¡Detened al miserable! ¡Aquí! ¡Bloqueadle los caminos! ¡Bloqueadle los senderos! Y si huyeras de aquí, y encontraras todos los caminos del mundo, ¡el camino que buscas, el sendero no lo encontrarías! Porque los caminos y senderos que te alejan de mí, para ti los maldigo. ¡Vaga y confúndete!
Wagner, Parsifal
1
La maldición que lanza Kundri sobre Parsifal pesa al cubano Reinaldo Arenas. En el segundo acto de la última opera de Wagner, la esclava de Klingsor, bajo órdenes de este, intenta seducir al héroe. Si dicha seducción resultara exitosa daría al traste con la orden del Grial que él intenta salvar. Parsifal sabe resistirse a las tentaciones de la mujer. “Kundri, la fea e insignificante hechicera del poema medieval, se convierte en Parsifal en la esencia primigenia de la mujer; es la bruja, la ingenua, la audaz, la sufrida, la terca, la puta, la arrepentida, la hermosa, la sarcástica, la deseada, la esclava, la heroica y la repudiada”,[1] escribe el propio Arenas. Para el cubano, la madre y la puta son los dos rostros de la mujer, versión femenina de Jano; la maldición es aquella que parece dictar toda mujer al hombre homosexual: la ilegitimidad de su deseo y la marginación de su sexualidad. En “Morir en junio y con la lengua afuera (Ciudad)”, segunda parte de Leprosorio. Trilogía poética, las dinámicas de ese deseo otro ocupan gran parte del poema, siempre en el marco de lo oculto, lo disimulado, la infracción, que alimenta la angustia de un sujeto en busca de una redención que sabe no habrá de encontrar.
2
“Morir en junio y con la lengua afuera (Ciudad)” es la historia de uno y varios viajes (espacial y vital, de ida y de regreso, búsqueda y abandono, viaje propiamente y fuga, salvación y pérdida). Retorno a la casona de la infancia, fuga del campo a la ciudad, viaje de trabajo, viaje imaginado, aventura amorosa, búsqueda del padre, huida de la madre. Arenas invierte la Odisea para escribir un poema antiépico, y tal vez no haya mejor definición para su poesía. Su adaptación de la historia de Percival da vuelta a la estructura épica tradicional.[2]
El buen tiempo motiva el comienzo de un viaje y del poema, un viaje que, a través del paradisíaco paisaje, lleva al sujeto a “La Gran Casa [que] Entonces sí lucirá hermosa”. Como Odiseo, el sujeto lírico de Arenas regresa a Ítaca, la casona familiar. Mas pronto advierte que el viaje no debe o puede cesar: se transfigura en fuga permanente, en permanente búsqueda. No detenerse, “con la certeza de que ni aquí ni allá, ni en ningún sitio, / pero sigue”. [3]
Es esa máxima la que rige todo el poema, una suerte de concreción de lo que en el poema “El Central (Fundación)”, escrito tan solo seis meses antes, aparece como idea de la existencia y la Historia; en “Introducción del símbolo de la fe”, el apartado final de ese último poema, una pesimista concepción de la Historia y la naturaleza humana se vuelve fundamento de una doctrina existencial. Arenas hace de los significantes patria, tierra, puerta, árbol, sueño, tiempo, palabra, poema, dicha, calma, índices de una concepción que entiende el devenir existencial del sujeto en la Historia como una perenne búsqueda de posibilidades siempre huidizas de emancipación, que hacen soportable y cargan de sentido la vida. Su fe no tiene nada de religioso, dicta la certeza de que, a pesar de la falsedad de toda concreción contingente y finita del sentido de esos nombres, una verdad se configura como resultado de la fidelidad a la búsqueda permanente: “te seguimos buscando”. Para Arenas, la libertad no es, ni puede ser, un estado del mundo al que llegar, un espacio otro que conquistar, sino la permanente rebeldía, la protesta constante, el viaje o fuga perennes, el oleaje del mar.
Como Odiseo finge ante los pretendientes y ante la ama de llaves Euriclea, el sujeto lírico de “Morir en junio…”, álter ego de Arenas, se finge seductor ante las doncellas-flores de su drama –en el poema las que “Llamarán para el café” y “esperarán […] tu aparición”, resemblan las doncellas-flores del festival wagneriano–; las mismas que se escuchan metódicamente deshumanizarlo, que dicen la otredad, la exclusión, la abyección como potestades del poder en su manifestación popular, la vox populi. “Sé inteligente / Sé discreto y cordial / Sé brutal y cortés”,[4] se dicta el sujeto de “Morir en junio…” quien debe disimular su sexualidad, con temor a “que alguien pueda hacer un chiste sobre [su] forma de bailar”.[5] Pues “Es cierto / que algunas veces el miedo / tomó dimensiones físicas, palpables”.[6]
Dicen que por las noches
sale a degollar gatos en los patios ajenos.
Dicen que por las noches se sienta desnudo en el balcón
y mira al cielo.
Dicen que la vista de la luna le causa resoplidos, estornudos, evidentes convulsiones.
Dicen que por las noches instala eficaces trampas,
redes invisibles, huecos en el aire capaces de precipitar al más seguro, ese que ostenta un carné del Partido.
Dicen que por las noches se viste de azul y se va hacia donde gira la rueda luminosa.
Que se viste de blanco, dicen.
Que es un demonio, dicen.
Que solo su presencia corrompe, que algunas calles se han encorvado gracias al maleficio de su mirada.
Que lo vigilan, dicen.
Que de un momento a otro lo van a fulminar, dicen.
Dicen
que lo han visto buscar algo extraviado en el pinar cercano.
Que no se peina, dicen. Que usa pelucas, dicen, que no come, dicen.
Que es terriblemente cruel y que su rostro varía de acuerdo al rigor de las estaciones.
Dicen que por las noches sale a robar a la tintorería cercana. Dicen que por las noches envenena a los perros,
tira cubos de agua hirviendo al patio,
rompe un bombillo,
lanza una piedra a la casa de enfrente.
Que no tiene padres, dicen.
Que no trabaja, dicen.
Que solo se entiende con el mar, dicen.
Que no es un ser humano, dicen.[7]
Foucault estableció fundamentos teóricos para una comprensión atomizada del poder; en lugar de considerarlo como una fuerza que emana de una cima o centro de gobernación estatal, el francés dirige su atención a los elementos que permiten comprenderlo desde su funcionamiento infinitesimal. Dice en su Historia de la sexualidad: “el poder viene de abajo; […] las relaciones de fuerza múltiples que se forman y actúan en los aparatos de producción, las familias, los grupos restringidos y las instituciones, sirven de soporte a amplios efectos de escisión que recorren el conjunto del cuerpo social”.[8] Arenas no pierde de vista que el poder emana de todos los flancos, especialmente en “Morir en junio…” comprende el poder desde esa difuminada objetividad, aun cuando su crítica y protesta no dejan de estar dirigidas al poder “de arriba”, como resulta evidente en El color del verano, con su personaje el Fifo, o en “Leprosorio (Éxodo)”, en el que desfilan sucesivos dictadores.
Arenas reescribe a Percival como un adolescente forzado a trabajar en Isla de Pinos y entiende que “Realmente tu historia y la mía son las mismas”.[9] Como el joven soldado añora el palacio del grial, el poeta extraña la casona familiar, la niñez, su palacio de las blanquísimas mofetas. Dos rasgos definen el mito de Percival, de modo explícito en la séptima nota al final del poema: 1) la madre como restricción y, por tanto, el viaje del sujeto como fuga del seno materno –“hay que poner distancia, hay que alejar esa presencia (esa potencia) invisible; hay que ir al encuentro de la libertad”–;[10] y 2) el padre como destino y, por tanto, el viaje del sujeto como búsqueda del mismo. Ambas fatalidades se conjugan en el hijo que abandona a su madre, como antes lo había hecho el padre. Más aún, en su lectura del mito Arenas aclara que “no importa que ella [la madre] haya muerto”,[11] más tarde habrá de asumir esa muerte como el camino necesario, imprescindible, de la liberación. En El asalto, última novela de la Pentagonía, es justo el asesinato de la madre-dictador el objetivo del protagonista. Si el rechazo de Parsifal a las seducciones de Kundri y las doncellas-flores combina decisión y destino, por su fidelidad al Grial, es la dimensión del destino la que permite a Arenas entender ese rechazo como arquetipo de la sexualidad homosexual.
El regreso a Ítaca es aquí fuga, huida, abandono del hogar. La saga de Odiseo por recuperar su identidad se invierte en el disimulo de la suya por el sujeto areniano. La saga de Telémaco, que debe aceptar la muerte del padre, quien sin embargo regresa, para tomar su lugar en la línea familiar, es aquí la de Percival que deja el seno del hogar en busca del padre al que emula y pretende superar. Búsqueda que conjuga hazaña soldadesca con abandono. Odiseo, el padre y esposo que regresa, se cambia por el siempre ausente, padre muerto de Percival. La fiel y paciente Penélope es doblemente invertida: como esposa toma el rostro de Kundri, puta, arquetipo del deseo normativo que el sujeto lírico rechaza; como madre toma la forma restrictiva del poder que impide al individuo su realización. Amor sexual normativo y amor de madre son dos formas complementarias de la restricción. Si el retorno de Odiseo fue coronado con el triunfo sobre los pretendientes y la conservación de la casa familiar, el no haber salido verdaderamente de casa del sujeto lírico areniano culmina en la llegada del colectivo hombre nuevo que lo aniquila.

3
“Morir en junio y con la lengua afuera (Ciudad)” hunde sus raíces en El palacio de las blanquísimas mofetas. El segundo título de la “trilogía poética” está fuertemente atado a su homólogo de la Pentagonía. Y esto es una declaración explícita en el nombre mismo de la obra, las dos cualidades necesarias del morir: “en junio” y “con la lengua afuera”. La conjunción de ambas proposiciones, si ha de ser cierta, implica que sus dos elementos son ciertos por sí mismos. Se trata de investigar los sentidos de esa muerte, de su momento (cuándo) y de una particular marca distintiva (cómo). La posibilidad de una respuesta adquiere nuevas luces con la lectura de la novela.
¿Cómo?
El gesto voluntario de sacar la lengua es muy común y polisémico, puede indicar burla o provocación, y también posee un matiz erótico o pícaro. Puede indicar fatiga y acompaña el acto esforzado de recuperar el aliento. Desde el juego infantil, todos esos sentidos se combinan en una forma de subversión juguetona del poder. El niño chiquito y más débil saca la lengua al mayor y sale corriendo. El acto involuntario, por otra parte, está principalmente relacionado a las muertes por ahorcamiento. La presión hace que la lengua se hinche y salga de la boca. Esta es un signo incontestable de muerte, de derrota en la batalla por la vida, asfixia y rendición.
En El palacio… este gesto da cuerpo a las tensiones en la trama. Fortunato va “por el centro del parque sacándole la lengua a Calixto García y con los pies en los manubrios”.[12] Reta a un tiempo a todos los muchachos del pueblo que quieren montar la bicicleta y a los que él no se la presta, y a la muerte misma que parece incapaz de acabar con su vida a pesar de que él maneja entre las máquinas, en el techo, en el puente de madera y sin caerse, con los pies en los manubrios. Fortunato saca la lengua a Calixto García, el parque y el héroe, contrariando toda solemnidad hegemónica, en medio de un paroxismo acrobático que le confieren el privilegio y la velocidad. El insomnio y la luz se burlan igualmente de Fortunato: “En cuanto te quedas dormido, la luna se vuelve a colar por entre las persianas y te vuelve a golpear, y te saca la lengua. Tú tratas de agarrarla, pero la muy bicha sale huyendo. Y no puedes ni pegar los ojos”.[13] La luna, por su parte, puede iluminar y golpear en la noche sin poder ser alcanzada, puede molestar y huir más rápido que cualquier otro y, por ello, saca la lengua juguetona, segura en su lejanía, en su inaccesibilidad.
El mismo gesto se va tornando cada vez más sórdido en la novela y la provocación se hace hegemónica ella misma y se carga de violencia física: “¿Saben ustedes lo que es vivir en una casa donde las bestias estén tropezando con uno día y noche? ¿Donde las bestias le saquen a uno la lengua por dondequiera que uno se asome, y, de vez en cuando hasta le tiren un cuchillo o un tizón encendido?”.[14] Más avanzada la novela, Adolfina que se ha vuelto loca, o sea, liberado –“nunca he estado tan cuerda como ahora”–, medita que “Si yo me siento aquí en la calle y empiezo a sacarle la lengua a la gente, ¿qué pasa? ¿Qué diría usted?”.[15]
Pero sacar la lengua es también un índice de muerte. Esa mosca en la que insiste la estructura de la novela “también investiga la lengua del ahorcado”. Luego de haber matado a un hombre y darse a la fuga, Polo recuerda a su padre suicida y “por primera vez no sintió odio al ver aquel hombre viejo y flaco, barbudo, de lengua extremadamente morada y larga, guindando”.[16] El abuelo de Fortunato que en su juventud recién aceptaba la ignominia del mundo humano, “quizá porque andaba huyendo, quizá porque de un momento a otro podía encontrarse en la misma situación”,[17] entiende la legitimidad del suicidio. Y la familia con su imposición de un deber ser y un modo de vida también perpetra el asesinato:
Y allí me ahorcan de la mata que ya estaba tumbada, pero que ellos han vuelto a sembrar. Y yo pataleando y pataleando.
Y las bestias tiradas en el suelo, mirando cómo se me va saliendo la lengua. Mirando cómo me pongo de muchos colores. Mirando cómo por no darme por vencido, empiezo a reírme, a reírme a reírme. A reírme casi a carcajadas. Y todos danzando.[18]
Fortunato deprimido debe ocultar su tristeza y se une a la danza y la risa de sus primos, pero su danza y su risa no son sino el llanto, la agonía, la asfixia de quien vive ahorcado. La familia es el primer y más importante órgano represivo, hegemónico; la refinada maldad de sus mecanismos es objeto fundamental de las dos primeras novelas de la Pentagonía y de “Morir en junio…” Fortunato muere acribillado, muere ahorcado, por los soldados, por sus primos: “Tico y Anisia empujan de una patada el taburete que rueda hasta una esquina de la sala. Fortunato queda colgado, con la lengua afuera y gesticulando”.[19]
Mas la lengua toma aún otros dos sentidos en la novela que deben ser atendidos. La triada muerte, liberación y goce sexual está fuertemente amalgamada en la obra de Arenas; cada uno de estos significantes parece con regularidad implicar a los otros. Así ocurre a Esther, la prima suicida, que bajo tierra es devorada por infinidad de alimañas:
Y cuando el devorar requirió tales ajetreos que toda ella estallaba, se fragmentaba, se desintegraba, se esparcía desapareciendo entre muelas, garfios, aguijones, ventosas, lenguas, su dicha fue tanta que pensó, que no podría resistirla o que de un momento a otro terminaría. Y, precavida, alzó el vuelo. Fue aquel su triunfo, el mayor –el único– a que puede aspirar un suicida.[20]
Es en busca de semejante liberación que Adolfina, la tía dejada, virgen en la vejez, sucumbe a la locura. Piensa dejarse taladrar por el agua de la ducha todo el cuerpo y a la máxima temperatura, temperatura del agua que se transfigura en llamaradas, pues ha decidido suicidarse prendiéndose fuego: “Lo primero que me voy a asar es la lengua maldita, la lengua y los ojos. ¿Para qué quiero yo los ojos? ¿Para qué quiero yo la lengua? ¿Para qué quiero yo los labios? Agua, agua, agua encendida, vapor de agua caliente. Fuego de agua. Fuego, fuego, fuego”.[21] La inutilidad de los ojos y la boca para esta mujer desesperada insiste en una tematización reconocible en Arenas.
Los ojos son el vehículo de la experiencia, no pueden sino evocar el insistente: el insistente “yo he visto, yo he visto” de “Leprosorio (Éxodo)”. Este haber visto, en una obra mayormente autoficcional, es el sustento del testimonio y la denuncia que ella enarbola. La inutilidad de los ojos lo es de la experiencia misma del individuo. La lengua, por su parte, es el órgano de la expresión, el mecanismo de ese testimonio y esa denuncia, la única forma de afirmación del individuo –en el caso del autor, mediante la escritura–. Porque, como declara de manera programática “El Central (Fundación)”: “En un sitio donde nada se puede decir es donde más hay que decir. / Hay que decir. / Hay que decirlo todo”.[22] El testimonio, literario, pero también la vocalización de la queja, la protesta, el lamento, son para Arenas los mecanismos fundamentales de la liberación en un mundo esencialmente restrictivo, infernal. Con quemarse los ojos y la lengua el personaje acepta las implicaciones primeras del suicidio.
Este largo rodeo sobre El palacio… ilumina el poema que venimos analizando, en el que morir con la lengua afuera recupera estas mismas connotaciones. Como habría estado Adolfina por el agua caliente, en “Morir en junio…”: “El hombre nuevo está perdiendo el habla, la memoria, ya no ve”.[23] Arenas denuncia que la redención revolucionaria de 1959 con su ideal del hombre nuevo no produce sino individuos desconectados de su historia, incapacitados para ver su presente, y aún si pudieran verlo, incapaces de comunicarlo. El hombre nuevo en lugar de realización superior de la humanidad se configura, por las dádivas que su “Dios, piadoso, concede”, en humanidad disminuida, monstruo, esclavo.
Las múltiples maniobras de la lengua en el poema realizan el deber testimonial del poeta a la vez que responden a la asfixia del ahorcado. La lengua afuera del muerto no es rendición, derrota, sino burla final, paradójico triunfo; el sentido es el mismo que en Voluntad de vivir manifestándose: “Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado. / Este es mi momento”.[24] El estallido es protesta, grito, memoria y también cansancio, vencimiento, muerte. La lengua se ensancha en tiempo y espacio: testimonio, denuncia y muerte; para cubrirlo todo, para suplir la humanidad atrofiada, sin memoria, ciega, muda. La lengua azota ministerios, inspecciona los discursos, recorre necrocomios, señala las lombrices, maldice las retretas, augura más estafas, se embriaga de escarnios y hasta estalla; mas habiendo al menos intentado “decirlo todo”.
¿Cuándo?
La naturaleza y “lo bello”, frecuentemente aunados, establecen en la obra de Arenas un contraste permanente con las abyecciones del mundo humano. El esplendor de los cuerpos jóvenes, la lluvia o el framboyán en flor son imágenes muchas veces repetidas en claro contraste a agonías de diversa índole. La naturaleza, incluso abarcando las íntimas pulsiones del ser humano, es el reino de la libertad: no hay en ella límite o restricción, deber ser o prudencia; la naturaleza es todo derroche, regodeo en sí misma, crueldad, ingratitud y belleza incontenidas, como la juventud. Es por ello motivo siempre de inspiración y refugio, pero también contraste violento con la realidad humana. El esplendor natural resulta ofensivo. Cuanto la voz lírica constata en ese apogeo es la “Apoteosis del chantaje: aquí también la primavera”.[25] La naturaleza saca la lengua al individuo, se burla de él. La individuación supone la violencia del otro y del mundo. Ser, y más aún, ser un individuo, es una tensión permanente entre pulsiones esenciales, y la existencia restrictiva de la vida familiar y social. En contraste, al darse o develarse inmediato de lo natural, la vida humana es simulación y represión.
Junio es el último mes de la primavera, aunque esta estación corresponde en el hemisferio boreal a los meses de marzo, abril y mayo, el equinoccio de primavera ocurre a finales de marzo y el solsticio de verano igualmente a finales de junio. “April is the cruellest month”. dicta la tradición poética europea, por lo que no deja de ser, al menos, singular que el mes de primavera por antonomasia sea, para el cubano, junio. “Sí hace buen tiempo”, dice, e insiste en ello, la voz lírica de “Morir en junio…” y ese tiempo es el de la primavera, del paisaje, el lirio y el pájaro, “entonces ya no hay por qué hablar”.[26] Hay una clave en ese verso, si en otro lugar es imperativo decirlo todo, ante el hechizo del paisaje no hay motivos sino para la contemplación y el silencio. Una vez más los entresijos del sentido se ocultan en El palacio…
Esther planifica cuidadosamente su suicidio, la muerte debe ser un triunfo frente a una vida que la somete y por ello es necesario morir en junio:
Pero realmente era junio el mes de las flores. Junio y no abril como se decía en general. Ni siquiera mayo, quien se apodaba, precisamente, “el mes de las flores”. Junio. Morir en junio. Morir en la época en que todo estalla y resplandece, y en el campo hay olores y hojas. Morir en junio, en la época en que cualquiera podía arrancar un millar de clavelones y tirárselos a la caja. Entrar en la tierra en junio… Y sentir (si es que algo se sentía) sus huesos transformándose en tallos, en hojas, brotando… Huir en junio, antes de que llegaran, otra vez, los días de la gran claridad. Los días en que no hay oportunidad siquiera para quejarse. Los días en que donde quiera que uno se pusiese, siempre, también, estaba estorbando. Junio, y todas las flores sobre su cuerpo. Y todos marchando en fila detrás de ella, llena de flores. Y ella, entre las flores, riéndose ya de todos. Ella por primera vez convertida en el centro de atracción de las miradas, marchando bajo las flores como algo respetable. Ella burlándose de todos…[27]
Esther sacando la lengua a todos con la venia cíclica de la naturaleza. Arenas estallando ante el poder, contra el poder, sacando la lengua y la voz con la venia de la naturaleza. Pues es imprescindible hacerse notar, inscribirse en el tiempo, existir a plenitud aunque sea en el momento de la muerte y “que alguien sepa que estallas / que alguien sepa que todos estamos estallando siempre, / que alguien allá, mucho más allá, / en otro tiempo / (el del odio atento, el de las aguzadas furias) / oiga tu estallido / siempre”.[28]

4
“Si hace buen tiempo serán mis funerales una fiesta”, cierra “Morir en junio y con la lengua afuera”: es esa fiesta la que no podrán detener quienes “ya vienen a buscarnos”, porque la lengua ha “ganado proporciones” y el sujeto lírico se ha sentido ya “estallar”.[29] Fiesta final, como la que cierra el Parsifal: celebración del viernes santo, de la renovación de la naturaleza por la primavera, del mundo humano por la muerte del salvador.
En su autobiografía, Wagner explica que tuvo la idea de llevar la leyenda de Percival a la música un 16 de abril de 1857 –la idea tomaría cuerpo en la última composición de este autor–.[30] Ese día era Viernes Santo, la semana corresponde a la primera luna llena luego del equinoccio de primavera. Cargaba así, en un ejercicio de autoficción, los sentidos de esta obra con los derroteros de su propia vida. Parsifal es un canto a la primavera, al poder sagrado que engendra lilas de la tierra muerta, al eterno retorno de las estaciones que rige sobre la historia de los hombres, a la resurrección. De esa tradición se ha armado Arenas, de la certeza del resurgimiento, de la potencia de eso que estalla y que es la primavera.
Notas:
[1] Reinaldo Arenas: Inferno (Poesía completa), Lumen, Barcelona, 2001, p. 136.
[2] Los nombres Percival y Parsifal se entremezclan en este texto. Con el primero indicamos al personaje y la leyenda propiamente dichos, de los que beben Wagner y Arenas. Desde la perspectiva de Arenas la adaptación de Wagner está incorporada a este relato tradicional. Parsifal, por otra parte, es específicamente el nombre del personaje y de la obra de Wagner, como el propio Arenas explica: “Wagner cambió el nombre de Percival por el de Parsifal; del árabe: parsi, puro; fal, loco” (ibídem, p. 136). Véase la séptima nota al poema, donde Arenas explicita su lectura de Percival/Parsifal.
[3] Ibídem, p. 103.
[4] Ibídem, p. 113.
[5] Ibídem, p. 114.
[6] Ibídem, p. 122.
[7] Ibídem, pp. 117-118.
[8] Michel Foucault: Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber, Siglo XXI, Ciudad de México, 2007, pp. 114-115.
[9] Ibídem, p. 125.
[10] Ibídem, p. 136.
[11] Ídem.
[12] Reinaldo Arenas: El palacio de las blanquísimas mofetas, Tusquets, Barcelona, 2001, p. 14.
[13] Ibídem, p. 23.
[14] Ibídem, p. 68.
[15] Ibídem, p. 219.
[16] Ibídem, p. 57.
[17] Ídem.
[18] Ibídem, p. 167.
[19] Ibídem, p. 347.
[20] Ibídem, p. 134.
[21] Ibídem, p. 133.
[22] Reinaldo Arenas: Inferno (Poesía completa), ed. cit., p. 72.
[23] Ibídem, p. 132.
[24] Ibídem, p. 192.
[25] Ibídem, p. 132.
[26] Ibídem, p. 102.
[27] Reinaldo Arenas: El palacio de las blanquísimas mofetas, ed. cit., p. 74.
[28] Reinaldo Arenas: Inferno (Poesía completa), ed. cit., p. 104.
[29] Ibídem, p. 134.
[30] Ha resultado muy valiosa para la escritura de este texto la conferencia del musicólogo José Luis Téllez: “Parsifal o el testamento de Richard Wagner”, impartida en el Museo del Prado de Madrid en 2015.
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