Un hombre, un sofá. Foto: M.

Un hombre, un sofá. Foto: M.

Anoche soñé que iba en bicicleta calle abajo, apartaba las manos del manillar y saludaba a los vecinos que habían salido al balcón a vitorearme. Después estuve un rato pedaleando en el balcón en la bicicleta estática. Bien sujeto al suelo, preso y sin brisa que me acariciara la cara, la etapa se me hizo muy cuesta arriba.

Me senté a la mesa de trabajo con gran contento, no obstante, como si adivinara una jornada mejor que la de ayer, que fue de escaso provecho. Antes M. había vuelto de bajar a Bruno con ese encendido entusiasmo que es propio por igual de las mujeres infieles y las muy enamoradas, una circunstancia que suele confundir a maridos y confesores. Las posibilidades de que me sea infiel en este régimen de cautiverio son ciertamente nulas, si bien los más de treinta días encerrados tampoco es que alienten amores coloreados de rosa. Debatimos qué comer. Entre salmón y chuletas de cerdo de la raza Duroc, a la plancha en ambos casos, ganaron las segundas. También acordamos que las preparara ella, mientras que yo cocinaré la comida de mañana, cuya naturaleza también firmamos ya, aprovechando la reunión.

Al concluir, ella de camino a su mesa y yo avanzando hacia la mía, tropezamos, y sentí su codo clavado en mi espalda. «¿Me has empujado?», pregunté. «¡Qué va, mi vida!», dijo sin mirarme. Volví al sofá y me tumbé unos minutos para que se me pasara el dolor. Después supe que ella había aprovechado ese momento de debilidad para tomarme unas fotos.

El trabajo me devolvió el sosiego como cada día. Los censores de Vasili Grossman, cuyos tachones restituyo para la próxima edición española a partir de la inglesa, no paran de irritarme. Ya te he contado el repelús que les dan cucarachas y chinches, como a impúberes muchachas. Y el cuidado que ponen en ocultar a los cobardes, los derrotados y los derrotistas. Pero Grossman es un cronista de mirada clínica y sabe que la literatura, como la historia, se hace con todos los mimbres para que valga más el cesto. Así, se permite estos dardos dedicados a sus colegas soviéticos de la pluma, pero también a los censores que lo leerán enarbolando las tijeras. Es la escena de la retirada de un cuerpo del Ejército rojo ante el avance alemán sobre Stalingrado:

«Krímov miró a los soldados heridos que se habían dejado caer a ambos lados de la carretera con sus rostros sombríos y las cabezas gachas y se preguntó si entrarían en las páginas de los libros que hablarían de la guerra. Ciertamente, el espectáculo que ofrecían no parecía apropiado para quien quisiera adornar la guerra con vistosos ropajes. Recordó la charla que mantuvo una noche con un viejo soldado… Los autores de los libros futuros harían bien en ahorrarse conocer conversaciones como aquella… Tolstói lo tuvo más fácil, claro, porque escribió su libro grandioso… cuando el horror de toda la sangre derramada quedaba lejos y la memoria solo guardaba los aspectos grandiosos y luminosos de la guerra».

Es un sublime ejercicio de ironía el de Grossman. Y también una manera muy efectiva de poner al censor entre la espada y la pared. Entre Escila y Caribdis, para decirlo en prosa. De retarlo: «Te he dicho que estos no salen en los libros, pero decídelo esta vez tú», le viene a decir. Y el censor, rabioso, burlado, cabrón, tachó todo eso. No entraron los «rostros sombríos» ni las «cabezas gachas» en el libro que leería el pueblo soviético. Ah, idiotas: ¡no saber que las gestas lo son más aún cuando sabemos de la presencia de los cobardes, los vencidos, los pusilánimes y los desertores!

Sabía Grossman, debe saber cualquiera, que sobre el fondo de la cobardía y la deserción sobresale mejor el valiente, el echao’pa’lante, ese héroe sublime en la literatura como en la vida que es el hombre común puesto a prueba. Hay miles de hombres y mujeres patrullando la pandemia, surcando la peste, estos días: doctoras y enfermeros, policías y camilleros, cajeras de supermercado y enterradores. Conozco a algunos. Me sorprendió la naturalidad con la que escriben y conversan hasta que comprendí que solo ellos pueden sorprenderse, no yo. Ellos, por los números, el escenario, la desmesura, el reto bioético, el cansancio físico y el agotamiento, el fastidio moral. ¿Por qué me iba a sorprender yo, aquí confinado?

A diferencia de lo que sucede en la guerra, donde el contable se convierte en fusilero, el maestro en zapador y el dependiente de unos grandes almacenes en el tipo malencarado que maneja el obús, los héroes de este tiempo y estos días son gente con un oficio que ejercen. Y en esa matemática simplicidad, en esa correlación administrativa, radica la normalidad de esto que los políticos y los poetas quieren llamar guerra sin serlo. Sin serlo ella, ni a veces ellos. Una normalidad que engordó esta suerte de realidad aumentada hasta tornarla anormal por unos días, unas semanas.

Es extraordinario el número de personajes literarios que habrán dado a luz estas semanas. La cuestión será ver qué hacen con ellos los escritores, que en estos tiempos ligeramente distintos de los que habitaba Grossman, son censores de sí mismos y fabricantes de héroes que le endulcen la tarde al público de la «posguerra» falaz que ya anuncian. Porque no hay posguerras que sigan a guerras que no fueron. Y a nadie se le ocurrirá parir la palabra «post-emergencia», esa cosa fea.

M. me avisó de que Andrea Bocelli… Pero no estaba yo para gorgoritos. Volví a la bicicleta y la miraba desde el balcón al otro lado de la puerta cerrada.
La pandemia no ha conseguido aflojarme los esfínteres del gusto. Los primeros días llovían los anuncios de museos y óperas, conciertos, puestas teatrales y ballets: el mundo entero en streaming gratuito por compasión. ¡Hasta PornHub regalaba sus pirouettes!

Pero la compasión, esto lo enseña leer a Grossman y a Tolstói, hay que reservarla para los enfermos y los muertos. Los sanos, como los héroes en nómina y en gloria civil de estos días, hemos de seguir operando con los criterios de eficacia y razón aprendidos en el oficio de vivir, que es el oficio de ganar hasta el momento exacto en que deja de serlo. Hasta que la cruda realidad que censa en el Registro civil, que es como censurar en la novela de la vida, deje inscrito con su tachón que por una y definitiva vez el oficio de ganar lo ha sido de perder.