Ernesto Hernández Busto, literatura cubana
Ernesto Hernández Busto (El Nuevo Herald)

En Diario de Kioto (Godall Edicions, Barcelona, 2024), Ernesto Hernández Busto cuenta que su relación con los mapas nunca ha sido fluida. “En cualquier ciudad que no sea Barcelona necesito instrucciones para encontrar un café a dos cuadras”, escribe. Sin embargo, una vez en Kioto, se las arregló para tomar un tren hacia el sur, hacia una de las zonas más vetustas y tradicionales de Japón, y encontrar el templo budista donde empezó el descubrimiento de América, siete siglos antes de las carabelas. Podemos suponer que las instrucciones estaban por doquier: una sobreabundancia que hallaba su correlato en la miríada de selfies turísticas bajo el Shidarezakura, o cerezo llorón.

La historia del templo, el Todaiji, es la siguiente:

En el año 752, cuando se inauguró ese célebre santuario en Nara, cuenta Hernández Busto, había poquito oro en Japón. Casi todo el oro japonés (unos 38 kg, para ser exactos; recién lo habían descubierto) se usó para recubrir la estatua de 16 metros de altura del Buda Vairocana (el-que-brilla-por-todo-el-mundo-como-el-sol) adorado por los hermeneutas de la doctrina Kengon: “especie de culto fractal hiperpanteísta”, filosofa Busto. La inauguración del Todaiji fue una de las fiestas más sonadas de la historia nipona; asistieron dignatarios de otros reinos de la época, incluyendo China y la India. El evento quedó en la memoria colectiva, y una fastuosa imagen dorada se propagó con admiración durante siglos, adherida a las mercaderías en el boca a boca de la Ruta de la Seda: en una isla del Oriente (a la que luego llamaron Cipango) había un palacio enorme lleno de oro. Ese fue el relato que inspiró a Marco Polo y que llegó hasta Cristóbal Colón. El resto es sabido. Todo esto, más que fractal, es continuidad.

“Lo curioso es que oro, lo que se dice oro, no había mucho en Cipango”, insiste en la ironía Hernández Busto. “Se calcula que entre los siglos VIII y XVI Japón solo extrajo 255 toneladas. El resto lo produjo la imaginación. Y gracias a esa imaginación fue que Colón descubrió América”.

Y gracias a ese rodeo histórico, nos damos cuenta de por dónde quiere ir el autor de este cuaderno. Ha dicho que no se lleva bien con los mapas pero, en este fragmento al menos, tiene un mapa. La historia del Todaiji como punto de partida del descubrimiento de América (de Cuba) le habría encantado a Lezama, señala inmediatamente Hernández Busto, porque ilustra a la perfección el mecanismo de la “vivencia oblicua” y las “eras imaginarias”. A Lezama y al Severo Sarduy de Maitreya, novela donde la vulgaridad de Sagua la Grande se topa con el budismo.

“Habría que estudiar en detalle esas citas japonesas de Lezama y Sarduy, ese japonismo cubano” —leemos— “que va mucho más allá del célebre tokonoma al que alude el primero en su famoso poema «El pabellón del vacío»”.

- Anuncio -

Y mucho más allá de la imaginería de Julián del Casal, agrego, otro de nuestros otakus célebres. Esa máscara japonesa a la que alude también Lezama en su famosa “Oda a Julián del Casal”. No voy por ahí, pero me gustan los libros que en algún momento te dejan saber que “habría que estudiar en detalle” uno u otro asunto. “Habría que escribir más sobre…”, “habría que profundizar en…”, etcétera. La cosa puede tomar décadas.

¿Qué es el japonismo cubano? Voy a avanzar una respuesta provisional que no tiene tanto que ver con las citas, sino con una dimensión más primaria. El japonismo cubano es una caligrafía.

La caligrafía que procura erigir un signo sobre una superficie en la que prácticamente no hay nada (no voy a absolutizar, supongo que algo habrá, pero…); la caligrafía que se consume en el glamour, la sensorialidad o la disciplina del propio trazo. Una suerte de saturación, pero a la inversa.

No entiendo bien lo que acabo de decir. Y de eso se trata, justamente. Por eso escribo la reseña.

Recuerda Hernández Busto que el pincel del trazo, vértice común de las “tres perfecciones” orientales: pintura, caligrafía y poesía, se emparenta en uno de los dibujos de Yosa Buson con la escoba, otro objeto recurrente en la literatura japonesa (el Genji monogatari, Issa, Basho, el mismo Buson). Recuerda también que una de las primeras y más influyentes antologías occidentales de haiku, la de Harold Gould Henderson, se llama precisamente The Bamboo Broom (1934). Todo esto después de anotar, en una de las tantas idas y vueltas comentadas en su Diario de Kioto:

“Por el camino me asombra ver a un empleado de limpieza que se afana bajo la llovizna con una escoba de bambú sobre una calle de piedra en la que no hay el menor rastro de suciedad, apenas unas minúsculas hojas caídas. Absorbido en su oficio, mi barrendero sin mugre ha encontrado quizá una variante personal de samadhi: barre sobre lo limpio como si dibujara en el pavimento mojado. Así debía lucir la escoba de Basho, pienso”.

Veamos aquí a Matsuo Basho, espinadura hecha de zen y haikus, como una suerte de Pokémon que acompaña al autor de este libro en sus sendas por Kioto y cercanías. Sendas de Oku es uno de los pocos libros que se ha traído de Barcelona, nos dice. La versión de Octavio Paz, en una reedición de Atalanta. Japón le ha dado el pretexto perfecto para seguir la disciplina del diario, y tal disciplina se ha concretado en su variante particular del haibun: ese estilo de cuaderno de viajes, importado de los diarios de Basho, que incluye la divagación, la digresión, la excursión letraherida, la nota rociada, el microensayo, la autobiografía, el poema, el comentario encima del poema, el pre y post poema, y el etcétera.

Es la disciplina del monje literario, una tangente entre la circularidad y su fatiga. “Filosofía de cuarentones desencantados”, llama Hernández Busto al zen. Me gustó esa definición. El zen tiene algo de sabotaje autoinmune. Sostengo entonces que el japonismo cubano tendría algo que ver con esa crisis de sentido, o de sinsentido. Así como no hay nada que entender en un koan, porque cualquier supuesta sabiduría que pueda emanar del fraseo no es más que sugestión vacía, tampoco el haiku es otra cosa que una cortinilla conceptual colgada de una muy vaga, delgadísima noción de “lo poético”.

Los haikus versionan la falacia del argumentum ad naturam. Convéncete de que esto que estás leyendo, esto que te he dado a leer, es bello e iluminador. Ha salido de la naturaleza. Pero en el fondo ni tú ni nadie (mucho menos Basho) se lo cree. Quizás es que se pierde algo en la traducción… ¿En serio? ¿No será que da igual la traducción? Mira, aquí salta una rana. Pero ninguna rana da ese salto. Aquí oscila un junco, o la sombra de un junco hace no sé qué, pero ni siquiera hay junco, los ideogramas no dejan espacio para que crezca vegetación alguna. Y que si los patos salvajes no buscan reflejarse, ni las aguas del estanque reflejar su imagen… Nadie busca nada, nada se mueve, nadie hace nada en ese estanque.

El haiku es una manifestación de esa estética que se conoce como wabi-sabi: la belleza captada en lo pasajero y lo transitorio. Que no es un resultado, sino más bien wishful thinking. El haiku te dice que hay que captar algo a la cañona en una secuencia de código aleatoria; quemarse con una llama que ni siquiera se ha encendido, y encima hacerlo contra reloj. El haiku es una forma ritualista indesligable del hastío.

kioto | Rialta
Cubierta de ‘Diario de Kioto‘ (Godall Edicions, Barcelona, 2024), de Ernesto Hernández Busto

Desencanto, descreimiento y hastío puntúan este Diario de Kioto: “Me hastía el elogio del Oriente como la cara auténtica de la misma moneda gastada –escribe Hernández Busto–. “Más bien, ocupar un borde, un marco, una fisura. El lugar del descreído”.

Ese lugar, que sería la “vivencia oblicua” del haiku, o acaso una segunda derivada del zen, es la inscripción que nos deja este japonismo. La escritura como una moneda gastada. No te fijes en lo exótico que muestra la moneda: fíjate en que está gastada. Alguien ha derrochado esa moneda por ti.

Si en lugar de monedas hablamos de piedras, se trataría de las rocas que adornan los jardines secos japoneses, o karesansui (también llamados jardines zen: todo forma parte del mismo menú, la misma sequedad). Leemos:

“Aquí saben apreciar las vetas y texturas de estos peñascos, usados siempre en número impar e interpretados en clave mitológica: sustitutos de montañas en versiones bonsái de un panorama a gran escala.”

El japonismo cubano escribe así: para sustituir montañas por sus versiones bonsái. El borde, el marco, la fisura, conllevan un cambio forzoso de escala.

Y si la escritura toma como pretexto el viaje, se trataría de, leemos:

“Viajar para limpiar la mirada, hacia dentro y hacia fuera. No para coleccionar un puñado de impresiones insólitas, ese turismo de lo original”.

Esa dupla, turismo y mirada, organiza la trama del libro (no hay trama, solo el diario de una semana vacacional: de lunes a viernes). Serían como caras de la misma moneda, o poliedros de la misma roca.

Asocio el turismo, vector fuerte de otra clase de escritura quizás más proactiva, a esa sobreabundancia que mencionaba al inicio. En ella se mueve este Hernández Busto a trompicones, como un Busto Keaton en una pastosa “mezcla de capricho infantil y trascendencia, obstinación y desapego”: otra definición suya, y muy acertada, del zen. Camina entre jardines tratando de no molestar a los que están meditando. Toma una foto a escondidas para que no le pillen los guardianes del templo. No entiende las indicaciones que le da la empleada de la taquilla de la estación. No logra descifrar las lápidas del cementerio; tiene que pedir ayuda a un malayo que chapurrea el chino para ubicar la tumba de Tanizaki y luego, de reojo, lo observará rezar. Frente a un pedrusco al que llaman Leaping Tiger tampoco se le aparece ningún tigre dispuesto al salto: “No veo nada”, resume. “No siento nada”. Los ciervos de Nara, con todo y su pedigrí de animales sagrados, le parecen “malcriados, agresivos y malolientes”. El tofu le provoca un asco visceral, casi una fobia.

La mezcla pastosa que cocina el viajero tiene la naturaleza disuasiva y divisoria del tofu: o aprendes a tragártela, o conviertes un desayuno gourmet en una tortura. Yo la recomiendo 100%.

Quizás porque no me queda otra opción.

El japonismo cubano es una insistencia. Pero basada en la más completa falta de aspiraciones. Ni con el mapa ni con el territorio. Pero firmando la paz con ambos.

“Habría que estudiar en detalle…” Pero sabes que nadie lo hará. “Habría que escribir más sobre…” Pero nadie se va a encargar de ello. “Habría que escribir el libro de…, la novela de…, la historia de…” Espóiler: nadie va a escribirla. O peor: se creen que ya la escribieron.

En la práctica, si ahora mismo no espera por ti ninguna editorial (y me refiero por supuesto a las editoriales que ya todos sabemos, cuarentones eternos que somos todos sin importar nuestra mayor o menor edad), si no atesoras un puñado de impresiones cubanas insólitas, si no te cuadra hacer turismo en lo original, a lo mejor la única senda que te queda es el japonismo.

Habría que escribir más, por cierto, sobre el japonismo cubano en relación con este callejón hiperasfaltado y sin salida que es la escritura literaria para (por, según, sin, sobre, tras; da lo mismo) el móvil, las pantallas, el omnipresente diario post. Cuando el estilo haibun es iHaibun.

La ocurrencia es de Hernández Busto, que allá en Kioto escribía sus notas en el teléfono mientras observaba aquellas minúsculas hojas caídas sobre una calle de piedra.

El barrendero y su samadhi, que es la nada misma.

El iPhone y el trazo, que no le pide otra cosa a la página.

Leemos:

“En la apremiante caligrafía de tu libreta, en ese gesto de apuntar que te da una extraña seguridad, está el drama de haber descubierto demasiado tarde muchos gestos frívolos del pasado, cosas que ya no podrás cambiar, batallas que ya no te podrás ahorrar, traiciones que ya no vas a poder disfrazar. Pero todo eso, reconocido, se disuelve en un nuevo tipo de confianza: a pesar de los insistentes anuncios del fin, las variadas formas del esplendor vivido siguen en nosotros de otro modo. Insistimos, repetimos, escribimos”.

Lejos del pabellón, pasamos una y otra vez nuestra escoba por el pavimento vacío.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].

1 comentario

  1. Recensión envolvente, rara entre tanta chatarra-influencers. Merecida por «El diario de Kioto». «Podemos empezar», oigo que le dice Lezama a Ernesto Hernández Busto, tras ponerse la máscara que Casal le enseñó en su cuartico detrás de La Habana Elegante a Rubén Darío…

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí