Detalle de 'Inbetweeness 10', Emilia Martín Fierro

Fuera de foco

La imagen pobre tiende a la abstracción: es una idea visual en su propio devenir […] La imagen pobre ya no trata de la cosa real: el original originario […] trata de la realidad.
Hito Steyerl

Entonces dijo Moisés: “Déjame ver, por favor, tu gloria” […] Él le contestó: “Mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo”. […]Luego dijo Yahveh: “Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver”.
Éxodo, 33: 18-23

Cuando una gran innovación filosófica se convierte en eslogan, esto es una señal indubitable de que la trayectoria que esta había abierto se ha cerrado, se ha convertido en un callejón sin salida. A la frase con la que Nietzsche quería amotinarse contra la ciencia y el sentido común de su tiempo –“no hay hechos, solo interpretaciones”– no solo se le ha extenuado su capacidad de escándalo, sino que ha perdido todo su poder revelador. Su caricatura nos la topamos en cada esquina. Kellyanne Conway, consejera del expresidente Donald Trump –por ejemplo–, inmortalizó la frase “alternative facts”. Sabemos que una idea se ha agotado cuando se puede decir con ella, incluso, exactamente lo contrario de aquello que constituía su intención original. No se trata ahora de que no haya hechos, sino de que hay demasiados, al menos dos para cada fenómeno. En un mundo donde no existe nada que ya no esté previamente interpretado, codificado a través de la palabra y la imagen, los hechos no desaparecen, sino que proliferan sin cesar.

Quizás por eso ya no nos conformamos con fotografiar aquello que tenemos delante de los ojos, lo que constituye nuestra perspectiva, la parcela de la realidad por la que entramos al mundo, desde la cual se construye toda interpretación. El selfie aspira a otra cosa, sacarle una foto a lo que nunca tenemos enfrente de nosotros: el propio rostro y lo que se yergue a nuestras espaldas. Fuera de foco se encuentra todo lo que acapara nuestra atención: el ojo con el que se fotografiaba y el background que la cámara dejaba siempre detrás de ella. Pero el selfie malogra su gran descubrimiento, su gran revelación, al pretender dotar de una visibilidad absoluta, una claridad sin tacha, a aquello cuya condición última es estar desenfocado, en el exterior de todas las interpretaciones. El selfie fracasa al pretender convertir en realidad, “en hecho”, lo que solo existe como potencia, de forma virtual.

La obra de la artista canaria Emilia Martín Fierro nos deja vislumbrar a través de un constante juego entre la opacidad y la transparencia la espalda de las cosas, aquella zona de lo real que ninguna perspectiva puede incluir. La fuga de la pintura retiniana no suponía –como no se cansaban de pregonar Joseph Kosuth y sus acólitos– una retirada hacia el concepto y la dimensión lingüístico-discursiva de la obra de arte. Para salirse de ese gran trampantojo que es la pintura retiniana hay que cercenar un ojo en dos, como Buñuel en Un chien andalou, o atreverse a mirar en una placa de rayos x el esqueleto y los pulmones de la amada carcomidos por la tuberculosis, como hace Hans Castorp en La montaña mágica. Lo que invocan las imágenes de Martín Fierro son los estratos, los sedimentos –“el campo de la visión es comparable al suelo de una excavación arqueológica”, declara la artista en una entrevista– que configuran esa zona de realidad que nunca se hace presente, que no se deja organizar dentro de un horizonte: lo que siempre es anterioridad, ese sinfín de cosas que queda detrás de todo lo que vemos.

¿Pero qué es lo que se ve cuando lo que se observa es lo que ninguna mirada incluye?

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Grandes telones, pliegues que permiten atisbar el bastidor del cuadro, su estructura o esqueleto. Tanto los pliegues como el bastidor y la tela del cuadro están trabajados por el tiempo. La pintora los deja expuestos a los elementos y cuando se muestran, como parte de la obra, se perciben las huellas de erosión que la lluvia, el sol y la intemperie han impuesto sobre ellos. Estas obras no pueden ser “curadas” o “restauradas” por ningún museo o galería pues exhiben, con pleno orgullo, los signos de su deterioro. Son obras que quieren que sepamos que existían mucho antes de que nadie las empezara a ver. Nunca están totalmente delante de nosotros porque vienen de un antes y un afuera que el aquí y el ahora de la mirada no puede acotar y actualizar. La imagen se asoma en estas obras desde los intersticios, siempre a punto de ser algo, siempre a punto de dejar de serlo.

¿Cómo se imagina, se hace imagen, la potencia?

No se puede representar lo que nunca estuvo presente, lo que elude la actualidad. Las imágenes que estas obras portan se componen a través del efecto que la fotografía en transparencia o como negativo deja sobre las volutas de los pliegues y sobre el fondo policromático y politáctil de manchas, arrugas, protuberancias y grietas de las telas. En muchas ocasiones resulta más visible lo que se supone sea el receptáculo, el soporte material, que la propia imagen. Lo que debería estar ausente, o hacerse invisible, quiere acaparar toda nuestra atención y la imagen solo merodea en el cuadro como una posibilidad permanente, una potencia que nunca se traduce en acto. Las imágenes acontecen en estas obras siempre fuera de foco, encaramadas sobre la espalda de esas telas, volutas, pliegues que no cesan de exhibirse, de ocupar todo el horizonte de la mirada.

En un mundo donde todo adquiere el aroma de lo conspirativo, donde ya nadie parece creer más en lo que se le planta delante de los ojos, quizás la mejor opción que nos queda sea aprender a colocarse ante ese aire de otro mundo, de pura potencia, que traen las imágenes.

inbetewness 2 | Rialta
De la serie ‘Inbetweeness’, Emilia Martín Fierro

El pozo y el pliegue-uróboros: dos espacios donde habita el olvido.

La primera vez que aparece el concepto de verdad en filosofía lo hace en el poema de Parménides Sobre la naturaleza, del que solo se conservan fragmentos. La palabra que se usa en ese texto es aletheia. La acepción primaria de verdad, por tanto, refiere a aquello que se desvela, a lo que se le arranca del ocultamiento que impedía se hiciera manifiesto su sentido primordial. El velo que se levanta, es el de Lethe, el del olvido. La verdad salva las apariencias al descubrirles el camino que las lleva a su esencia; lo amorfo, la materia, encuentra acomodo –límite justo y medida– en la forma.

La postura a la que nos obliga la obra de Emilia Martín Fierro es anterior, e incluso más radical de la que exige la verdad.

¿Cómo llevar a la esfera de lo perceptible a Lethe, al propio olvido?

Dos son los dispositivos retórico-visuales que fuerzan a Lethe a que emerja a la esfera de lo sensorial: el pozo y el pliegue-telón-uróboros.

Las telas que cuelgan en esta exposición funcionan como pozos, donde se acumulan sedimentos, piedras, restos orgánicos juntos con imágenes que acontecen bajo la forma de la transparencia y el velamiento, esas dos antípodas de la revelación. Cuando algo se revela, accede a la verdad, se aspira a que su ser y su estar, su esencia y su apariencia coincidan. El objeto u obra revelada alcanza por primera vez –al menos eso es lo que se piensa– de forma plena, la presencia. Pero siempre quedan residuos en lo oscuro, despojos que nunca se dejan traducir en superficie. La transparencia al atravesar el objeto, al fijar la atención en lo que queda detrás, y el velamiento al obligar a que se atienda a todo salvo lo que se tiene delante –menos la propia forma, el rostro– difuminan las cosas en esas latencias que nunca las abandonan, aquello que nunca se puede hacer patente.

Quien mira estas telas-pozo sabe que se asoma a lo oscuro, a lo insondable. Mira a través de un hueco, como el voyeur, fisgoneando lo que se le vetaba a la contemplación. El pozo estructura la obra haciendo calas de profundidad. La mirada tiene que atravesar primero una gasa organdí –como sucede en la pieza Inbetweeness 11— llena de manchas. Se topa luego con los bastidores, para que solo más tarde pueda atisbar vagas impresiones fotográficas sobre vinilos transparentes. Todo enmarcado por dos curvas fosforescentes que parecen acotar el espacio dentro del cual la mirada debe abismarse. La obra-pozo le dibuja un borde, un contorno, a una mirada que se fuga hacia lo hondo. Pero en lo recóndito no nos espera nada. En el fondo solo se esconden borrones o más transparencias.

Las obras de arte mienten, gritaba a los cuatro vientos Platón. Y hay algo de cierto en lo que decía. La obra de la artista que nos concierne lo que expone ante nosotros es aquella dimensión de lo real que se le resiste a la verdad, la porción de lo que existe que permanece irrevelado.

Se podría hacer una historia del arte a partir de sus escaramuzas con lo insondable. Lo ínfimo y lo sublime entraron en el lenguaje del arte vía su invisibilidad o inconmesurabilidad ante lo bello. Aquello para lo que no existe ideal, posibilidad de un sentido mejor –lo prosaico, lo vulgar, lo abyecto– desbancó el protagonismo visual de los símbolos: en los bodegones, vanitas, etc. Lo sublime, por su parte, –lo que no tiene ni límite, ni proporción, ni medida– reventó las lindes de lo bello por su exceso de sentido, por su ilimitada informidad: con los románticos (sobre todo Turner y Friedrich), el expresionismo abstracto, el informalismo, etc. La obra de arte vivió en la intemperie de la verdad, de aquello a lo que se le arranca el velo, tanto por sus despilfarros como por sus carencias.

Emilia Martín Fierro despliega las batallas con lo hondo, con aquello que se resiste a ser revelado en un nuevo terreno. Lo que se trata de hacer en su caso es otra cosa, la historia del propio velo. La saga de una aporía, de un camino sin salida. La historia de Lethe, del olvido.

Los velos-telones-pliegues en la obra del artista canaria funcionan como las míticas uróboros, esas serpientes que según la mitología griega se devoraban a sí mismas. En la obra que lleva ese título —Ouróvoro, In-betweeness 7— la gasa pintarrajeada con manchas color café se levanta sobre varias capas de tela que salen tanto de la parte delantera como trasera del bastidor. En las obras pliegues –como en “East Cooker” de T. S. Eliot— el fin está en el principio, y el principio en el fin. La obra se deja mirar al derecho y al revés. Lo que se ve cuando se mueve el telón muchas veces es otro pliegue. A lo lejos, donde se supone que se cobija el olvido, uno se imagina que ve algo. La ínfima realidad de la imagen, su extrema pobreza, contrasta con el carácter rotundo, exuberante del entorno material que la empaña. Lo que nos obliga a mirar esta obra era lo que se suponía que era el trasfondo, el soporte material de la imagen.

Vemos todo lo que impide que la revelación acontezca.

Vemos la espalda de Lethe. El olvido no tiene rostro.

Estas obras no se pueden fotografiar –no se puede hacer una foto a lo que solo tiene dorso– de ellas solo se pueden hacer selfies. Pero selfies que admitan que la única forma de no traicionar a su objetivo es asumir que estos siempre quedarán fuera de foco.

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