Esta semana hemos ido una sola vez al cine. El miércoles pasado nos metimos a ver El largo camino de un año. Pensamos que sería el mejor estreno de la semana porque habíamos visto Arroz amargo del mismo director. Giuseppe de Santis quiso abarcar mucho y apretó muy poco. La película es una parábola: la vida de un pueblo presentada como si en realidad fuese el resumen de toda la humanidad. La película pretende serlo todo: profunda, realista, imaginativa, social y sicológica. Se anuncia así: “¡Una historia sobre hombres unidos en sus pasiones y en sus querellas! Pretende tanto que es pretenciosa.

Podemos padecer dos tipos de torturas en el cine. Una de ellas ocurre cuando la cabeza se nos cae de sueño sobre el pecho o de lado. Entonces uno da un salto y hace un esfuerzo por abrir los ojos llenos de arena. Uno teme derrumbársele encima al vecino. Esto nos ocurrió varias veces en El largo camino de un año. En un momento que abrimos los ojos vimos a Silvana Pampanini y Eleonora Rosi-Drago (que se parece mucho a Ingrid Bergman), pero nada. La cabeza cayó de nuevo amenazadoramente cerca del vecino. Massimo Girotti es un actor de muchos recursos histriónicos, pero tampoco pudo mantenernos los ojos abiertos.

La otra tortura surge cuando esperamos una sorpresa. Uno espera las cosas cambien, que la trama se anime, que los personajes se vuelvan de pronto interesantes. Pero llega el final sin que ocurra la catarsis. En el cine, sin embargo, casi nadie se levanta y abandona el teatro a mitad de la película. El hombre nunca pierde la esperanza de que la película mejore antes de que aparezca FIN en la pantalla. Para colmo El largo camino de un año duró más de dos horas. Llegamos a la casa a la una menos cuarto.

El largo camino de un año también tiene un mensaje: el hombre no puede vivir sin trabajar y cuando no le pagan lo hace por el gusto de trabajar. Es una filosofía que justifica la esclavitud. ¿Para qué pagarles a los trabajadores si les gusta trabajar de balde? La cosa no está en trabajar gratis, sino en rebelarse contra el sistema que permite estas cosas. Tengo entendido que De Santis no pudo filmar la película en Italia y tuvo que trasladarse a Yugoslavia para el rodaje. No comprendo por qué.

El final es impresionante: avanzando por direcciones opuestas de una carretera se van acercando dos grupos, uno de mujeres y otro de hombres. Van apisonando las piedras de la carretera a golpes de unos gruesos mazos de madera. La música se intensifica y la cámara se concentra sobre los pies de los trabajadores y los golpes contundentes de las apisonadoras de madera sobre el camino. Cuando ambos grupos se encuentran frente a frente, tiran a un lado las apisonadoras de madera y se abrazan. Si durante el resto de la película los hombres y las mujeres trabajan hombro con hombro, ¿por qué al final se separan en dos grupos? ¿Por qué aparecen avanzando de dos direcciones opuestas si antes los habíamos visto trabajando todos en la misma dirección? Para crear un final emocionante. Comprendo.

Nos pareció tan mala la película que no pudimos hacer la crítica en un estilo más serio. Dos horas y media sentados en el cine sin ganas no se perdonan con facilidad. Alguien tiene que pagar las consecuencias y De Santis es el culpable. El largo camino de un año es un paquete.

No queremos defraudar a los lectores dejándolos con tan poca cosa sólida. No queremos terminar la crítica sin más ni más. Se me ocurrió incluir a continuación tres breves artículos de cine escritos en 1915.

Muchos cubanos pensarán que la crítica de cine surgió probablemente en Francia o Alemania. Que nosotros los hispanos fuimos los últimos en comprender el valor artístico del cine. Falso. Uno de los primeros críticos mundiales que habló con seriedad del cine fue un escritor mexicano: don Alfonso Reyes.

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De 1915 a 1917 Reyes publicó crítica de cine en el semanario España y en El imparcial que dirigía José Ortega y Gasset. Las firmaba bajo el seudónimo de Fósforo. Escribió cosas que todavía aclaran los perfiles artísticos del cine (“El cine y el teatro”), intuyó el peligro de que los actores cayeran en el estereotipo (“El desvanecimiento de las máscaras”), e hizo comentarios muy útiles para recrear el ambiente de los cines durante sus años (“Las quejas del público”).

El cine y el teatro

Son fenómenos de diversa índole; la competencia mercantil que entre uno y otro pueda suscitarse no prueba nada. La competencia mercantil tiene manifestaciones que la misma economía política no puede prever: la fabricación de bicicletas redundó en perjuicio de la venta de pianos. Varios autores dividen las artes en artes del tiempo (la música, la literatura), artes del espacio (la pintura, la escultura, la danza, la pantomima) y artes mixtas (el teatro). Bajo esta categoría pondremos el cine, pero distinguiéndolo del teatro en que es una modalidad del “arte en silencio”. Como la pintura, carece de tercera dimensión, y esta desventaja aparente no es más que una nueva ventaja estética: un elemento más de “ironía” que, alejándonos del terreno práctico, nos sitúa en el escenario del arte.

Estamos, pues, desde el punto de vista práctico, más lejos del cine que del teatro. Aquella parte de emoción social que acompaña siempre a las representaciones teatrales (la calidez de la misma presencia humana) aquí desaparece, y los personajes se nos muestran como meras entidades visuales. Más realista que el teatro, es por eso mismo más engañador: la idea de que hay en escena un hombre que finge un carácter distinto del suyo propio es provocada más fácilmente por el teatro que por el cine, y por eso una mala cinta es siempre más tolerable que una mala representación. (En Resplandores y tinieblas, por ejemplo, todo lo hace la excelente fotografía). Aparte de que en el cine —simbolización luminosa del movimiento— hay siempre una especie de placer fisiológico que toca al sicólogo explicar. Aquella lejanía, aquella ritualidad que el griego buscaba para su arte, mediante el uso del coturno que agiganta y de la máscara que “deshumaniza”, se realizan, pues, mucho mejor en el cine que en el teatro moderno.

Desde otro punto de vista más exterior, el cine nos es más cercano que el teatro: el espectáculo, prácticamente hablando, queda a la misma distancia de nuestros ojos que del objetivo de la cámara, y esta puede llegar a una proximidad del objeto que, en el teatro, nunca se da. Aun en la vida diaria —poco ejercitados a la visión analítica de las cosas— escasas ocasiones tenemos de seguir, tan de cerca como en el cine, el movimiento de una llave en la cerradura o el de una mano que escribe. Por eso consideramos equivocado el uso de ciertos convencionalismos del movimiento que en las lejanías del teatro pueden tolerarse, pero nunca en las cercanías de la pantalla. Ejemplo: la costumbre de trazar líneas rectas para fingir que se escribe una carta. Acaso esta cercanía del objeto nos explica por qué el drama cinematográfico puede, mejor aún que el teatro, llegar a la “creación de la máscara”, a establecer la relación fija entre una cara, una gesticulación especial, y un estado de ánimo o un temperamento determinados: ¡oh, aquellas máscaras que crecen —como la del Domingo en la novela fantástica de Chesterton—, que crecen hasta desbordar la pantalla, y nos hincan para siempre el recuerdo de un rictus doloroso o de una risa espasmódica!

Finalmente, no es lo más conveniente para el cine emplear artistas de teatro, aun cuando no sea necesariamente funesto. El artista de cine convenientemente integrado resultaría de ajustar el cuerpo de un gran cirquero a la cabeza de un gran actor teatral.

(1916)

Las quejas del público

Los lectores suelen atendernos. Las empresas cinematográficas, todavía no. Hemos recibido cartas. A sus puntos nos referimos.

Verdaderamente, son insoportables esos maniáticos que, en todos los salones públicos, entornan los ojos y resoplan para hacer entender a las señoras que están poseídos del delirio amoroso, y subrayan con un ósculo al aire todas las escenas de amor.

¿Y qué decir de los que comentan, en voz alta, con toda clase de chistes, los episodios de la cinta?

¿Y —oh, dioses— de los que leen en voz alta los letreros de la película, porque de otra suerte corren riesgo de no enterarse?

Pues ¿y esos espectadores vergonzantes, que no hallan medio de dar a entender a todos que, aunque ellos han ido al cine, están muy por encima del cine y lo toman con gran desdén?

Acaben de irse de una vez. Y piensen que el perfecto espectador del cine pide silencio, aislamiento y oscuridad: está trabajando, está colaborando en el acto, como el coro de la tragedia griega.

(1915)

El desvanecimiento de las máscaras

Pues, entonces, ¿qué será ver desvanecerse una máscara? ¿Qué será ver al cine destruyendo al cine? Tocamos aquí un conflicto irresoluble. Creemos que el anonimato absoluto convendría mucho al actor de cine; que, a ser posible, convendría renovar para cada cinta el cuadro de actores. Se nos objetará con el ejemplo de Charlot o de la Bertini. Pero es que Charlot es siempre Charlot: un nuevo tipo cómico que ya hemos comparado a Pierrot: una nueva creación que queda fijada para siempre en el cine estético de la pantalla, y aparece siempre semejante a sí mismo, en los varios episodios de su vida grotesca. ¡Es que cada film de Charlot es como una nueva serie del mismo drama inacabable! Así como la Bertini, ora se llame Laura o Elisa, es siempre la misma mujer (ojos, brazos, nuca, acaso cabellos sobre la frente y relámpagos de la dentadura) que mantiene en éxtasis constante al mismo personaje sentimental (Mario, Tiburcio, Jorge) y causa iguales raptos eróticos (perdonémoslo: es su única porción de arte en esta vida…) del mismo Pérez o Gómez. No: lo triste es ver —como acaba de sucedernos en algún salón de Madrid— la máscara de Norton (aquel delicioso repórter detective del “Millón”) servir de disfraz a un patriota de aspecto de pordiosero, y la máscara de Olga (aquella enigmática Olga de la Sociedad de los Antifaces: cuerpo rectilíneo de donde surgía una inexplicable magia de mujer) mal ajustada sobre la cara de una aldeana tan honesta como anodina.

Cuentan que un empleado de la casa Lasky (Hollywood, California) no hace más que recorrer el país en auto, buscando los sitios adecuados para las escenas: sitio aprovechado una vez es sitio que no volverá a servir, como las vajillas en la mesa de Moctezuma. Este esfuerzo por descubrir el rasgo único del paisaje debiera también aplicarse a la selección de actores, y el director del film debiera, como hace el creador en sus buenos ratos “romper el molde” (no sabemos cómo), romper el molde, una vez aprovechado para una ocasión. Si hemos visto a Norton como Norton, no queremos verlo de otra manera. No nos invada —aquí también— aquel incurable mal del teatro que se revela en el solo hecho de que el crítico pueda hablar de “lo bien que estuvo Fulano interpretando a Cimbelina, o la verosimilitud con que el otro se disfrazó de Marchbanks”. Descubrir a Fulano tras de su máscara es negar el arte mímico. Además, aquí también hay que buscar la “palabra única”, la “Fisonomía insustituible”. El verdadero actor de cine debe suicidarse al acabar su mejor creación.

(1916)


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