cuerpo. Escuchó el sonido de sus pies batiendo en un antiguo ritual, y escuchó sus gritos de triunfo cuando la sangre de sus enemigos fluyó hacia la tierra prensada. Pero no era solo por la amenaza física que representaban por lo que temía a los que vivían en la oscuridad al otro lado de la bahía. Era porque ellos sabían dónde estaban y él estaba en medio de la nada.

Emprendió el regreso a la tienda, incapaz de resistir, a pesar de todo, la sensación de que se había atrevido a algo. Se convirtió en un hábito que después de cerrar la tienda por la noche y de ver a Fajir, saliera a dar una vuelta por el paseo marítimo. A Fajir no le gustaba y se quejaba de que lo dejaran solo, pero Hamid ignoraba sus quejas. De vez en cuando veía gente, pero pasaban apresuradamente sin mirar. Durante el día, estaba atento a la chica que ahora ocupaba tanto sus horas. Por la noche, se imaginaba con ella. Mientras paseaba por las calles silenciosas, trató de pensar que ella estaba allí con él, hablando y sonriendo, y poniéndole a veces la palma de su mano en el cuello. Cuando ella venía a la tienda, él siempre le daba algo extra y esperaba a que ella sonriese. A menudo hablaban, algunas palabras de saludo y amistad. Cuando había escasez, le daba de las reservas secretas que guardaba para clientes especiales. Siempre que se atrevía, la felicitaba por su apariencia y se estremecía de deseo y confusión cuando ella lo recompensaba con radiantes sonrisas. Hamid se rió para sí mismo al recordar el alarde de Mansur sobre la chica. No era una chica que se comprara con unos pocos chelines, sino una a la que se le cantaba, que se ganaba con evidencias y coraje. Y ni Mansur, medio ciego de mierda como estaba, ni Hamid, tenían palabras o voz para tal hazaña.

Una noche, Rukiya fue a la tienda a comprar azúcar. Todavía vestía su vestido de trabajo azul, que estaba teñido de sudor bajo los brazos. No había más clientes y no parecía tener prisa. Ella comenzó a burlarse de él gentilmente, diciendo algo sobre cuán duro trabajaba.

“Debes ser muy rico después de todas las horas que pasas en la tienda. ¿Tienes un hueco en el patio donde escondes tu dinero? Todo el mundo sabe que los comerciantes tienen tesoros secretos… ¿Estás ahorrando para volver a tu pueblo?”

“No tengo nada”, protestó. “Aquí nada me pertenece.” Ella rió entre dientes, incrédula. “Pero trabajas demasiado, de todos modos”, dijo. “No te diviertes lo suficiente.” Luego sonrió mientras él ponía una cucharada adicional de azúcar.

“Gracias”, dijo ella, inclinándose hacia delante para coger el paquete. Permaneció así un momento más de lo necesario, luego retrocedió lentamente. “Siempre me estás dando cosas. Sé que deseas algo a cambio. Cuando lo quieras, tendrás que darme más que estos regalitos”.

Hamid no respondió, abrumado por la vergüenza. La chica se rió levemente y empezó a retirarse. Miró a su alrededor una vez, sonriéndole antes de sumergirse en la oscuridad.

1992


Notas del traductor:

[1] Ghee (hindi): mantequilla clarificada, originaria de la gastronomía india y paquistaní, y empleada también en la gastronomía árabe.

[2] Zuwarde (suajili): alondra.

[3] Msichana (suajili): criada, doncella, niña, muchacha, chica, sirvienta, soltera.

[4] Mzungu (suajili): blanco.

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Jorge Yglesias (La Habana, 1951). Poeta, narrador, crítico de cine y traductor. Jefe de la Cátedra de Humanidades y Profesor de Historia del Cine e Historia y Estética del Documental en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Ha impartido cursos de cine en universidades y centros culturales de Canadá, Austria, Colombia, Venezuela, Portugal, República Checa, Suiza y Francia. Obtuvo el Premio de la UNESCO a la mejor traducción de Pushkin (1999), el Premio de Traducción Literaria de la República de Austria (2000), el Premio del Colegio de Traductores de Arles (2002). Es autor de los textos Un extraño en el Paraíso (crítica de cine), Buñuel, el americano (crítica de cine), Atravesar el espejo (crítica de cine), Campos de elogio (poesía), Octavio Smith en su reino (ensayo literario) y Sombras para Artaud (poesía).

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