LA HABANA, Cuba.- Tenía una mandarria en ambas manos —sí, en las dos — y los rivales le temían como a la muerte misma. Se llamó Teófilo Stevenson Lawrence, vio la luz en Puerto Padre y fue el mejor peso completo que nunca subió al ring profesional.
Nada de radical o patriotero hay en la afirmación. Stevenson sabía boxear, bordaba la estrategia de la esquina, iba sobrado de autoconfianza y flema, y encima, aniquilaba. Pese a los guantes-almohadones del amateurismo, aniquilaba.
Jab, jab, el recto y a la lona. Su golpe de derecha (el sello de la casa) era una coz de hombre, y esa coz derribó mucho castillo y tomó mucha ciudad. Tras el salvaje impacto llegaban el conteo y la victoria, en un libreto que se repitió invariablemente durante alrededor de quince años.
Los piropos no faltaron jamás. “Es el peleador más perfectamente balanceado que haya visto”, sentenció Enmanuel Steward, un sabio en toda regla. “Tiene la misma clase de Muhammad Ali y Joe Frazier”, dijo el rey de los pícaros, Don King. “No me habían pegado tan fuerte en mis más de doscientos combates”, confesó el Goliat germano Peter Hussing.
Gústele a quien le pese, la vida lo superdotó para el boxeo. Y tanto, que de saltar al profesionalismo habría tenido once de diez boletos para coronarse. Si lo duda, piense en varios campeones de finales de los años setenta hasta mediados de la siguiente década: John Tate, Mike Weaver, Michael Dokes, Gerri Coetzee, Tim Witherspoon, Pinklon Thomas, Greg Page, Tony Tubbs… meras chancletas para el pie del gran cubano.
‘Pirolo’, como le decían sus amigos, marcó mi adolescencia con el hierro de lo inolvidable. Cada vez que iba a escalar el encordado, mi abuela Coco llamaba a la viejita de enfrente, Rosalina, y armaban una tertulia que una y otra vez concluía con el grito de “mira, mira, lo tumbó”. Yo, emocionado, me limitaba a un par de brincos mientras el referí intentaba resucitar al púgil en la lona.
En medio de esa barahúnda, Stevenson alzaba los brazos en señal de triunfo y acto seguido corría a auxiliar a su oponente. Era su estilo, y ese gesto perenne le granjeó la admiración de tirios y troyanos, cristianos, musulmanes, magnates, proletarios, choferes y viandantes, francotiradores y objetivos de francotiradores.
El asunto es que Teófilo fulminaba al adversario — que en eso consistía su trabajo— para luego salir en su busca con un “lo siento” implícito. El instinto asesino del boxeador no era su virtud, y por eso muchas veces lo vimos sobrellevar a contrarios inferiores.
Pero si la pelea exigía, la bestia echaba mano de la apisonadora. En 1982 le quebró un par de costillas al ascendente Tyrell Biggs. En el 84 por poco despide del ring al toro soviético Abadzhan, quien se atrevió a tutearlo y terminó con un corte de varios puntos en el rostro. Años antes de eso y también años después, se aburrió de poner a dormir a los talentos amateurs del pugilismo norteamericano.
Por desgracia, jamás se consumó su pelea contra Ali. “The Greatest Fight That Never Was” (como la bautizó ESPN) habría enfrentado a los púgiles insignias del boxeo por dinero y el boxeo por medallas, y también hubiera sido largamente manipulada desde la política. Incluso más que el match Fischer-Spassky.
Lo cierto es que el encontronazo entre el juego de piernas del bailarín de Louisville y la contundencia del guajiro de Las Tunas no se dio, y desde entonces flotan en el aire las especulaciones sobre el probable resultado. Si ganaba el artista o se imponía el depredador no lo sabremos nunca. Quedará como uno de esos misterios que nos van a acompañar hasta la tumba.
Porque Ali fue increíble, pero Stevenson mataba.
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