SANTA CLARA, Cuba. – Ni siquiera son las 8:00 de la mañana y una turba de gente se traslada desde los diferentes repartos de Santa Clara hasta la explanada colindante con el estadio de béisbol Sandino, el área dispuesta para las llamadas “ferias agropecuarias” de los domingos donde, supuestamente, se venden productos a precios más económicos. Las primeras horas del día son las ideales para alcanzar a comprar lo que trasladan los campesinos y sus intermediarios, justo antes de que los inspectores emprendan su recorrido habitual.
De una punta a la otra de la calle se extienden decenas de puestos espontáneos, muchos desprovistos de balanzas y otros consistentes en solo una manta tendida sobre el pavimento en la que se exponen viandas, ensaladas y alguna que otra fruta de estación. Sobre un retazo de saco, Antonio, un vendedor de quimbombós, organiza los vegetales dentro de potes plásticos reciclados como medida estándar de venta: cada vasito debe contener menos de siete unidades y cuesta 60 pesos.
Este no es un producto descrito en la lista de precios topados por el Gobierno local, por lo que puede comercializarlos en dependencia de la “oferta y demanda”. “Me dan el saco según el peso y tengo que pagar el transporte para traerlo aquí”, se justifica el vendedor sin especificar cuánto obtiene de ganancia por el negocio. Al lado de Antonio, otra mujer tiene en venta los mazos de acelga a 50 pesos, pero los vende realmente al doble del precio en cartilla. “Al que no le convenga que no los compre”, contesta ante el reproche de un posible comprador que, aunque se queja de la estafa, prefiere desembolsar el dinero antes que irse a casa sin la referida ensalada.
En la zona más concurrida de la “feria” las propuestas se limitan a cuatro o cinco productos repetidos por cada puesto de venta y con precios similares: yuca, cebolla por mazos, boniatos y ajo y ají sueltos. Uno de ellos exhibe un cartel que especifica “hay arroz” como si se tratara de un suceso exclusivo o trascendental. La gente recorre la zona con visible desesperación, a la espera de que la providencia los conduzca a alguna rebaja espléndida. Llevar comida a la mesa ―un motivo de bienestar para cualquier mortal― representa un suplicio para quienes ven esfumarse el salario íntegro de un mes en compras insignificantes.

“En esta jaba con tres o cuatro cosas me he gastado más de 2.000 pesos y todavía me falta el arroz porque para la carne de puerco ni miro”, advierte Juan Miguel López, un santaclareño de 62 años que asegura que no vive solamente de su salario, sino gracias a la ayuda de su hija que reside en el exterior. “Con todo y lo que ella me puede mandar en mi casa almorzamos pan para ahorrar comida”.
El costo tan elevado de los alimentos impacta de primera mano en la planificación de la economía familiar; la percepción generalizada coincide en que por semana un salario considerado como alto alcanza para menos. “La normalización de una pobreza masiva está estableciendo limitaciones al gasto familiar”, advirtió recientemente el economista Pedro Monreal en una publicación de su cuenta de X. Otros datos recopilados periódicamente por el diario 14ymedio a modo de referencia indican que ciertamente la inflación ha alcanzado niveles alarmantes y que por día se encarece el costo de vida, incluso para quienes reciben remesas desde el exterior.
En uno de los puestos ubicados al final de la explanada se vende la harina de maíz, otrora considerada un alimento de gente humilde, al precio clandestino de 100 pesos por libra. En los últimos fines de semana han desaparecido del mercado los frijoles o los chícharos, y tampoco se encuentra la malanga, una vianda demandada por niños, ancianos y enfermos. “Los frijoles están topados”, explica un particular que se identifica como Yudiel. “Si cogen a alguien vendiéndolo a más de 300 pesos es tremenda candela”. Por varios domingos consecutivos los inspectores de comercio en Villa Clara han aplicado multas y la venta forzosa de mercancía tanto a carretilleros y trabajadores por cuenta propia como a cooperativas agropecuarias por alterar los precios y el pesaje, retener productos, o por negarse a cobrar mediante pasarelas de pago electrónico.

Desde un vehículo particular en la feria de este domingo un señor vocifera que tiene los paquetes de pollo al mejor precio, más de 3.000 (la pensión íntegra de un jubilado), y las porciones de picadillo a 300 pesos. El vendedor aclara que ese último producto tiene “un problema”: “Es importado, nada de invento, pero la gente se queja de que se le sienten pedacitos de huesos al masticarlo”. Este picadillo en específico se halla a la venta en casi todos los mercados de particulares con la denominación de “MDM” (mezcla de varias carnes deshuesadas mecánicamente) y su precio por libra varía en dependencia de la calidad del lote. En los últimos meses se ha convertido en el único plato fuerte al que pueden acceder la mayoría de las familias cubanas que no son capaces de permitirse un cartón de huevos (a más de 3.000 pesos) o la libra de cerdo a más de 700 pesos.
“Estamos comiendo piltrafa, nada que alimente”, protesta Yolanda Sosa, una trabajadora de gastronomía en busca del surtido semanal. Aun así, la gente percibe la escasez y los altos precios como si fuese un designio inevitable al que deben obedecer o acostumbrarse. “A veces pienso que hay gente peor que uno”, asegura Sosa.