Los pueblos, los barrios, la prisión. Foto: M.

Los pueblos, los barrios, la prisión. Foto: M.

La esperanza de que un aumento significativo de la temperatura y la humedad ayuden a neutralizar el virus, poniéndole más difícil su éxito de contagio, va ganando asiento científico. De modo que ahora miro también con ansia esos números. Los grados de temperatura afuera y los grados en mi axila. La humedad atmosférica y la humedad en mis ojos, en los todavía escasos momentos en los que me dejo llevar por la congoja y la rabia.

Leí en la mañana la estupenda entrevista que Carlos Lechuga le hizo a Abilio Estévez y se publica aquí donde estornudo sin mascarilla. El itinerario vital de Abilio, la ruta que siguieron sus pasos, transcurre por parajes idénticos a los que habité yo. Es algo que hemos comentado en más de una ocasión repasando la ruta: Bauta, Playa Baracoa, el barrio de Los Quemados en Marianao y después Barcelona, e incluso, el barrio de Gràcia, que es una suerte de Marianao en Barcelona, aunque ya sé que esto último sería materia que discutir. No se me dan muy bien esos paralelos, por cierto, aunque disfruto trazándolos: cuando Magdalena y Ramón Fernández Larrea se mudaron a Barcelona hace años les dije, para situarlos, que habían llegado al Camagüey español, algo que seguramente era injusto entonces, si bien Barcelona, como la Gertrude Stein del retrato de Picasso al que dijo no parecerse, acabó pareciéndose mucho a una ciudad de provincias. A una, cuya historia de decadencia y avidez periférica debería escribirse tomándole prestado el título a Juan Benet: Volverás a Región.

No es la primera vez que leo a Abilio refiriéndose a esas etapas del itinerario que nos une. Hoy, sin embargo, y será el confinamiento que lo pone a uno más blando, me sentí todavía más concernido y como moviéndome por esos parajes que, por elementales razones de calendario y con la excepción de este Camagüey a cuyo aeropuerto llegué antes de que lo hiciera él, recorrí siguiéndole los pasos casi quince años después. Y por lo mismo, atenuado el brillo que sus ojos vieron aún en los cines, la calzada, los merenderos.

La lectura avivó mi memoria y escapé del encierro para pasear por los paisajes de mi infancia.

La Playa Baracoa donde compraron una casita mis padres cuando se casaron. A ella me llevaron después de que mamá me pariera en San Antonio de los Baños. Y a ella volví muchas veces. La última acompañado de mamá antes de que ella muriera para ver el rostro hosco de la mujer que ahora vive en la que fue nuestra casa, sospechando que yo venía del extranjero a reclamar algo. «Vengo a dar, señora, a dar, si puedo dar algo», la tranquilicé y nos invitó a café y mamá me señaló al rincón donde yo dormía antes de saber soñar y nos abrazamos como no sé si la pandemia me dejará abrazar otra vez a alguien este año. También Bauta, donde se conocieron mis padres, como los de Abilio, y donde años después mi madrina Adis me regaló el ejemplar de la edición príncipe de Paradiso, de Lezama Lima, que aún me acompaña. Estévez era el primer apellido de mi madrina, por cierto.

Me encendió más la breve evocación que Abilio hace de Marianao y Los Quemados en la entrevista. De la calle 102 a la que me llevaron a vivir con un año de nacido, el Hipódromo y el mercado, la biblioteca de 100 y 51, que fue mi primera biblioteca, una joya arquitectónica y un espacio habitado por fantasmas que pululaban por la cultura censurada por el castrismo. Antón Arrufat, después de sus Siete contra Tebas, purgó entre esos muros su condena.

Trabajé un par de horas antes de que M. sirviera una paella de excepción. Por el estado de excepción, digo, y la ausencia de bichos que entraran vivos a la reunión.

Tropecé, cómo no, con más perlas en el cuerpo a cuerpo de Grossman y los censores. En una de las redacciones del libro en el que trabajo se contaba del juicio a seis traidores. El primer hachazo de la censura los quitó: cero traidores. En la siguiente versión del manuscrito aparecen tres y así se publicaron. Una transacción deliciosa con los censores, esos otros traidores. En Cartas y recuerdos de Vasili Grossman, un libro que el hijo adoptivo de Grossman, Fedor Guber, armó con cartas, documentos, diarios y sus propios recuerdos personales, se cuenta muy bien toda esa guerra contra la censura que estoy abordando ahora desde la propia letra, el trazo recuperado de manera impecable por Robert Chandler.

Después de comer dormí un cuarto de hora en el sofá. Soñé con el obelisco de Marianao que homenajea a Carlos J. Finlay, vencedor de pandemias. Mamá fue durante años bibliotecaria en uno de los cuatro edificios que miran a ese obelisco, la escuela de enseñanza secundaria Conrado Duany. Allá iba yo cada día a buscarla al salir del colegio, leía libros gruesos y manoseaba el catálogo, aquellas tarjetitas ensartadas por un hilo de hierro con rosca que se cerraba sobre la tapa de caoba de la gaveta. Cuando desperté de la siesta pasábamos mamá y yo junto a la ceiba que se alza en la avenida 100 subiendo a casa.

En la tarde encontré una vieja historia de Marianao que alguien tuvo la delicadeza de escanear y subir a archive.org. Es una de esas historias republicanas con su sano positivismo de prosa seca, las tablas y las buenas intenciones. Se le debe a Fernando Inclán Lavastida y con el título de Historia de Marianao: de la época indígena a los tiempos actuales lo publicó la  Editorial El Sol en 1943. Me abrí paso entre el fárrago de datos y nombres propios de ediles, munícipes y demás «marianenses ilustres» a buscar el perímetro donde yo me movía de niño: el Barrio Los Quemados, ya en mis años pegado a las avenidas 100 o de Columbia y el trazado de la Carretera nacional conocido allí como avenida 51. De ese término, el barrio bajaba hasta el Hipódromo de Marianao y los potreros que había más allá y en dirección oeste se movía hasta, tal vez, El Palmar.

Inclán Lavastida dedica unos párrafos a Los Quemados en los que leí como alucinado lo siguiente: «Hacia 1735 ya en Los Quemados existían algunas casas de gitano, así como su iglesia, la que parece que en 1747 fue objeto de alguna reconstrucción…»

¡¿Gitanos?! ¡¿Gitanos en mi barrio habanero?! Vana esperanza, vana ilusión de un linaje de tablao y palmas, bailaores y tabancos, seguidillas y saetas. ¡Rumba y solo ella, visto lo visto! El encargado de escanear el libro de Inclán Lavastida no se tomó el trabajo de corregir las erratas que generó la copia. Y donde se lee hoy “casas de gitano” decía, en verdad, “casas de guano”. De modo que Abilio y yo mismo, se me ocurre ahora, seguiremos siendo de los pocos genuinos gitanos de Los Quemados. Quemados y nómadas.

Permanecí un rato en el balcón antes de sentarme a escribir esta crónica mirando las estrellas y pensando en Marianao, Bauta, La Habana. Hace años Guillermo Cabrera Infante fue interpelado en una presentación en la librería Laie por un muchacho recién llegado de Cuba. Este le preguntó si no echaba de menos el sol de Cuba en sus días de exiliado en Londres. Guillermo se mesó el cabello, seguramente pensó que ya era hora de acabar la tanda de preguntas y le respondió arrastrando las sílabas: «Hay muchas cosas que no sé, joven, pero una le puedo decir con toda seguridad: el sol que a veces sale en Londres es exactamente el mismo astro que me molestaba muchísimo cuando yo vivía en Cuba».

Es lo único que odiaba yo de Marianao: aquel Sol inclemente.