Compañero Jesús Díaz:
No te conocía personalmente. Todas las noticias que tenía de ti eran buenas. Tu triunfo en el Concurso de la Casa de las Américas me alegró, pues la Revolución necesita formar nuevos valores, y una preciosa cantera es la juventud de vanguardia.
No esperé que levantaras tu voz, desdeñosa, poniendo mi caso como centro de toda la problemática intelectual de Cuba.
De tu coraje juvenil y revolucionario yo esperaba, en realidad, una denuncia valiente a tantos problemas que afectan el mundo de nuestra cultura, y que van creciendo por día. Pero tú quisiste cerrar los ojos ante ese dilema, y disparar contra el punto que te pareció más débil y que si no es el más brillante tampoco es el más oscuro.
Tú eres un joven valioso, con veinticuatro años, viviendo en una sociedad que te abre todos los horizontes, por lo que no tendrás que forjar tu cultura contra viento y marea, a fuego y sangre, como algunos artistas del pueblo que teníamos que dejar de comprar un pantalón para comprar un libro, y hemos llegado a esta alta hora de la Patria sangrando.
Para acabar de diamantar tu vida, sólo tienes que cuidar celosamente el no ser injusto en ningún momento. La injusticia afea a los hombres.
Mira, a los veinticuatro años se puede ser genial en cualquiera de las manifestaciones del arte, pero un crítico cabal… difícilmente. En esa edad, la pasión puede enturbiar los cristales de la realidad, y el crítico debe ser sereno y consecuente.
No hay tampoco en ese pedazo de tiempo azul una visión de conjunto de la vida y todas sus manifestaciones, para poder enjuiciar una obra, cuyos ángulos pueden ser muy diversos.
Además, por mucho que se haya estudiado, no es posible a un hombre de veinticuatro años tener acumulados los conocimientos suficientes para emitir aseveraciones absolutas. Recuerda que Sócrates aconsejó al rapsoda Ion que para hablar de Homero no bastaba conocer sus poemas y repetirlos de memoria, sino profundizar en todas las cuestiones que el poeta canta. Le dice, entre otras cosas, que hay partes del gran poema que mejor entendería un pescador, un cochero, un guerrero, que un erudito.
Este consejo socrático te demuestra cuán extenso es el campo de la crítica, escabroso camino donde el que no entra limpio de prejuicios, despojado de estampas previas, envidias y rivalidades, sin una mirada capaz de abarcar toda esa amplitud, puede ser fácilmente injusto. Y esto no es bueno para quien, como tú, aspira a ser un Hombre Comunista.
Un día, estimado Jesús, alguien escribirá un libro, que será inmenso, con todas las equivocaciones e injusticias de los críticos, antólogos y profesores a lo largo del proceso literario, sin que esto quiera decir que no hayan existido críticos justos y alumbradores. Pero ha habido casos tristes. Los críticos y eruditos de Boston, los que parecían infalibles, llamaron a Mark Twain “el salvaje”, “mediocre humorista”, “inculto y rebelde”. ¡Y ya ves, el maestro Hemingway, desde la cumbre de su gloria, dice: “Toda la literatura moderna ha salido de un libro de Mark Twain llamado Huckleberry Finn”!
Nuestro Cucalambé sufrió las mismas injusticias. Los “cultos” lo llamaron cimarrón, “salcochador de yerbas”, “guajiro inculto”. Mitjans y Calcagno, indiscutibles valores de nuestra cultura, cayeron en tremendos errores en sus juicios sobre el poeta de «Hatuey y Guarina», porque los confundió la idea previa que tenían del cubanísimo cantor. Lo creían un iletrado hacedor de décimas y el tunero había leído a Teócrito en las traducciones francesas y poseía nociones de latín. Pero como no trasladó, en imitación servil, a Grecia, ni a Roma, ni a España, para Cuba, sino que buscó los jugos de su poesía en las entrañas de su propia tierra, y cantó como los campesinos de su Patria, no como los pastores de Teócrito, ni como los campesinos de Llorado, Virgilio y Garcilaso, ese olor inmediato a café y a jengibre fue despreciado como vulgar por los exquisitos catadores, mientras que entraba y se eternizaba en el corazón del pueblo.
Más tarde, Enrique José Varona, José Antonio Portuondo y Samuel Feijóo lo colocaron en su debido lugar poético e histórico.
Despectivo, cruel, fue Jorge Mañach con Rubén Martínez Villena. El tiempo ha pasado y la poesía de Martínez Villena vive, porque lo que alcanza a conmover no muere. Y si Mañach fue injusto, el Dr. Raúl Roa, de mirada más amplia, ha estado dispuesto a defenderlo, junto al pueblo que es su mejor sostén.
Son innumerables los casos que yo te pudiera enumerar y que tú conoces. Pero bastan esos como ilustración.
Te cito estos valores, víctimas de injusticias o precipitaciones, no para compararse con ellos, sino para alertarte de algo que pudiera afear con una injusticia tu carrera literaria de brillante inicio. Suavizando el final de un soneto de Joaquín Dicenta, yo te diría: “El triunfo no autoriza a ser injusto”.
Permíteme, Jesús, que me refiera ahora, sin ningún rencor, porque si nos separa un criterio estético nos une y abraza la Revolución, a los puntos que yo creo injustos o equivocados en tu juicio emitido en “Arte y Literatura” el viernes pasado (22 de julio).
Comienzas tu crítica planteando la necesidad de que surja un Homero capaz de cantar las grandezas de la Revolución, en lo cual coincidimos. Seguidamente, con marcado desprecio, afirmas que ese no puedo ser yo. Debo preguntarte: ¿Y acaso lo pretendo? ¿Soy yo el único, entre tantos buenos y malos, que no puede serlo?
Más adelante, descargas furiosamente contra las décimas, indiscutible vehículo expresivo de nuestros campos, y te eriges en enemigo implacable del canto popular.
Y no sabes, ¡oh, Jesús!, que para que surja ese Homero que tú reclamas, hay que estimular y multiplicar la presencia de los juglares, pues sin juglaría no puede haber Homero. Homero es la culminación de una larguísima secuencia de poetas populares.
¿Quién será el Homero de Cuba? El gran poeta futuro que sepa recoger, depurar y organizar la centenaria obra poética del pueblo, en una síntesis feliz, que no sería otra cosa que la epopeya de la Patria.
He ahí la base indispensable para que surja Homero. Y tú quieres, de un golpe, con la misma ira de los trovadores cortesanos contra los juglares, hacer desaparecer esa base, creyendo que puedes encontrarla en Londres, en Nueva York, en París o en alguna de esas forzosas originalidades.
Quiero recordarte que los trovadores cortesanos y los sabihondos de clerecía se superestimaban y sentían un desprecio infinito por la juglaría que, humilde y calladamente, estaba creando las modernas lenguas literarias y los dialectos, donde luego cantarían grandes genios españoles, franceses, italianos y de Latinoamérica.
¿No te parece, mi buen Jesús, que un pobre diablo que te hable de estas cosas, que pueda señalarte tamaña contradicción, no es el guajiro cimarrón que tú te has imaginado, cantando silvestremente y sin ton ni son?
Tu desdén hace en la estampa previa que tienes de mi persona, en el recuerdo estorbante de mi procedencia de la juglaría campesina, en la esquivez al primitivismo de mi seudónimo, todo lo cual influye en tu estado de ánimo para verme como un irresponsable, como un guajiro injusto que planta sus botas enfangadas en el Palacio de las Bellas Artes.
Yo lo sé y simplemente me sonrío.
Si hay algo que no te perdono es que me hayas obligado, desde el olimpo de tu desdén, a hablar de mí, cuando hay tantas cosas importantes de qué hablar.
Pero como quiera que pretendes presentarme como un atrevido que, ignorante de la técnica del arte, se pone a versificar con brusca rusticidad, voy a citarte algunas opiniones que en torno a mi libro Estampas y elegías vertieron algunas personalidades que, en cuestión de literatura, saben largamente más que nosotros:
Juan Marinello: “Me ha interesado mucho la porción elegiaca de su libro. Hay mucha emoción en los poemas dedicados a llorar al hijo muerto. Hay momentos muy bien cristalizados y hallazgos de forma y matiz de innegable valor. En suma, que hay buena poesía en su libro, que sus logros son notables y que se toca madera para tocarlos mayores”.
Agustín Acosta: “Poetas como usted son los que Cuba necesita para que la canten y la singularicen sus hermanas de América”.
Antonio Mediz Bolio, poeta y dramaturgo mexicano: “Por una feliz casualidad y gracias a la benevolencia de un amigo mío, he podido gozar de la lectura de su libro Estampas y elegías. Me ha producido una honda y deliciosa impresión. En el viejo molde de la décima –medio de expresión literaria del arte popular cubano– usted labra maravillas de imagen y crea esencias de finísima y honda emoción”.
Rafael Suárez Solís: “Homero es el enorme poeta niño. El mundo nace, Homero canta. Es el pájaro de esa aurora. Homero tiene el candor de la mañana. Casi ignora la sombra. El caos, el cielo, la tierra. Y usted es en Cuba el heredero de todo eso, la constancia de la popularidad, sin más combinaciones estéticas que las imprescindibles al arte de la nueva metáfora, para la que está mejor preparado el pueblo que la Academia; porque lo que la Academia hace es piedra filosofal, oro de alquimia, y no el oro de la palabra, que, si no nace del pueblo, muere en el pueblo, que es como el morir en la poesía”.
Similares estímulos recibí de Regino Pedroso, Manuel Navarro Luna, Félix Pita Rodríguez, Antonio Rodríguez Méndez y otros. Todavía el compañero Cepero Brito recuerda que Emilio Ballagas, en una entrevista que le hiciera él para CMQ, entre los poetas que citó con grandes posibilidades hablaba de mí muy favorablemente.
No fueron pocos los premios que alcanzaron mis versos y mi prosa en distintos concursos literarios, como el “Víctor Muñoz”, el “Juan Gualberto Gómez” y el interamericano “República de Haití”, de cuyo jurado fue presidente el Dr. Raimundo Lazo, profesor de Literatura de la Universidad de La Habana. Al triunfo de la Revolución, obtuve el Primer Premio en el Concurso Nacional de Poesía convocado por el Ministerio de Educación con la “Marcha Triunfal del Ejército Rebelde”, dado por los miembros del Jurado Andrés Núñez Olano, Enrique Labrador Ruiz y Enrique de la Osa.
Atormentado por lo que me parece una inmodestia mía, traigo a colación estos honores, mientras me callo los más grandes, porque tú maliciosamente quieres reducirme a un simple decimero de consignas, lo cual no me deshonra, escondiendo los ángulos que pudieran ser más brillantes.
Tanto el libro Estampas y elegías como Boda profunda, que le sigue, tuvieron una calurosa acogida favorable.
Es decir, que, al triunfo de la Revolución, ya yo había superado la etapa del simple versificador y la crítica más seria me distinguía como poeta. Eso lo ignoras o quieres ignorarlo. Lo primero es perdonable; pero lo segundo no es nada limpio.
Cuando surgió la lucha ideológica por la consolidación revolucionaria, algunos jefes de la Revolución –y por cierto nada incultos– estimaron que mi versificación cotidiana podía ser útil como vía graciosa y sutil para llevar a nuestros campesinos y a nuestros obreros el mensaje de la Revolución.
No fueron pocos los que me aconsejaron que no aceptara esa tarea, pues “me iba a quemar y a perder el lugar que ya había alcanzado en nuestra intelectualidad”.
Yo pensé que, si veinte mil cubanos se habían inmolado por la justicia y la libertad, no era ninguna hazaña que yo inmolara mi vocación. Y como me convencieron de que aquel trabajo era necesario, lo hice gustosamente, soltando el violín, que ya estaba bien afinado, y tomando nuevamente la humildísima bandurria.
Pero no creas que entré por este camino a ciegas. Yo sabía que es tradición española e hispanoamericana cantar, con ingenuo asombro, los acontecimientos, desde el más simple hasta el más complejo, y por eso la sección “Al son de la Historia” triunfó nacionalmente. Porque este módulo no venía de Londres ni de Nueva York, sino de nuestra sangre, de nuestra idiosincrasia. Y en esa trinchera, sin pretensiones, canté desde el problema de la mosca Lixofaga hasta la gloria de Camilo. Trabajo que realicé durante siete años, sin cobrar un solo centavo y extendiéndolo a los frentes de combate, a las fábricas, a los talleres, granjas y cooperativas.
He recibido en esta labor el estímulo diario del pueblo que me solicita aquí y allá; alentadores elogios de algunos dirigentes nacionales; Vilma Espín y Blas Roca me trajeron este recado de la Pasionaria: “El espíritu del Romancero Español está en los versos del Indio Naborí. Siempre los leo con gusto y emoción”.
Yo reconozco que hay muchos de carácter transitorio y que sólo cumplieron un rol de tiempo y espacio. Pero es injusto o despistado poéticamente el que llame décimas a todo lo que yo he escrito en esta cotidiana labor, pues todas las combinaciones métricas, desde las más antiguas hasta las más modernas, han estado en juego en todo ese poemario cotidiano, al cual no renuncio, porque si aisladamente pueden ser intrascendentes muchos versos, yo sé que en la unidad tienen cierto valor. Si no pueden constituir la epopeya, serán, aunque tú lo dudes, apuntes emocionados para ella.
Sin embargo, tú dices que son de relativa efectividad política, después de haberlos despojado de todo mérito artístico.
Ese punto no voy a discutirlo. Pregúntale al Partido y a las otras organizaciones revolucionarias.
Si un día esa labor, que tanto te molesta, no fuese necesaria, no habría que trucidarme. Bastaría que el Partido me dijera: ¡Ya! En cualquier frente de la Revolución yo estaría contento.
Pero mientras que haya una organización revolucionaria que me lo solicite, lo seguiré haciendo gustosamente, y sin ningún disgusto por el encargo, pues no me piden nada que no esté en mi corazón.
Y si esto me impidiera hacer una obra más alta, yo pensaría en Antonio Machado, el poeta que hubiese cambiado toda la gloria y el reconocimiento académico por una redondilla que el pueblo se aprendiera y cantara. Yo tuve el honor de que medio millón de cubanos corearan mi poema “Marcha triunfal del Ejército Rebelde”, frente al Palacio Presidencial, el 9 de enero de 1959.
¡Caray, Jesús, me estás volviendo vanidoso! Y esto no es bueno. Hay que ser modesto, sencillo, más en una hora en que hay tantos méritos callados y efectivos. Valga la autocrítica.
Quiero decirte, finalmente, que por tradición las revistas y periódicos de España y Latinoamérica siempre han recogido la versificación popular (y es culto hacerlo) sin que los grandes artistas se hayan molestado de la presencia de los juglares en la prensa, la radio o la televisión.
Y si eso fue así ayer, sería absurdo que una Revolución de obreros y campesinos desterrara el arte popular, única base del futuro Homero, por el escrúpulo de unos nuevos intelectuales aristocratizantes.
Para medir tu inmadurez, pues no quiero creer que sea innobleza, sólo hay que comparar tus palabras con las serias y profundas de Nicolás Guillén y Alejo Carpentier. No desprecian a nadie, creen en la efectividad del conjunto, y eso sí es homérico.
También es de extrañar que tú, en los libros cubanos que recomiendas, no coincidas con ellos en destacar libros tan fundamentales como La historia me absolverá y las Obras completas de Martí.
Es que estás todavía, querido Jesús, en ese tiempo ingenuo en que la palabra, sólo por el sonido, vale más que la sangre. Es decir, hay talento, pero aún persisten la superficialidad y la precipitación.
Todo eso te vendrá por añadidura. Sé que tienes talento y hay en ti madera para tallar un gran espíritu. ¡Ojalá que seas tú el Homero que Cuba y América necesitan! Cuando lo seas, para sorpresa tuya, me sentirás cantando dentro de tu corazón.
Recibe un abrazo y la amistad sincera de,
Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí
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