El pasado domingo 2 de julio, a las 7:30 de la mañana, un tiro calibre 12 le estalló en el cráneo a Ernest Hemingway. Apretó el gatillo conscientemente (o se le escapó el disparo) mientras limpiaba su escopeta de caza en una cabaña de los bosques de Idaho.

Nació en Illinois y murió en Idaho. Ambas son regiones del interior de Estados Unidos. Pero entre esos dos hechos decisivos sintió profundo apego por una tierra mucho más tierna y cruel: España. Lo último que publicó antes de morir fue un relato de su regreso a España en 1953 después de quince años de ausencia: “Nunca esperé que se me permitiera volver al país que yo amaba más que a cualquier otro país después del mío y al que no pensaba regresar mientras algún amigo de allí estuviera encarcelado”, afirma en Verano sangriento. Además, vivió intermitentemente a partir de 1939 en otro país de habla española: Cuba.

¿Cuál es la verdadera relación entre Hemingway y nuestra cultura española? ¿Fue una cosa epidérmica −de turista aficionado a los toros, de diletante oxpatriado− o caló más hondo en las maneras de vivir y expresarse de nuestros pueblos?

Su muerte demuestra que Hemingway no era un hombre superficial. Demuestra que sí habló de vivir para el peligro, supo morir con arrojo cuando la hipertensión, el endurecimiento de las arterias y la amnesia parcial lo privaron de toda dignidad vital. Es cierto que cuando sus libros hablan de España o Cuba por mucho que admiremos al escritor no se puede dejar de pensar: “Todo esto es superficial, sólo un español o un cubano pueden hablar con propiedad sobre estas cosas. Él no puede comprender las corridas de toros. Él no puede saber lo que ocurre de verdad en la cabeza de un pescador cubano”. Puede que existan granos de superficialidad, pero su muerte y el análisis minucioso de su obra desmienten en gran medida esta actitud chauvinista. Él amó profundamente a los hispanos y a todas sus manifestaciones.

Como en todas las cosas: lo primero que ve la gente es lo anecdótico. El mito de Hemingway ha opacado un poco las contradicciones de su personalidad. Era un hombre rudo y dinámico. Al mismo tiempo era tímido y sentimental. La imagen vulgar de la relación entre el novelista y España es esta: “Lo que más le gustaba del país eran las corridas de toros. Los toros lo volvían loco. Le encantaba el vino español. En las fiestas de Pamplona tomaba el vino directamente de una bota”. Así piensan muchas personas.

Hemingway sería un individuo detestable si sólo se hubiera interesado por la España de “toros y panderetas”. En España el escritor encontró una actitud frente a la vida que correspondía con su propia experiencia.

A Hemingway no le hubiera impresionado tanto la crueldad del mundo moderno si no hubiera sido un muchacho frágil y sentimental. De niño estudió el violoncelo. En nuestro tiempo, su primer libro, mezcla relatos de criminales ahorcados, guerra y toros, con cuentos de la vida idílica de un muchacho en los bosques de Michigan. Sólo un sentimental empedernido puede describir así la pesca: “La trucha debe estar en alguna parte del fondo, detenida encima de la grava, abajo donde la luz no llega, en algún tronco, con el anzuelo en la boca. Nick sabía que los dientes de la trucha hablan atravesado ya la púa del anzuelo. El anzuelo seguro que estaba enterrado en la quijada del animal. Seguro que la trucha estaba furiosa. Cualquier cosa de ese tamaño estaría furiosa”.

Junto a la plenitud de la vida sensorial, la muerte lo persiguió: “Colgaron a Sam Cardinella a las seis de la mañana en el corredor de la cárcel local”, así comienza el relato que precede a la pesca de la trucha.

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¿Qué tiene que ver todo eso con España? Ese agudo contraste entre la vida y la muerte es una característica de la existencia española. Hemingway quiso mantener la ternura de su adolescencia frente a la crueldad que encontró en el mundo. Este contraste lo encontró en España. En Por quién doblan las campanas, Hemingway habla de esta dualidad: “Esas son las flores de la caballerosidad española. ¡Qué clase de pueblo! ¡Qué hijos de perra han sido desde Cortés! Pizarro, Menéndez de Ávila, y a todo lo largo de su historia, hasta llegar a Enrique Lister y Pablo. Y qué pueblo más maravilloso. No hay mejor ni peor pueblo en todo el mundo: ni gente más bondadosa y más cruel”.

Sintió la muerte como un español: “Todo relato, llevado a su conclusión lógica, termina en la muerta; ningún buen escritor puede este hecho”(Muerte al atardecer).

En España Heminguay encontró verdadera amistad entre los hombres, sin que esa amistad [ILEGIBLE]. Tenesse Williams dijo que “lo que más admiro en Heminguay es que vive preocupado con el honor entre los hombres, y no hay búsqueda más desesperada que esa”.

El símbolo del honor sigue siendo el caballero español.

Los toros para Hemingway son un símbolo de esa lucha por mantener el honor, por no retroceder ni acobardarse ante la fuerza bruta de la vida que personifica el toro. Las corridas de toros me repugnan personalmente, creo que Hemingway ha exagerado su importancia, pero comprendo el uso literario que hace de la tauromaquia. Después de su última visita a España declaró al periódico francés Arts:

Regresé a España en peregrinación amorosa, pero quedé profundamente decepcionado. Los republicanos de entonces, con quienes combatí en Asturias, casi todos han desaparecido. La corrida ya no es un mito, sólo van los turistas. Los toreros, los mejores picadores, se casan con actrices e hijas de los nobles. Matan en la arena sin pasión alguna, evitando con cuidado el peligro, el número conveniente de toros con cuernos increíblemente cortos y peso sorprendentemente reducido, para comprar luego una fábrica de algo. Los viejos que recuerdan a Belmonte, Joselito, Marea, Bienvenida y Manolete, ven a Dominguín y exclaman: “Gitanillo no era nada, pero pudo haber sido tu maestro”.

La mayoría de los críticos de la obra de Hemingway ha querido reducir la influencia de España a una afinidad temperamental, a un tema a través del cual el novelista expresó su visión de la vida. Hay algo más. A cualquiera que se detenga a pensar, tiene que ocurrírsele que si Hemingway amó profundamente a España, debió de leer su literatura. Ningún crítico norteamericano o europeo, que yo conozca, ha estudiado esto a fondo. Ninguno se ha preguntado por la influencia española en la obra de Hemingway. Hablan de la influencia de Mark Twain, Sherwood Anderson y Gertrude Stein, pero pasan completamente por alto a Pío Baroja. Esto se debe a dos cosas: a la confabulación que existe en la mayoría del mundo para restarle importancia a la cultura española (a Picasso lo consideran más francés que español) y a la ignorancia de su literatura en el extranjero, fuera de dos o tres obras ampliamente traducidas del Siglo de Oro.

El español como idioma ha influido en el estilo de Hemingway. Cada idioma encierra una manera de ver el mundo. En cada idioma las mismas palabras tienen una carga emocional diferente, un matiz desconocido en su sentido. “Sólo existe el ahora, entonces es lo que hay que exaltar y estoy muy satisfecho de su existencia. Now, ahora, maintenant, heute. Ahora… parece extraño que una palabra así contenga todo el mundo y nuestra vida, “piensa Robert Jordan en Por quién doblan las campanas.

Hay palabras y fenómenos gramaticales en la lengua española que Hemingway ha tratado de incorporar a su inglés. Añora el sexo de las palabras:

Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pecadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban altos, empleaban el articulo masculino, le llamaban el mar.

Comentando él éxito literario de El viejo y el mar, Hemingway declaró: “My luck, she is still running good. (Mi suerte, ella todavía va bien)”.

En inglés no es tan frecuente como en español el uso de nombres como “el moro, el cojo, el sordo, el loco”. Algunas de estas formas nominales son inclusive gramaticalmente incorrectas. En el cuento “Nadie nunca muere”, Hemingway las emplea: “We’ll take this crazy to headquaters. (Nos llevamos a esta loca para el cuartel”.

En Por quién doblan las campanas, además de las numerosas frases y expresiones en español, el inglés que emplea el novelista está españolizado. Hemingway traduce directamente expresiones como “algo raro” y “mucho caballo”, expresiones que en inglés son desconocidas e incorrectas: “very rare, much horse”. El “cogiste miedo” lo traduce literalmente; “Thau hast caught fear from them like the others”. En lugar de emplear el apóstrofe en “Pablo’s wife”, dice “the wife of Pablo”. Los ejemplos son numerosos. El mismo protagonista disfruta traduciendo sus pensamientos al español: “Back to the palace of Pablo”, Robert Jordan told Anselmo. It sounded wonderful in Spanish” (“Regresemos al palacio de Pablo, Robert Jordan le dijo a Anselmo. Sonaba extraordinariamente bien en español”.

La prosa de Hemingway está cerca del español de El lazarillo de Tomies. Un lenguaje directo y de una gran fuerza descriptiva, sin una palabra de más:

Salimos de Salamanca, y llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal y, allí puesto, me dijo:

—Lázaro; llega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro dél.

Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y dióme una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y dijome:

—Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo.

Y rio mucho la burla.

Es realmente atrevido establecer un paralelo entre El lazarillo y Hemingway, pero conviene destacar la semejanza. Muchos escritores nuestros han descubierto la simplicidad y el realismo descriptivo en las obras de Hemingway, cuando nuestra literatura introduce importantes elementos realistas en la literatura occidental, especialmente en el caso de la influyente novela picaresca. Muchos escritores olvidan la corriente antirretórica, de simplicidad huesuda, que atraviesa la literatura española. Muchos asocian la literatura española con lo retórico y ampuloso, con el barroco de Góngora o la prosa fatigante de José María de Pereda o Gabriel Miró. Ese es el español de la decadencia, el español empleado para escamotear los hechos, para crear una superestructura estética por encima de la realidad social, de la fuerza medular del idioma popular. Es difícil encontrar en otro idioma una novela tan concisa y clara como El lazarillo de Tormes.

En nuestra época Antonio Machado y Pío Baroja han rescatado la claridad expresiva de la lengua española. En la primera página de Juan de Mairena, Machado desenmascara la retórica hueca. Mairena le pide a uno de sus alumnos que ponga en lenguaje poético la siguiente frase: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”. El alumno escribe en la pizarra: “Lo que pasa en la calle”, y Mairena lo felicita.

No creo que El lazarillo y Machado hayan influido directamente en las novelas y cuentos de Hemingway, aunque este los conocía bien. Empecé por apuntar contactos de tipo general.

Entremos ahora en la influencia directa de Pío Baroja en la obra de Hemingway. El novelista tenía un concepto casi científico del idioma: “Lo que un idioma necesita, principalmente, es exactitud, precisión, y el español literario no la tiene. No tiene precisión la lengua de Valle Inclán, ni la de Ricardo León, ni la de Miró. Una prosa que se elabora pensando mucho en el sonido de las palabras no puede tener exactitud ninguna y tiene que marchar lógicamente a expresar vaguedades”. Hemingway suscribiría este concepto del idioma. En Verdes colinas de África, nos dice refiriéndose a Hawthorne y Emerson: “No usaron las palabras que la gente siempre ha empleado al hablar, las palaras que perdura en la lengua”.

Baroja comienza a escribir con el siglo. La busca, por ejemplo, es de 1904; El árbol de la ciencia, de 1911. En el estilo indirecto y el empleo de los temas modernos, Baroja antecede a la mayoría de los escritores aclamados más tarde como los barómetros de nuestra época. Antes de que nadie Baroja habló del desarraigo y la angustia del hombre moderno, de la importancia de la técnica y la economía, de la necesidad de actuar en el mundo para sobrevivir. El hombre de acción es personaje mimado en las novelas de Baroja.

Hemingway publica su primera novela, El sol también sale, en 1927 y Adiós a las armas en 1929. Ya para esa época la obra de Baroja era conocida en el extranjero. Es la época en que traducen sus principales novelas. El editor inglés de Baroja fue la editorial Knopf de Nueva York: La feria de los discretos, 1927; César o nada, 1919; Juventud y egolatría, 1920; La busca, 1922; Mala hierba, 1923; Aurora roja, 1924; El árbol de la ciencia, 1931. Antes de escribir sus primeras novelas, no cabe duda, Hemingway ya había leído varias novelas de Baroja; si no las leyó en español, las leyó en inglés.

Escribe Baroja en sus Memorias (1918):

En la literatura actual, sobre todo en Inglaterra y Estados Unidos, hay muchos autores cuyas obras se parecen a las mías. No es que yo pretenda que me hayan leído o imitado, sino que han seguido una trayectoria parecida a la mía. Huxley, Somerset Maugham, Hemingway, Dos Passos se parecen a mí en los asuntos y en la manera. Lo cual quiere decir que mi tendencia no es absurda ni extravagante, sino algo que ha venido llevando por la corriente de la época”.

 

—Eres muy valiente, Juan −murmuró Martín.

—¡Rah!

—Sí, muy valiente.

Sonaron las horas en el reloj da la iglesia.

—Son las ocho −dijo Juan−; me voy a casa. Tú mañana te vas, ¿eh?

— Sí; ¿quieres algo para allá?

—Nada. Si te preguntan por mí, diles que no me has visto.

—¿Pero es tu última resolución?

—La última.

—¿Por qué no esperar?

—No. Me he decidido a no retroceder nunca.

 

—Llegué tarde −dijo ella−. Tenía mucho que hacer. ¿Cómo estás?

Le hablé de mis papeles y de la licencia.

—Es maravilloso −dijo ella−. ¿A dónde quieres ir?

—A ninguna parte. Quiero quedarme aquí.

—No seas tonto. Escoge cualquier lugar y yo Iré también.

—¿Cómo vas a resolverlo?

—No sé, pero lo haré.

—Eres extraordinaria.

—No, no lo soy. La vida es fácil cuando uno no tiene nada que perder.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Pensaba que los pequeños obstáculos en otra época parecían enormes.

El primer diálogo es de Aurora roja y el segundo de Adiós a las armas. Ambos, sin embargo, parecen escritos por el mismo novelista. El tono contenido. La conversación aparentemente trivial para expresar cosas profundas. El pudor: cuando Martín le dice a Juan qua es valiente, este responde: “¡Bah!”. Cuando él dice que ella es maravillosa, Catalina responde: “No, no lo soy. La vida es fácil cuando uno no tiene nada que perder”.

Baroja y Hemingway tienen la facilidad de despertar el interés del lector desde las primeras líneas de sus libros. “Era un viejo que pescaba solo en un bote en la Corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había llevado consigo un muchacho”. Así comienza El viejo y el mar y así La feria de los discretos: “Se despertó Quintin, abrió los ojos, miró a derecha y a izquierda, y entre bostezo y bostezo, exclamó: —¡Si estamos ya en Andalucía!”. Esta facilidad viene cuando el estilo se ajusta al pensamiento del escritor, sin añadirle nada para decorar artificialmente la expresión.

A esta relación estrecha entre la palabra y la acción se refería Sartre al decir:

Cada oración se niega a explotar el momentum acumulado por la oración anterior. Cada una es un comenzar de nuevo. Cada oración es como una fotografía de un gesto o un objeto. Para cada nuevo gesto o palabra hay una expresión nueva… Inclusive en Muerte al atardecer, que no es una novela, Hemingway mantiene ese estilo narrativo abrupto que dispara cada oración desde el vacío con una especie de espasmo respiratorio. El estilo es el hombre.

En Baroja ocurre lo mismo.

Baroja, el individualista acusado tantas veces de egolatría, peca de humildad al ignorar que el novelista norteamericano conocía a fondo su obra. En octubre de 1956, Hemingway visitó a Baroja en su cama de moribundo. Le llevó un ejemplar de Adiós a las armas con esta dedicatoria: “A don Pío, en homenaje de su discípulo”. Además, le llevó un suéter y unas medias del más suave de los casimires y una botella de whisky escocés. Hemingway le dijo con la voz entrecortada al enfermo: “Permita que le ofrezca este pequeño tributo a usted que tanto nos enseñó cuando éramos jóvenes y queríamos ser escritores. Deploro el hecho de que no haya recibido el premio Nobel, especialmente cuando ha sido otorgado a tantos que lo merecían menos, como yo, que soy sólo un aventurero”.

El moribundo exclamó: “¡Caramba!”

Al mes siguiente murió Baroja y Hemingway acompañó el entierro hasta el cementerio civil de Madrid.

Hemingway vivió en Cuba desde antes de la II Guerra Mundial. Igual que pescó agujas a lo largo de nuestras costas y bebió daiquiris en El Floridita, Hemingway leyó a algunos escritores cubanos. Lino Novas Calvo, Carlos Montenegro y Enrique Serpa están muy cerca de su mundo imaginario. Enrique Serpa un es escrior muy irregular; tiene grandes cursilerías y algunos aciertos. Hay un cuento en Felisa y yo (1937) que tiene enormes semejanzas con El viejo y el mar. Es posible que Hemingway no haya leído La aguja, pero también es posible que lo haya leído. Ahí está el cuento para probarlo:

Pedro, el viejo pescador a quien llamaban Abuelo en el litoral, salió hacia la cala huidiza y la sostuvo con mano firme. Durante una semana había estado saliendo diariamente al mar −desde las cuatro de la mañana hasta las tres de la tarde−, sin que una sola aguja hubiese tocado sus avíos. Ya en su misero cuarto, donde anhelaban siete bocas voraces, faltaba lo más indispensable para comer… Pedro sintió en el anzuelo, a ciento veinte brazas de profundidad, un peso enorme, cual si la embarcación hubiese anclado de repente. Estremecido de júbilo se volvió hacia su hijo Carlos y, con el rostro abierto en una exhibición de dientes amarillos y cariados, musitó: —¡Está comiendo! ¡Es un peje grande!

Hemingway ha muerto. Quisiera ser justo sin dejar de ser riguroso. Hemingway falló en algunas de sus actitudes hispanófilas. Junto a su genuino amor por nuestra cultura y nuestros pueblos, una veta de desprecio atraviesa algunas de sus obras que hablan de nosotros. En Tener o no tener los cubanos no salen muy bien parados. En Por quién doblan las campanas hay una gran confusión en la presentación del drama español.

Nací en Cook County, Illinois −escribe Hemingway−, y desde muy temprana edad le cedí como escritor el territorio a Carl Sandburg, el cual lo había tornado ya de todas maneras, y a James Farrell y a Nelson Algren cuando comenzaron a escribir. Lo han gobernado bien y no tengo quejas. Es posible reclamar otras regiones, y me alegro mucho de que no estén todas ocupadas ya. Una de estas regiones es esta (Cuba)”.

No puedo ocultar que esta afirmación me desagradó. Hemingway habla de haberse apoderado del territorio cubano para escribir como si no existieran escritores cubanos con prioridad. Creo quo en esta afirmación hay algo de imperialismo literario o desprecio. Desde luego que no hemos producido ningún novelista del calibre de Hemingway. Pero de todas maneras el territorio nos pertenece literariamente.

Pero hasta el sol tiene manchas, como dijo Martí, y esto demuestra que no es un escritor que simplemente repite conceptos estereotipados. Era un hombre con contradicciones profundas que nunca ocultó.

Muchos acusan a Hemingway de haber eludido sus responsabilidades políticas; sin embargo, cuando la Guerra Civil Española recogió dinero para la República y habló en público para defenderla igual que defendió la Revolución Cubana hasta el momento de su muerte.

Tal vez debió revelar más en sus obras la angustia de sus compatriotas dentro de un sistema que castra al individuo. Tener o no tener es, sin embargo, una condona al sistema de vida norteamericano. Sistema que Hemingway rechazó viviendo en el exilio.

Recientemente cuando el novelista norteamericano regresó a Cuba revolucionaria, besó nuestra bandera en el aeropuerto. Los fotógrafos le pidieron que la volviera a besar para recoger el gesto. “Ese beso fue de corazón −dijo el viejo escritor−. No me pida que lo repita; perdonen, pero yo no soy un actor”. En Nueva York, a su regreso de Europa, defendió nuestra Revolución ante un grupo de periodistas. Esto tiene un gran valor en el caso de un hombre que en una ocasión dijo: “Hay dos cosas sobre las cuales no hablo con nadie: de política y de religión. No tengo que hacer profesiones de fe política. Mi obra y mi vida expresan mejor mis convicciones que no importa qué declaración”.

Fue un hombre contradictorio, pero nos quiso bien.

La muerte de un escritor como Hemingway deja un hueco demasiado grande para despacharlo con una simple frase final. Conteniendo la emoción −Hemingway escribía guiado por el principio del iceberg: lo principal no se ve, está debajo del agua− podemos exclamar como Baroja: ¡Caramba!


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