Amphigory significa “nonsensical burlesque verse”, es decir, una línea de perfecto disparate, una rima ridícula. En 1972, Edward Gorey definió el término como “verso o composición carente de sentido”, le engastó su propio nombre y tituló así su antología más célebre. Los dibujos de Gorey no están en la sección de artes ocultas porque el bibliotecario no ha mirado bien. Clasificar, poner un marbete, asignar una categoría es el oficio del Minos infernal, “que gruñendo examina las culpas y las juzga y sentencia con su cola”. A Gorey, por tanto, lo lanzan junto a los álbumes ilustrados, las novelas gráficas o, si el bibliotecario es perverso, a la sección infantil.
Quizás la decisión no es del todo errónea. Como mejor se lee a Gorey, personaje de ambigüedad total, tenis blancos, abrigo de piel, señor de los anillos, maestro de la microscopía, es confundiéndolo con otra cosa. Para más pesadilla bibliotecológica, Edward Gorey se llama también Garrod Weedy o Odgreed Weary o Roy Grewdead o Regera Dowdy. Con estos y otros muchos anagramas firmó sus libros, generalmente cuadrados e intolerables para sus primeros editores. Hablan de niños asesinados, animales extraños, objetos epilépticos y máquinas pornográficas. Si la inocencia no fuera la palabra clave para comprender su mundo, se le podría achacar un inventario de calamidades mentales. Minos lo remitiría entonces a la clasificación 179 (falta de respeto por la vida humana), o la 612.4 (secreción, excreción y funciones relacionadas) o en el fondo de la 615.8 (hipnoterapia).
Las cuatro grandes antologías de Gorey están disponibles en ediciones bilingües gracias a Valdemar. Leerlas en un idioma que no sea el inglés rebaja el encanto de los relatos y les quita el humor, indispensable para anestesiar sus imágenes. Sin el inglés, o el francés macarrónico que a menudo las acompaña, no habría música en ellas. Un ciego podría oír los dibujos de Gorey, tan afinado en el sonido como en el trazo. El golpe, sin embargo, ocurre cuando se mezcla el enunciado —amphigory— con la ilustración.
Sin pistas para dilucidar las fuentes de Gorey, un batallón de críticos y psicoanalistas ha intentado buscar traumas en su niñez. Un tío violador, un padre vampiro, alguien que lo haya convertido en el monstruo escéptico E. G. Deadworry o Drew Dogyear. Ha sido en vano. En la entrecortada conversación que Gorey sostuvo con Dick Cavett, su primera vez en televisión, balbuceó que había disfrutado de una infancia típica y feliz en Chicago, donde nació en 1925. Tuvo varias madrastras. Una de ellas, Corinna Mura, es la guitarrista que entona La Marsellesa en la detestable escena de Casablanca.
El joven Edward Saint-John fue militar, estudiante de francés, escenógrafo y miembro del plantel de la editorial Doubleday. De los libros en cuya tipografía y diseño intervino me gusta una Breve historia de la ciencia, de 1959, con diagramas cosmológicos y citas de Dante. En las viñetas que seleccionó —un modelo astronómico, una tortuga galápago— hay un remoto parentesco con sus dibujos. Quizás en el contacto diario con esos libros de texto, ajenos y geométricos, encontró Gorey la inspiración de su estilo escrupuloso. En sus dibujos no hay espacio para la casualidad. Todo ha sido medido cautelosamente para que encaje en el cuadro, apenas mayor que una foto de Polaroid.
El mundo editorial y las angustias del escritor son los temas de su primer libro, The Unstrung Harp (1953). La tragicomedia de Mr. Earbrass, un autor siempre al borde del fracaso pero que trabaja con suma dedicación, se cifra en los gestos. Para Gorey, el diablo siempre está en los detalles. La expresión es literal: minúsculas criaturas, como un lagarto baboso y oscuro, o un muñeco sin brazos, son el presagio de que la muerte está a punto de llegar. La misma función la cumplen a veces la posición de las manos, las mujeres lánguidas y la aparición de máquinas, siempre bestiales en sus dibujos. O bien la maldición, como el borracho en una de las viñetas de The Listing Attic, que le dice a su hijo: “La conducta de tu madre ofendió a nuestro Salvador. Por eso te hizo tullido”.
Gorey gusta del abecedario como modelo del mundo. Muchos de sus trabajos poseen estructura alfabética o una serie equivalente, como números o la misma letra —la z— repetida hasta el absurdo (The Izzard Book). Este tipo de cuentos recuerda al juego de la ouija, el tablero que invoca al fantasma para que cuente su historia. Cada letra, como el aleph de los cabalistas, es una invitación a permutar y recombinar, a leer el libro desde la última página o asumir, como afirman los rabinos, que el verdadero sentido está oculto y el relato debe sufrir una transformación. (“Los trozos de la Torá no nos vienen entregados en su secuencia auténtica”, dice Rabí El’azar, citado por Scholem, “en caso contrario, cualquiera que leyese en ella podría crear un mundo, dar vida a los muertos y realizar milagros”).
Otra de sus técnicas más efectivas consiste en dibujar una imagen macabra y acompañarla de un relato optimista, que contradiga lo que el lector ve. Engaña, saca eufemismos de la manga o formula una conclusión cínica.
Muy pocos libros de Gorey son realmente para niños. Los caracteriza —casi siempre— el uso del color y el trazo blando. Pero ni siquiera de los niños se cuida. En The Bug Book, el ambiente idílico de los insectos se ve perturbado por un escarabajo kafkiano. “La vida social llegó a un punto muerto”, argumenta Gorey para que sus lectores comprendan por qué los insectos cometerán un terrible crimen. Aplastado por un pedrusco, del escarabajo negro queda una suerte de lámina o cuño sobre el suelo. Los insectos deslizan al difunto en un sobre, le adosan un sello con el perfil de la reina Isabel y lo remiten “a quien pueda interesar”.
De niños tratan también The Vinegar Works, “tres volúmenes de enseñanza moral” que incluyen el trabajo más reconocido de Gorey, el alfabeto de niños asesinados. Tema tabú, el artista no se pone coto al representarlo en The Gashlycrumb Tinies. “La A es de Amy, que cayó por las escaleras”, es la primera letra. Basil fue devorado por los osos, Clara “se consumió”, James tomó lejía por error, Neville falleció de puro tedio, a Rhoda la achicharraron las llamas —el dibujo más sugerente—, Titus “voló en mil pedazos” al abrir un paquete y Zillah bebió demasiada ginebra. A todos los cuida una sonriente parca, con paraguas y sombrero, que luego plagiará Tim Burton.

Es fácil enamorarse de las bailarinas de Gorey —famoso por su asistencia a cuarenta o cincuenta sesiones seguidas del Ballet de Nueva York—, de sus cantantes, sus divas y sus “asesinas relegadas” por la historia del crimen. El enamoramiento acabará mal. Todo lo sexual en Gorey lleva a la muerte o al incesto. Incluso cuando es abiertamente retorcido, orgiástico, el placer se amarga. The Curious Sofa, a Pornographic Work, no tiene nada de pornográfico y es un ejemplo del talento de Gorey para la sugerencia. El relato es pura línea, nada de sombra ni horizonte. No hay punto de apoyo. Los personajes se concentran en torno a una tal Alice. Unos son viejos, otros jóvenes, hay un matrimonio de mutilados con patas de palo, un trío de acróbatas, un perro y Sir Egbert. Todos leen la Enciclopedia de Costumbres Inimaginables y se preparan para consumar la última orgía sobre un sofá de nueve patas y siete brazos. “Tan pronto como todos se hubieron amontonado en la habitación, Sir Egbert echó el cerrojo y activó la maquinaria. Cuando Alice vio lo que estaba a punto de suceder, comenzó a gritar incontrolablemente”. Es el pie de la última viñeta, casi en blanco.
Uno de los efectos más perturbadores de los trabajos de Gorey es provocar en el lector la sensación de ser un mirón o un espía. Testigo del sexo ajeno o de la muerte, inválido o demasiado cobarde para actuar, el lector de The Iron Tonic procede con lupa o telescopio. Junto a la escena mayor, un círculo —el lente— recoge un detalle que da sentido al resto. Sería un chiste óptico si no muriera alguien en cada dibujo, si la mano de Dios o del demonio no apuntara al secreto del arroyo, o si no se nos ofreciera una información vital que, por maldad, callaremos.
Gorey nunca baja la guardia; nosotros, sí. Cuando el lector cree que el artista lo invitará a su taller, que mostrará sus trucos e instrumentos, la trampa ya está lista. Las viñetas dobles —el dibujo y su borrador— en The Chinese Obelisks pronto se separan y constituyen mundos paralelos. En una página está el álter ego de Gorey, con su emblemático abrigo de piel, y en otro un detective en macferlán. La muerte le viene a ambos tras el golpe de una urna funeraria gigante, que recuerda a las de Sir Thomas Browne.

Si el título de The Chinese Oblelisks no significa nada —o eso parece, porque solo hay obeliscos decorativos en la portada del libro—, en The Untitled Book la ausencia de clasificación, de etiqueta, define el relato. Un aquelarre de criaturas míticas baila en la página, sin argumento, hasta que aparece un elemento extraño que las disgrega. El movimiento de cada ser es tan coordinado, viñeta a viñeta, que parece una forma rústica de dibujo animado. En otros trabajos el título es solo una formalidad. The Broken Spoke es una colección de objetos y retratos, un álbum de familia, donde cabe todo. Hay una relectura de la historia humana —y de la historia del arte— bajo el presupuesto de que las bicicletas siempre estuvieron ahí, desde Altamira hasta los iconos bizantinos.
Otra suerte de enciclopedia-portafolio es The Awdrey-Gore Legacy, una acumulación de misterios y libros apócrifos como la Ipsíada, donde el detective da pistas sobre su autodestrucción en sus múltiples disfraces y pertenencias. Cada deducción que realiza sobre el asesinato de una vieja novelista —“expuesta en haikus en gaélico compuestos por él mismo”— se materializa en un pequeño dibujo sobre la escena del crimen: laberintos, planos topográficos, esquemas mecánicos, agujetas, puñales, máquinas de afeitar. Todo instrumento sirve para matar y todo espacio para esconder un crimen.
La metafísica de Gorey tiene su colofón en The Epileptic Bicycle (tras un paseo en bicicleta, dos niños descubren que han pasado 173 años). Su combinatoria, en The Raging Tide, un modelo para armar. Su desdén, en The Salt Herring, que escribe “para que se enfaden todos los hombres serios y se diviertan todos los niños pequeños”. A Gorey no le importa contar. Le importa acumular. No le importan los críticos, los intérpretes, los lectores. Le importa entretenerse. Or whatever.
Dos posdatas sobre la cuarta dimensión
1. El último Gorey juega con la geometría y los objetos imposibles. Amante de la era victoriana y de Lewis Carroll, es muy probable que leyera la mítica Flatland (1884), de Edwin Abbott, una novela satírico-matemática sobre un cuadrado que descubre la existencia de la esfera. La fábula de Abbott explora las limitaciones del entendimiento para expandirse y concebir otros mundos. El cuadrado se burla de una serie de puntos y líneas porque no admiten un espacio de dos dimensiones —Flatland—, pero tiembla de terror cuando se le manifiesta la esfera, un sólido tridimensional. Al mismo tiempo, cuando el cuadrado siente que el universo no tiene fronteras, intenta convencer a la esfera de que es posible —en teoría y aunque ninguno de ellos pueda asimilarla con sus sentidos— una cuarta dimensión.
La incomprensibilidad de un objeto es precisamente el tema de The Sinking Spell, de Gorey. La cosa —¿o es una criatura?— taladra la historia y rehúye la mirada del lector. Se sabe que es “hosca, inflexible, distante”, pero no mucho más. El hundimiento es sideral: la última viñeta anuncia que también el cosmos y el vacío serán penetrados por el objeto hiperdimensional. Ni siquiera destruye la realidad, solo pasa por ella. Sabemos que existe porque confiamos en que los seres de la página lo han visto.

2. En De Planilandia a la cuarta dimensión, Jacobo Siruela sugirió que el entusiasmo por la posibilidad de comprender ese otro mundo bulló hasta el siglo XX, pasando por la obra del polémico Charles H. Hinton —casi un personaje de Gorey, bígamo y excéntrico— hasta llegar al arquitecto teósofo Charles Bragdon. Autor de La ornamentación proyectiva (1915), Bragdon dibujó en su manual decenas de prolijos diagramas para una ciudad armónica, que abriera las puertas a la cuarta dimensión. Sus habitaciones, sus recintos para superhombres, están llenos de teseractos —el hipercubo que describió Hinton y pintó Dalí— y otras figuras milagrosas: icositetraedroides, prismas duplicados y cuadrados mágicos, a los cuales atribuía la función de talismán.
En The West Wing —uno de los Vinegar Works—, Gorey propone espacios similares, aunque malditos. El diseño, la textura, la perspectiva, son capaces de despertar no solo energías armónicas sino fantasmas, mujeres atormentadas, huéspedes no deseados. En los pasillos del ala oeste de la mansión hay espejos y losas que simulan una inundación, nichos vacíos, tokonomas, manchas espectrales. ¿No tuvo acceso Gorey a la edición de 1915 del libro de Bragdon, dibujante y escenógrafo como él, aunque fuera para rebatirlo y encontrar su negativo? Ambos vivieron en Nueva York y estudiaron sus mansiones embrujadas. Ambos merecen volver a la sección de artes ocultas.
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