MIAMI, Estados Unidos.- Hace dos años el reconocido director australiano Peter Jackson, estremeció a la feligresía musical mundial con su serie documental The Beatles: Get Back, donde utilizó decenas de horas de descarte, prístinamente remasterizadas, del legendario pero elusivo documental Le it Be, realizado por el británico Michael Lindsey-Hogg en 1970.
No obstante el impacto de la serie, siempre quedó la expectativa de disfrutar una copia de Let it Be con los mismos atributos que Jackson dispensó a su película.
Se aduce que tanto McCartney como Ringo y herederos de Harrison, sobre todo, se resistían a su presentación pública otra vez, debido a desentendimientos filmados entre Paul y George que dieron como resultado posterior el abandono eventual que el guitarrista hiciera del grupo de manera abrupta.
Desde los años noventa guardo una copia maltrecha, realizada a partir del casete de VHS que se comercializó alguna vez del documental. Creo haberla visto de manera informativa, pero nunca repetí la experiencia en espera de la versión que merecía el privilegio de disfrutar a estos cuatro genios en uno de los períodos más creativos del grupo, que diera como resultado los emblemáticos álbumes Let it Be y Abbey Road.

El esperado documental
La oportunidad acaba de ocurrir y la espera ha valido la pena. Let it Be se presenta en el canal de Disney con la misma excelencia que caracteriza el documental de Peter Jackson, quien ha corrido también con esta remasterización.
Allí donde la serie manifiesta la épica de un mito hasta en detalles insospechados, el documental de Lindsey-Hogg es una incursión íntima, melancólica sobre el mismo hecho.
Al principio han insertado un diálogo introductorio entre Jackson y Lindsey-Hogg, donde el director recibe el tributo merecido. Uno de los tantos méritos del documental, según el primero, es ocuparse de tan distinguido cancionero en sus orígenes, desconocido entonces, casi siempre en plena hechura, antes de que se volviera clásico.

Lindsey-Hogg explica que el proceso fílmico era una suerte de prólogo al regreso de los Beatles sobre un escenario, acontecimiento que no ocurría desde 1966. La idea era montar el concierto con todos los recursos en un desierto, pero no prosperó y terminaron cantando en la azotea del edificio de la corporación Apple. La última aparición pública de los cuatro que siempre me produce una emoción indescriptible.
Pareciera una quimera pensar en la actualidad que “The Long and Winding Road”, “Maxwell’s Silver Hammer”, “Across the Universe”, “Oh! Darling” y “I Got a Feeling”, entre otras obras maestras fueron algún día apenas ideas que los Beatles barajaban para sus grabaciones de entonces, tal y como testimonia la película.
Censurados por el castrismo
Esos Beatles felices, conscientes de su grandeza, eternamente jóvenes en el documental, inalcanzables para mi generación, fueron los mismos que el castrismo decidió obliterar en los tempranos años sesenta.
En lo que Let it Be y Abbey Road se horneaban en la fábrica de los Beatles, sin saber a ciencia cierta que marcaban el final de una época gloriosa, la dictadura cubana se abocaba a otro fracaso económico, de una zafra azucarera irrealizable, y seguía atormentando a sus jóvenes mediante la ideología maltrecha y decadente que aún la caracteriza.

Para mis coterráneos, sobre todo aquellos que padecieron el disparate oficial de considerar a los Beatles como “diversionismo ideológico”, poder regocijarse ahora con el documental Let it Be, les garantiza aquella sospecha de que siempre estuvieron en el bando correcto de quienes veneraron al grupo contra todos los riesgos.
Let it Be humaniza a nuestros dioses culturales. Paul discute la tozudez de George, Yoko Ono permanece como una absurda escultura sentada junto al amor de su vida y Ringo se siente inseguro al proponerles las notas de una canción que tiene a un pulpo en su jardín como protagonista.
Paul se erige como el líder indiscutible del proceso creativo, pero se percibe a John como la otra mitad de un círculo cerrado al cual apenas tienen acceso George y Ringo. El dúo Lennon y McCartney manifiesta momentos de apego y cohesión sencillamente inolvidables.


Paul canta “Bésame mucho” en una versión donde fusiona diversas variantes del clásico. John y Yoko bailan desenfrenados al son de “I Me Mine” que George considera un “heavy waltz” y propone con modestia.
Los Beatles ensayan sus canciones en progreso como si ya estuvieran listas para ser dadas a conocer.
Los dioses culturales
El ambiente es festivo. George se queja de que el micrófono tiene electricidad y, entre bromas, un técnico trata de remediarlo. El otro George -Martin-, deambula sonriendo por el salón y hasta los acompaña con algún instrumento.
Además de las canciones nuevas, el grupo pareciera calentar motores con viejos rocks y hasta interpretaciones de sus comienzos, como si estuvieran sobre un escenario público.
Lindsay-Hogg y su equipo no le pierden pie ni pisada a la magia, en los estudios de Apple y Twickenham que tienen pocos atributos visuales para el cine, aunque permiten mayor concentración en los músicos.
Cuando los Beatles salen finalmente de esos espacios cerrados, al aire frío londinense de la azotea, a plena luz del día, la fiesta anunciada se hace realidad y somos testigos de algo que suele repetir Ringo, cuando se unían para componer o cantar, las divergencias eran echadas a un lado y demostraban porque es el más importante grupo de música popular de la historia.
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