Podemos decir “Neruda no me gusta”. Lo que no podemos decir es “Neruda no es importante”. Una cosa son nuestros caprichos literarios y otra cosa son los valores literarios. Neruda publica sus primeros libros de poemas durante la década de los veinte y barre con los agotados vicios del modernismo. Acabó con la poesía de la burguesía que soñaba, encima del trabajo de indios y negros y blancos humildes, con amores imposibles y un estilo de vida calcado de Europa. Echó de lado gradualmente las mentiras de la poesía modernista -en Veinte poemas de amor y una canción desesperada destruye las fantasías de la poesía amorosa y coloca al amor entre las cosas de la tierra: montañas y frutas- y comenzó a construir con el torrente exuberante y caótico de América.

Antes de la peluca y la casaca
fueron los ríos, los ríos arteriales:
fueron las cordilleras, en cuya onda raída
el cóndor o la nieve parecían inmóviles
fue la humedad y la espesura, el trueno
sin nombre todavía, las pampas planetarias.
El hombre tierra fue, vasija, párpado
del barro trémulo, forma de la arcilla,
fue cántaro caribe, piedra chibcha,
copa imperial o sílice araucana.
Tierno y sangriento fue, pero en la
        empuñadura
de su arma de cristal humedecido,
las iniciales de la tierra estaban
escritas.

Así abre el Canto general escrito por Neruda “algunos meses antes de los cuarenta y cinco años de mi edad”. Es el poema épico de Hispanoamérica, donde se palpa el caudal revuelto y vital de un continente en busca de su verdadera identidad. Antes de acometer el Canto, Neruda asimiló sin intoxicarse la mejor poesía europea desde Rimbaud hasta el surrealismo. Incorporó las técnicas europeas para perfeccionar un vehículo que se ajustara al torrente hispanoamericano. En 1935, termina de escribir Residencia en la tierra, un libro germinal dentro de nuestra poesía. En él se encuentra la cantera del estilo nerudiano. Es un libro algo tremendista que destila el pesimismo que ha sentido todo hispanoamericano frente a nuestro mundo informe, reflejo sincero del desarraigo de nuestra cultura. Bolívar dijo poco antes de morir: “Hemos arado en el mar”. Pocos hombres han vivido con la muerte tan presente en todos sus actos como José Martí. Pero la vitalidad del hispanoamericano impide que este desaliento lo domine como al hombre europeo. Aquí en este hemisferio la lucha es por sobreponerse de la intemperie de la vida y al caos de nuestra historia.

Nuestra América ha producido grandes poetas. Es en la poesía probablemente que el hombre hispanoamericano ha logrado mayor calidad expresiva. Rubén Darío llegó a modificar el curso de la poesía española. Sin embargo, Darío no es un poeta genuinamente americano. Es un poeta impresionista hechizado por Europa. Es el caso de la mayoría de nuestros escritores. Martí comprendió esto y fue el primero en introducir el genio hispanoamericano dentro de la lengua española. “No somos aún bastante americanos -escribe Martí-; todo continente debe tener su expresión propia: tenemos una vida legada, y una literatura balbuciente. Hay en América hombres perfectos en la literatura europea; pero no tenemos un literato exclusivamente americano. Ha de haber un poeta que se cierna sobre las cumbres de los Alpes de nuestra sierra, de nuestros altivos rocallosos; un historiador potente más digno de Bolívar que de Washington, porque la América es el exabrupto, la brotación, las revelaciones, la vehemencia, y Washington es el héroe de la calma; formidable, pero sosegado; sublime, pero tranquilo”.

He dejado correr la cita porque aclara muchos aspectos de la poesía de Neruda. Podemos sin dificultad encajarlo dentro de ese concepto del “poeta que se cierna sobre las cumbres de los Alpes de nuestra sierra”. El Canto general casi colma esa aspiración de Martí. Alturas de Macchu Picchu nos asalta:

Entonces en la escala de la tierra he subido entre la atroz maraña de las selvas perdidas hasta ti, Macchu Picchu.
Alta ciudad de piedras escalares,
por fin morada del que lo terrestre
no escondió en las dormidas vestiduras.
En ti, como dos líneas paralelas,
la cuna del relámpago y del hombre
se mecían en un viento de espinas.
Madre de piedra, espuma de los cóndores.
Alto arrecife de la aurora humana.
Pala perdida en la primera arena

Convendría aclarar aquí dos cosas. Ser un poeta hispanoamericano no quiere decir poseer virginidad literaria para hablar de nuestro continente, como tampoco implica tratar de expresarnos en lengua azteca o inca. Nuestra cultura no ha surgido aislada del resto del mundo y por lo tanto tenemos que mantener nuestros nexos con la lengua española y la cultura europea. Hispanoamérica es suficientemente fuerte para no necesitar invernadero ni cuidados de arqueólogo. Somos lo suficientemente fuertes para recrear el molde europeo. Por esto he tocado las influencias europeas de Neruda. Este ha superado el pesimismo y la esterilidad subjetiva de la mejor literatura europea. Es natural que el europeo sea pesimista y decadente en la etapa actual de su cultura. Refleja la realidad europea. Hispanoamérica es otra cosa, los hispanoamericanos absorben más aire cuando respiran.

El otro aspecto que conviene aclarar es el folklorismo. En la América española hay indios, selvas y dictadores; pero eso no es todo. César Vallejo es un poeta hispanoamericano desde los abismos de su desarraigo hasta su uso del lenguaje. Sin embargo, Vallejo llega a exclamar en una ocasión: “Me friegan los cóndores”. Inclusive se excusa de su historia: “Fue domingo en las claras orejas de mi burro, de mi burro peruano en el Perú (Perdonen la tristeza)”. Muchas personas han tratado de negar a Neruda oponiéndole a Vallejo. (Léase el poema “V” del Estravagario del poeta chileno). Pero se trata de dos poetas diferentes. Uno amargo y agónico, el otro exuberante y melancólico. Es la diferencia que podría existir, forzando las cosas como siempre ocurre en las comparaciones, entre Quevedo y Góngora.

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Neruda es poeta de Nuestra América no sólo por los temas, sino inclusive por su manera de ver y expresar el mundo. Yo diría que las características principales de su hispanoamericanismo son el ancho caudal de su poesía, el torrente de imágenes y el vacío, la tristeza telúrica de sus sentimientos; “América” del Canto incluye ambas características:

Estoy, estoy rodeado
por madreselva y páramo, por chacal y
             centella,
por el encadenado perfume de las lilas:
estoy, estoy rodeado
por días, meses, aguas que sólo yo conozco,
por uñas, peces, meses, que sólo yo establezco,
estoy, estoy rodeado
por la delgada espuma combatiente
del litoral poblado de campanas.
La camisa escarlata del volcán y del indio,
el camino, que el pie demudo levantó entre
               las hojas
y las espinas entre las raíces,
llega a mis pies de noche para que lo camine.
La oscura sangre como en un otoño
derramada en el suelo,
el temible estandarte de la muerte en la selva,
los pasos invasores deshaciéndose, el grito
de los guerreros, el crepúsculo de las lanzas
            dormidas,
el sobresaltado sueño de los soldados, los
             grandes
ríos en que la paz del caimán chapotea,
tus recientes ciudades de alcaldes
           imprevistos,
el coro de los pájaros de costumbre
          indomable, en el pútrido día de la
selva…

Hasta en los poemas de amor reconocemos a Neruda por una extraña mezcla de vitalidad y tristeza. Tristeza por la tragedia de nuestra historia y vitalidad por un mundo virgen que aspira a expresarse. Otra característica de Indoamérica es la potencia de sus vegetales. “Las Américas han dado a la civilización universal -escribe Pedro Henríquez Ureña- muchas de sus plantes importantes”. Entre otras: el cacao, el maíz, la papa, el tomate, el maní, la piña, el tabaco, el árbol del caucho y la vainilla. Las imágenes vegetales atraviesan toda la poesía de Neruda:

América arboleda,
zarza salvaje entre los mares,
de polo a polo balanceabas,
tesoro verde, tu espesura.
Germinaba la noche
en ciudades de cáscaras sagradas,
en sonoras maderas,
extensas hojas que cubrían
la piedra germinal, los nacimientos.
Útero verde, americana
sabana seminal, bodega espesa,
una rama nació como una isla,
una hoja fue forma de la espada,
una flor fue relámpago y medusa,
un racimo, redondeó su resumen,
una raíz descendió a las tinieblas

Conviene destacar la valentía intelectual de Neruda. Para hacerse inteligible a los muchos su poesía ha caído a veces en lo pedestre, pero ello nunca asustó a Neruda. Gracias a ello ha logrado algunos poemas sencillos, elementales, de fácil comprensión e imágenes penetrantes. Como cuando en Canción de gesta se refiere a las montañas cubanas como “piñas perfumadas”.

Los detractores de Neruda alegan que su poesía es una repetición de las mismas imágenes en diferentes situaciones. Que cuando habla de Argentina lo mismo podría ser Venezuela que Argentina. No discutamos el asunto, señalemos un ejemplo. Creo que pocas visiones poéticas condensan con mayor claridad la vida de nuestra isla:

Cuba, flor espumosa, efervescente
azucena escarlata, jazminero,
cuesta encontrar bajo la red florida
tu sombrío arbón martirizado,
la antigua arruga te dejó la muerte,
la cicatriz cubierta por la espuma.

Esa “cicatriz cubierta por la espuma” la encontró la Revolución cubana y está tratando de curarla. La tristeza de Neruda frente a nuestra historia y su vitalidad hispanoamericana no podían menos que solidarizarse con nuestra lucha por una independencia total que favorezca tanto a los hombres como a la cultura.

Si Rubén Darío es el primer poeta que influye decisivamente sobre la poesía española, Pablo Neruda es -junto con César Vallejo- el primero que incorpora a la poesía española el mundo hispanoamericano. Actualmente la poesía de Neruda gravita sobre los poetas jóvenes de Nuestra América y de España.

Si se suprimiese la poesía de Neruda de la literatura en lengua española nos encontraríamos con un hueco. Con un vacío que impediría seguir hacia el futuro.


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