Desde que se produjo el triunfo de la Revolución, el primero de enero de 1959, han aparecido en Cuba numerosas novelas.[1] No sería justo decir que ellas se basan en el acontecer revolucionario, ya que buena parte del total es completamente ajena al mismo, pero sí puede afirmarse que todas han sido afectadas, en mayor o menor grado, por el proceso histórico que culmina en el establecimiento de un Estado socialista.

Hay, como hemos dicho, un grupo de obras totalmente alejadas de los sucesos revolucionarios. Tal es, por ejemplo, el caso de El Siglo de las Luces (1963), de Alejo Carpentier, que constituye un amplio y brillantísimo fresco de la vida antillana en los días de la Ilustración y de la Revolución Francesa. Carpentier es, sin duda ninguna, nuestro mejor prosista, la más alta figura de la novelística de lengua española, y uno de los grandes en la literatura universal contemporánea. Frente a la ya casi proverbial miseria lingüística de los narradores hispánicos que nos hemos esforzado siempre por hacer aparecer, de modo sofístico, como sobriedad y deliberada economía, él exhibe una extraordinaria riqueza verbal nacida de una profunda y ancha cultura fuertemente cimentada en el conocimiento entrañable de disciplinas fundamentales como música, arquitectura, estética, etc. El Siglo de las Luces devuelve al lector europeo el antiguo esplendor de sus grandes maestros, Walter Scott, Flaubert, etc., con el mismo deleite arqueológico, reconstructor, que han hecho eternas, pese a modas, a Ivanhoe o Salambó. Y en este caso el gran desfile se nos da con una aguda mirada crítica, transida de cariñosa ironía que se emparenta con la caricaturesca alegoría de la Ilustración italiana hecha con gracia indudable por Italo Calvino en El barón rampante, burla amable y brillante de cierta nobleza carbonaria. Claro está que estas novelas no puedan darnos en su integridad el reflejo de una realidad política que tuvo, tanto para Italia como para las Antillas en general y en especial para Cuba, trascendencia extraordinaria. Al cabo de la lectura de El Siglo de las Luces nos queda el deslumbramiento de su riqueza verbal, el agradable mareo que sigue a la contemplación de un vasto filme histórico en el que un vasto y hábil movimiento de masas sacude a los protagonistas y los sumerge en la gran vorágine central para devolvérnoslos al fin con una sonrisa escéptica sobre la firmeza, y aun la validez, de sus ideales políticos. No llegamos a advertir la importancia capital de la Ilustración, ni las consecuencias profundas de la Revolución Francesa en nuestras tierras. Pero la novela queda en pie como mural inmenso que retrata lo que fueron aquellos acontecimientos históricos para cierta parte de la burguesía criolla.

Con respecto a la Revolución cubana, El Siglo de las Luces no tiene más que una simple coincidencia cronológica: nacieron juntas, sin relación causal alguna entre ellas. Carpentier prepara ya su novela de la Revolución, pero su obra anterior, con excepción de El acoso (1956), es producto de su inquieta preocupación por la vida profunda de Mesoamérica —de Haití al Orinoco— tan cerca aún de la magia y del primer día de la creación.

Igualmente alejados de la temática revolucionaria, pero más cerca de la vida angustiosa en nuestra tierra que desemboca en la lucha por la libertad, están, por ejemplo, La búsqueda (1961), de Jaime Sarusky, El sol, ese enemigo (1962), de José Lorenzo Fuentes, y Pequeñas maniobras (1963), de Virgilio Piñera. Aquí estamos frente al hombre alienado, visto desde ángulos ensayados por autores foráneos: de Kafka a Truman Capote: autores a quienes Georg Lukács clasificaría como “vanguardistas”, testigos de la alienación total del hombre contemporáneo. En ellas adquiere muy poca relevancia la nota local, absorbida por la honda, penetrante, angustia humana que rebasa los límites de la ciudad o la nación y se identifica con el clamor universal de la criatura enajenada, crucificada en la más trascendental encrucijada de la historia.

El acento local se afirma en otras obras que van desde Tierra inerme (1961), de Dora Alonso, en la cual la denuncia de la explotación campesina sigue aún las vías criollistas de Rómulo Gallegos, o como Juan Quinquín en Pueblo Mocho (1964), de Samuel Feijóo, donde la protesta social se entrevera con la pintura morosa y sensual de la tierra, sus criaturas y sus formas de vida, contempladas por un amante apasionado del folklore campesino, hasta las que sitúan su acción en las vísperas del triunfo revolucionario, como No hay problema (1961), de Edmundo Desnoes; El descanso (1962), de Abelardo Piñeiro; Los muertos andan solos (1962), de Juan Arcocha; Gestos (1963), de Severo Sarduy; o La situación (1963), de Lisandro Otero. Todas estas novelas, como las obras de Dora Alonso y de Samuel Feijóo, están dentro del realismo crítico y denuncian una circunstancia injusta, en el campo o en la ciudad. No hay problema es, acaso, la más prometedora, la que abre un camino posible hacia el porvenir revolucionario y estético. Gestos es un intento de encerrar dentro de los moldes de la actual novela francesa objetivista, la dinámica existencia de la lucha clandestina en las ciudades. El descanso es un no logrado ensayo de novela proletaria. Los muertos andan solos y    La situación se adscriben claramente a la novela que

el español Juan Goytisolo denomina “behaviorista” y que han cultivado, entre otros, en España, el propio Goytisolo y su paisano Juan García Hortelano. Los cubanos Arcocha y Otero nos dan en sus obras visiones análogas a las de Goytisolo en La Isla, y García Hortelano en Nuevas amistades, es decir, la decadencia de una burguesía que se deshace entre el whisky y las aberraciones sexuales. Y cabe preguntar si toda la burguesía es así en la España de Franco y si así era en la Cuba de Batista, o si ocurre que los escritores mencionados han perdido de vista lo esencial de la existencia burguesa, para reflejar sólo un aspecto superficial de la realidad. Porque en los días cubanos anteriores al triunfo de la Revolución, una ambiciosa burguesía nacionalista había ido ascendiendo del fondo de las provincias y de la capital. Trinidad y Hnos., el Banco Núñez, Pepín Bosch, Julio Lobo, Goar Mestre, etc., encarnan esa burguesía nacionalista que pugnaba por abrirse paso frente a la resistencia de los grandes monopolios extranjeros, que ayudó a la lucha contra Batista, esperanzada en alcanzar el poder, que se integró en el primer gobierno revolucionario y acompañó a Fidel Castro a Norteamérica, que proclamó su colaboración y su esperanza con la divisa: “Gracias, Fidel”. Era una burguesía que no se disolvió en sexo y alcohol, que peleó duramente contra el avance de la Revolución socialista y que sólo pudo ser vencida gracias a la presión de las masas en las batallas memorables que aún no ha sabido ver en toda su magnitud ninguno de nuestros novelistas, como la librada desde la televisión por Fidel Castro, apoyado en las multitudes de todo el país, la noche revolucionaria y novelesca de la destitución del presidente Urrutia. Aún aguardan su Dreiser personajes burgueses de la estatura de Julio Lobo, que soñó ser el Napoleón del azúcar y creció aplastando a los trabajadores y a sus rivales, implacablemente. La Revolución cubana tiene contornos novelescos, no expresados hasta hoy, no sólo en la lucha armada de la Sierra, del Segundo Frente, de la Campaña Invasora, Santa Clara o Playa Girón, sino en la dura y constante pelea en las ciudades y en el campo por implantar el socialismo. Batalla cruenta, a veces, con su saldo fecundante de mártires; incruenta y creadora otras, con su cortejo de nuevos héroes que fundan una vida más justa y más feliz en nuestra patria, a costa del dolor y esfuerzo de sus mejores hijos. Nada de esto ha visto aún la mayor parte de los novelistas cubanos, atentos todavía al último tartamudeo mental de Nathalie Sarraute o de Alain Robbe-Grillet.

No tiene, sin embargo, toda la razón el crítico norteamericano Seymour Menton, a quien la miope ingenuidad de algunos llegó a creer amigo y merecedor de ser traducido y editado por nosotros, al negar valor a las novelas cubanas actuales que, según él, van de mediocres a peores.[2] Porque hay indudable calidad en la mayoría de las obras que hemos citado. Como la hay en la producción de los cuentistas, que Menton rechaza sin análisis, para detenerse, en cambio, complacido, en los estertores lamentables de dos exnarradores cuya inocultable declinación se había iniciado ya antes de abandonar el suelo patrio. Al crítico norteamericano le asiste parte de razón cuando señala que “todavía no se ha producido la obra maestra de la Revolución cubana y es probable que no se escriba por mucho tiempo”, aunque no, como él cree, “tanto por la censura dentro de Cuba”, que no existe, “como por el partidismo apasionado de los cubanos dentro y fuera de Cuba”. El partidarismo apasionado jamás impidió obras maestras de la magnitud de la Divina Comedia. En cuanto a la dificultad de lograr la obra maestra ahora mismo, está en el hecho de que el pueblo de Cuba, empeñado en hacer su Revolución, no ha tenido mucho tiempo para expresarla cabalmente. Llevamos sólo cinco años y medio de Revolución y la obra maestra está todavía caliente en la Sierra y en Girón, en las granjas del pueblo y en la campaña alfabetizadora. Los escritores más sensibles al hecho revolucionario apenas han tenido tiempo para, al margen de su labor revolucionaria de cada día, ir dejando el testimonio de lo que ellos están ayudando a construir.

Ese es el rasgo esencial, característico, de la naciente novela de la Revolución cuyo representante más logrado es el santiaguero José Soler Puig. No queremos ni debemos ignorar otras producciones. El sol a plomo (1959), de Humberto Arenal; Mañana es 26 (1960), de Hilda Perera Soto; Maestra voluntaria (1962), de Daura Olema; pero quedan a distancia de Bertillón 166 (1960), En el año de enero (1963) y, ahora mismo, de El derrumbe (1964), en la pintura del proceso revolucionario.

Bertillón 166 es el reflejo más bien aparecido hasta ahora de la acción clandestina en las ciudades, de la atmósfera de terror y heroísmo, de lucha por la libertad, no cuajada aún en un coherente ideario político y social. La pintura realista de personajes y de situaciones lleva al lector a una completa vivencia de la sorda batalla cotidiana en la que no había cuartel. Los términos del conflicto, la posición de las clases y sus grupos sociales están dados de modo directo y el lector alcanza un cabal conocimiento por imágenes, una entrañable vivencia del acontecer revolucionario. La plasticidad de esta novela hace imperdonable que no se haya realizado aún su versión fílmica, contratada y engavetada hace ya más de tres años.

En En el año de enero, como lo indica su nombre, se describe el proceso revolucionario en 1959. Asistimos al caos inicial y al nacimiento de los caminos que apuntan hacia el socialismo. Soler ha querido darnos un corte transversal de la sociedad santiaguera para reflejar el devenir de las clases y grupos esenciales. La unidad de la novela se le va, no obstante, de las manos, demasiado apoyada en episodios vigorosamente trazados que hubieran podido engendrar otras novelas o cuentos independientes. Las peripecias del “casquito” escondido tras un armario en casa del obrero Anselmo, constituye toda una novela; el proceso de descomposición de los socios de la fábrica de aceite de copra es una buena pintura del deshacerse de la pequeña burguesía industrial que creyó cobrar fáciles ganancias en el río revuelto de la Revolución. Y, en general, buen pintor de atmósferas, Soler Puig logra situar al lector en el ambiente un tanto informe aún, desconcertante, del primer año de la Revolución. Si la novela da cierta impresión de falta de coherencia, de confusión inclusive, se debe a que así fue, en gran parte, el año de la victoria, aquel año de enero en que comenzaba sus pasos la nueva Cuba. Soler hace el balance del año inicial en el epílogo de la novela. Es Nochebuena, y los socios burgueses supervivientes de la fábrica de aceite (el otro se ha asilado ya) van a cenar a puertas cerradas, renegando del INRA; de los trabajadores de la fábrica que vuelcan por puertas y ventanas su júbilo en la cena tradicional, alabando al INRA; Nini, la empleada de la cafetería, resume soñadora, en una sola frase, su fe en el porvenir: “Vas bien”. Con sus inocultables defectos, En el año de enero, que no iguala en calidad a Bertillón 166, tiende, sin embargo, un puente imprescindible entre este y El derrumbe.

Con El derrumbe, Soler Puig supera toda su obra anterior. Nos encontramos ahora ante una novela en la cual el autor ha vertido toda su maestría y su malicia de escritor, adquiridos en un aprendizaje de varios años, en La Habana. Porque tras el triunfo de Bertillón 166, premiada en el primer concurso de la Casa de las Américas, en 1959, Soler se trasladó a la capital de la República y allí, trabajando para el cine y la radio, escribiendo en las principales publicaciones periódicas, y tras un rápido viaje a varios países socialistas, fue aprendiendo cuanto le faltaba para hacerse un escritor completo y descubrió también lo que a otros les sobraba para ser verdaderos escritores revolucionarios. Su contacto con los grupos intelectuales sirvió para llamarle la atención sobre sus propias limitaciones y para que su pureza esencial de provinciano se rebelara contra lo podrido y esnob que aún perdura en algunos predios capitalinos. Su comedia La sal contiene una aguda denuncia de tales elementos deleznables. Su novela radial Tiempos encontrados refleja a con vigor la existencia cotidiana en la Revolución en un barrio habanero, desde el punto de mira de un Comité de Defensa de la Revolución. Año nuevo es un extraordinario libreto cinematográfico cuyo diálogo ceñido y tenso alcanza la calidad de The Killers, de Ernest Hemingway. En La Habana, centralista y esnob, Soler Puig supo asimilar cuanto mejor se avenía con su formación y despreciar el oro de mala ley, para darnos, como conclusión feliz de sus años de aprendizaje, antes de regresar a la provincia, la novela El derrumbe.

Como lo anuncia el título, esta es la novela del derrumbe, del deshacerse de la burguesía, ante el avance de la revolución socialista. El escenario es, otra vez Santiago de Cuba, y el protagonista tipo del burgués emprendedor que amasa una fortuna con ímpetu sexual de don Juan. Soler, como decimos, ha aprovechado las buenas lecciones de La Habana, y en esta obra revela ya mayor pericia de escritor. Usa con fortuna el monólogo interior y sabe valorar los factores oníricos. La locura de la esposa del protagonista es un acierto indudable, como lo es el modo de descripción objetiva, muy cerca, a ratos, del “behaviorismo” propugnado por Goytisolo. “El hombre –escribe el novelista español– ha buscado siempre en el arte, el medio de expresarse MÁS. Por esta razón, la novela objetiva, basada en una apreciación sintética y real de su conducta, se ha convertido, quiéranlo o no escritores o críticos, en el único medio eficaz de novelar de nuestro tiempo”.[3] Soler no explica la situación psicológica de su personaje sino que deja al lector descubrirla a través de la pintura objetiva de sus acciones y la transcripción fiel de sus pensamientos por medio del monólogo interior y de un diálogo breve y apretado, cargado de alusiones. El derrumbe es una novela conclusa, cerrada, en la que los sucesos marchan rectos hacia un final que encierra una profunda justicia poética. La vida nueva se ve emerger, como la carne fresca que vence la podredumbre de la gangrena, de modo indetenible, imponiéndose a la ruina, al derrumbe de la burguesía.

El lenguaje, más cuidado que en las obras anteriores, no rebasa, sin embargo, el habla cotidiana, y es que el novelista ha querido ceñir sus narraciones a testimoniar fielmente el derrumbe de la burguesía santiaguera. Soler se sirve siempre más de su memoria que de su imaginación. Buen cultivador de la novela-testimonio, sus personajes y sucesos están extraídos directamente de la realidad, con muy poca intervención de la fantasía, la indispensable para hacer de lo individual lo típico o particular que constituye la base del quehacer estético. Con lo cual asegura a sus obras un intenso realismo que constituye un quilate rey, en un instante en que no puede haber arte que supere la intensidad de la vida revolucionaria y, por ende, su extraordinaria calidad estética.

José Soler Puig ha vuelto a la provincia y asiste como alumno a la Escuela de Letras de la Universidad de Oriente. Hay en esta acción suya no sólo el propósito de completar una disciplina y formación académica, sino el convencimiento de que el escritor, como Anteo, debe abrazarse periódicamente a la tierra nutricia para recobrar fuerzas esenciales. La Revolución alcanza a todos los rincones del país, pero sólo en el campo se siente el rumor ascendente de sus pasos y se la pueda contemplar cara a cara en su épica grandeza. La capital aún guarda rincones maleados de falsa imitación de lo foráneo burgués, embriagada de surrealismo y de vanguardia, de formalismo hueco y de coquetería esnob. Hay mucho dinero y esfuerzo desperdiciados en aventuras inútiles y en burocracias, mientras las provincias alcanzan apenas migajas del hartazgo cultural de La Habana. Hartazgo que desconoce, en buena parte, valores que van gestándose y que florecen ya con la luz propia en las ciudades y campos del interior.

Soler ha venido a integrarse a un intenso movimiento creador que tiene su centro en la Escuela de Letras de la Universidad de Oriente. Sus componentes, prosistas y rimadores de poca edad y mucha ambición, no tienen prisa por hacer cotizar sus nombres en la capital, sino que trabajan en silencio en el aula y en el Consejo Provincial de Cultura y animan sus mejores empresas. Están aquí, pegados a la tierra, auscultando sus más intensos latidos. Han hecho en la universidad una revista, Taller Literario, y para el Consejo Provincial de cultura un tabloide mensual, Cultura 64. Animan empresas teatrales, excursiones al interior de la provincia, ofrecen lecturas de poemas en las calles y en las fábricas, estudian, crean, preparan conscientemente el renacimiento literario que exige la Revolución y que, como la lucha armada de ayer y la Revolución literaria de 1913 al 17, nacerá en las provincias, muy cerca de la tierra que renueva sus frutos. Soler Puig es, y tendrá que serlo aún más, factor importante de ese renacimiento. Él es un poco el hermano mayor del grupo, no sólo por su edad, sino porque salió primero a la aventura de decir la palabra nueva y volvió enriquecido de experiencias a unir su voz a la de sus comprovincianos. Ellos serán, individual y colectivamente, quienes traigan el nuevo lenguaje, la palabra precisa de la nación socialista. Hombres y mujeres de sensibilidad despierta para las nuevas realidades cubanas, jóvenes escritores que inauguran acentos inestrenados en la literatura cubana. De todo esto es feliz anuncio el ciclo novelesco de José Soler Puig, cuya porción más reciente es esta novela, El derrumbe, que la Universidad de Oriente se siente orgullosa de ofrecer a los lectores de habla española.


Notas:

[1] Este trabajo, aparecido originalmente en el último número de Cultura 64 [año 1, n. 5, mayo, 1964, pp. 2-5], es el prólogo de la novela El derrumbe, de José Soler Puig, que publicará en breve la Universidad de Oriente. [Nota de La Gaceta de Cuba.]

[2] Seymour Menton: “La novela de la Revolución Cubana”, en Cuadernos Americanos, año XXIII, n. 1, enero-febrero, 1964, pp. 231-245.

[3] Juan Goytisolo: Problemas de la novela, Seix Barral, S.A., Barcelona, 1959, p. 62.


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