Foto: Cortesía de la autora

Foto: Cortesía de la autora

Nuevo México

El camino es una serpiente que zanja el desierto en dos. Nos lanzamos en la cuatro por cuatro negra. Otras camionetas aparecen por los flancos, cruzando al frente, reflejadas en el retrovisor. «Aquí hay que tener una», me dice el Capitán. Son como los caballos vaqueros. En silencio yo bautizo la camioneta del Capitán. Bajo un sol que lanza aproximadamente 46 grados Celsius a las piedras, avanzamos montados en el lustroso Azabache. Me sorprendo al ver árboles verdes alineados a ambos lados de la carretera. «¡Unos naranjales!», me entusiasmo. El Capitán se ríe a carcajadas de mi error y me dice que son «pecans», unas nueces. Me rio con él, pero no acepto la derrota. En mi fuero interno siguen siendo mis naranjas del desierto.

Más adelante aparecen las máquinas del desarrollo industrial: refinerías, pozos de petróleo donde un artefacto que parece un pájaro metálico mueve su pico sucio arriba y abajo para extraer el oro en mineral. El paisaje pasa del desierto al pasto, con sus vacas negras muy negras y sus pequeños lagos, oasis en medio del obstinado calor. Ranchos, casas de adobe, pueblos fantasmas quedan atrás. Mientras el camino se abre ante mis ojos, yo me voy abriendo también, convirtiéndome en el camino. Me voy quitando escamas de moho heredadas de la larga reclusión. Mudo de la piel vieja y roída a una nueva y lustrosa. Yo absorbo el camino, mi piel curtida, la amplitud de la luz y exploto. El viaje en el camino es, ahora mismo, mi mejor definición de libertad.

Sombra de la autora / Foto: Cortesía de la autora

Sombra de la autora / Foto: Cortesía de la autora

Nueva York

Un bache en la carretera me removió el piso. El cambio brusco, como una transición del texto que te queda falsa en el escenario, en plena función y con la sala llena, puso fin a mi disciplina de cuarentena.

Al principio fui altruista porque nadie quiere ver a un hombre morir en cámara, diciendo que no puede respirar, dejando de respirar, con el cuello bajo una rodilla uniformada. Creí en la condena de esa injusticia, del asesinato de un ser humano. Luego empezaron a entrar ruidos extraños en el sistema. El hecho pasó a un segundo plano, a un tercer plano, a un cuarto plano, a un plano meteorológico …. Y de pronto: ¡Bum! Estalló la revolution-molotera: un engendro que nació ya adulto y hablando inglés. Se apoderó de la maltratada psique de mayoría de la gente.

La histeria tomó las redes sociales, la cotidianidad, el lenguaje. Comenzaron los bandos: las vidas negras, las vidas azules. Lo demás quedó menospreciado, prohibido, proscrito. Yo, como mestiza, quedé silenciada una vez más, obligada a la degradación de los mediadores. Muchos reconectaron (en público) con el amigo negro de turno para demostrar que no pertenecían al bando de los malos. A los buenos hay que ayudarlos, los malos tienen que arrodillarse y pedir perdón. Un Apocalipsis político inducido me sorprendió en medio de la lucha contra una pandemia mundial. Incursioné en intentos de conversación con algún que otro conocido. Choqué directo con un «no al diálogo, ¿ok?, esto se llama ´hay que fajarse´». Comenzaron las guerras de guerrillas en las pantallas, las oraciones eran cada vez más violentas o más evangelistas. «Todas las voces todas», menos las de los malos que son malos de nacimiento. Solo los buenos pueden hablar.

Las publicaciones de fotos de un pan casero hecho esa mañana en el encierro hogareño pasaron a convertirse en panfletos sobre justicia social escritos al vuelo con corta y pega de titulares de prensa. ¡Toma! Anuncios de entrenamientos de yoga, reuniones en línea, y retos de listas de diez libros fueron cambiados por consignas y llamados a favor de protestas violentas: «¡Pa afuera, pa la calle!» ¡Toma! Y nadie podía rebatir. Los participantes debían mostrarse furiosos y enérgicos. Era necesario para el cambio. Ese es el tono de la contienda: la furia ciega contra una injusticia sistémica de la que nos acordamos apenas unos días. Un solo día, un segundo de búsqueda en Google.

Inorgánico, sin proceso, sin más justificación que frías estadísticas y consignas. La revolution-molotera: quemar, asaltar, destruir y gritar. Nada de soluciones.  Mi vocabulario se enriqueció con «looting, riots, protests, mob». «The mob» es igual a la multitud, la plebe, en este caso embravecida. Recibí mensajes que se referían a «la causa». Tuve que entender en un minuto todo lo que decían. Tuve que aclimatarme a varios militantes destacados convertidos a «la causa» en menos de 24 horas. Repentinos y fervientes pedían mi militancia, querían educarme. Mi silencio mestizo era sospechoso.

Me dio una bofetada el engendro reaparecido del pasado, del cual me quedó solo un país en ruinas, un país del que me fui. Trataba de entender para lanzarme al ruedo, reaccionar, hacer algo, pero seguí desplomada en mi sofá ante el engendro que no tenía pies ni cabeza. Más presa que el pájaro del poema, permanecía en mi sofá con los ojos abiertos y la boca cerrada.   

Nuevo México

Para llegar a Ruidoso desde Carlsbad pasamos por el camino Corrales. Allí, al lado de la carretera, hay un sitio con figuras de maderas que recrean una escena de la aparición de los ovnis y los extraterrestres en Roswell. El encuentro con los seres verdes, el platillo volador de fondo, los habitantes de la zona enfrentados con los alienígenas que parecen más asustados que la mujer de delantal, el ranchero y la niña.

A mí me asusta la mujer sonriente con el pastel horneado en la mano como en ofrenda al alien verde y largo que extiende las manos en gesto de susto y pánico. Imagino el encuentro de un vaquero y un hombre verde mirándose de frente. Los dos con universos distintos marcados en las pupilas. Detrás de las maquetas están las firmas de quienes se detienen en el sitio. Es una atracción popular. Muchos paran para tirarse fotos y hacer videos. En Roswell se encontraron cuerpos de extraterrestres por 1947, se dice. El pueblo entero utiliza el tema para decorar restaurantes, tiendas, comercios. Están los museos, festivales y conferencias sobre ovnis, creencias en la vida alienígena, misterios.

Los alienígenas prefieren estos lares, me emociona estar aquí. ¿Será que el desierto les recuerda su propio planeta? ¿O será que es totalmente diferente a lo que ellos conocen? Un misterio rodea el asunto. Ellos existen. Una noche avisté un ovni sobrevolando el cielo sentada en el portal de mi casa en Santiago de Cuba, cuando tenía diez años. No lo comparto con nadie, tampoco mis teorías sobre en la existencia de la vida en otros planetas y en otras dimensiones. Ojalá quede sin resolver hasta el día de «la gran coincidencia», en que todas las dimensiones en que vivimos al mismo tiempo se reencuentren.

Nueva York

Un día de junio salimos a la ciudad para hacer las fotos de graduación del Vecino. La Graduación 2020 pasará a la historia porque terminaron las clases en línea y no tuvieron ceremonia. El Vecino quiso vestirse de «aro, balde y paleta» y hacer su ceremonia personal. «No todos los días uno se gradúa en Nueva York de una maestría en negocios».

El Vecino y yo nos hemos acompañado y hemos celebrado todos los eventos en esta ciudad: primeras excursiones a la playa, primeros festivales de cine, entregas de ciudadanías, primeras visitas a hospitales. Ahora no iba a ser la excepción. Se puso su toga y su birrete y nos fuimos en Uber al downtown. Pasamos cuadras y cuadras de un Soho tapizado con tablas protectoras de cada vidriera. Una ciudad metida en cajas. Sensación de mudanza repentina o de zona de guerra. Y de verdad que todo Nueva York se muda o se pelea. Algunas personas tomaban sol en los parques, guardando la distancia requerida, tratando fehacientemente de aferrarse a la rutina diaria de ejercicios y bronceado. Hermosos cadáveres al sol.

Nosotros sonreíamos. La ciudad estaba tan limpia que tuvimos que irnos al lado del río para lanzar un confeti blanco y hacer las fotos festivas. «Siempre terminamos en el agua, Vecina», me dijo el Vecino entre sonrisas y abrazos. Al menos una reminiscencia de la alegría. Rebozábamos de orgullo en las fotos. Éramos los sobrevivientes perfectos en medio de una ciudad-espectro.

El centro vacío de Nueva York era como un luto por la humanidad. Una sospecha conspirativa se me clavó en el estómago: «So clean has to be dirty». Tan limpio tiene que estar sucio.

NY en pandemia / Foto: Cortesía de la autora

NY en pandemia / Foto: Cortesía de la autora

Nuevo México

Después de Roswell seguimos subiendo. Las nubes se acercan como piedras blancas cortadas con tijeras sin filo. Las montañas emergen en lontananza. Atravesamos pueblos como Tinnie y Hondo. El espanglish es la perfecta mezcla para reclamar la zona: New México. Pero el idioma oficial es la voz de la naturaleza. Ella es la medida de todas las cosas, los nombres surgen de ella para describirla.

Desde hace dos semanas estoy en medio de la nada, en el desierto que se quema bajo el sol, ocultando a plena vista todas las musarañas venenosas de la tierra. Miro por la ventana y veo un pájaro muerto. El cadáver emplumado está casi seco por el sol. No me da asco ni miedo. No me exalto. En el desierto la muerte y la vida ocurren silenciosas, sin pretensiones, ni llantos ni celebraciones, fuera de estadísticas. Ocurre.

Nueva York

Dormí una noche con los zapatos puestos y mis papeles importantes en una cartera junto a mi cama, esperando que los vándalos pasaran por mi vecindario. Llegaban pequeñas legiones de encapuchados y en menos de una hora todos los cristales estaban en el piso y las tiendas saqueadas. La prensa y la ley los protegían.

Eso que quedó de mí en la ciudad no podía dormir hacía casi dos semanas. Dije adiós a los tristemente «pacíficos» días de cuarentena, donde la muerte gritaba con voz de sirena de ambulancia. Cuando el confinamiento empezaba a diluirse, comenzaron las protestas, el vandalismo, la demolición de estatuas y los disparos de fuegos artificiales todas las noches.

Mis sueños eran como campos de batalla. Se me hacía un nudo en el estómago cada vez que miraba por la ventana. Los árboles ya chispeaban con el verde del verano. Volvía la liviandad de espíritu, renaciendo en el sopor del calor húmedo que aplasta la ciudad. El virus parecía el recuerdo de bestia que había salido volando para perderse en el horizonte, llevándose su aliento mortal. La ciudad parecía la foto de una piscina pública sucia, donde todos tratan de bañarse en medio de su propio caldo pretendiendo que es siquiera divertido chapotear en el orine.

La gente enmascarada, las calles cerradas, las pinturas de «la causa» en las maderas que sirvieron de protección contra los vándalos. Llegué a creer que nadie vivía en la ciudad, que la gente no era real y yo era la única sobreviviente. Total, todos llevaban máscaras y no parecían vivos, sino imitaciones de sus propias costumbres mundanas. Los trastornados fuegos artificiales venían de la inconsciencia de la calle. Las protestas, un cuerpo conjunto que a su paso dejaba cráteres y baches. Todo se descomponía gritando.

Nuevo México

Ruidoso es verde. Es un pueblo de montaña. ¿Por qué se llama Ruidoso?, pienso. Imaginé al principio que se trataba de un sitio desierto, donde el sol reverberaba en los cactus secos y se escuchaba el zumbido de las serpientes y el cantar de los coyotes. Descubro luego que es puro verde de pinos y yerbas en la cima de una montaña. El nombre, supuse, se debe a que hay muchos pájaros cuyos trinos se escuchan a gran distancia, pero luego me convenzo de que Ruidoso se llama así por los sonidos de las aguas del río.

Con ir a Google tendría la información en segundos, pero no hay como delirar un poco con la geografía. Uno juega a inventar el mundo. En Ruidoso hay un «Apalache Motel» y un «Apalache Donuts» y a mí me impresiona que un motel y las roscas dulces americanas se llame como la tribu de los indígenas de la zona. El Capitán se ríe de mis reacciones ante aquellos nombres: «Apalache Motel. Ño, powerful!» Poderoso porque los indígenas norteamericanos son para mí como los alienígenas que se avistaron en Roswell. Existen, pero no se ven. Un contacto cercano con un indígena Apalache está en el mismo rango para mí que un contacto con un alienígena. Caminamos un poco por el pueblo. No me interesa mucho la vida de los pueblos ya. Ver gente, estar rodeado de gente en este momento se ha convertido en un acto mortal. Por lo tanto, comimos nuestras hamburguesas en el patio de un restaurante y emprendimos el regreso.

Un malestar me empezó a cortar el cuerpo. Las palabras empezaron a caerme mal, a sonar huecas. Quizás la paranoia y la falta de sexo después de tanto aislamiento empezó a surtir efecto. Lo cierto es que la desconfianza se apoderó de mí. Todo me sonaba a «sálvese quien pueda». Los discursos de los gobernadores y alcaldes de la ciudad eran tan vacíos como los de los activistas, como el de los amigos que van por la vida de profundos o los que van de opinión cool y liviana. Todo se canceló. El Capitán me tiró el brazo del socorro y me lancé desesperada al madero.

De vuelta, el Capitán me llevó al sitio histórico del asesinato de John H. Tunstall, marcado por un letrero en la carretera. Ese nombre no dice nada, pero sí el de uno de sus amigos: Billy the Kid. Nuevo México, la tierra de los oestes de Hollywood, de los cowboys, la tierra del encantamiento, del oro, de los Apalaches, los Navajo, de Pecos Bill, de Mr. White, de los Sheriff y los ovnis, de la magia, de las serpientes venenosas, los alacranes, los cactus, los coyotes. La tierra de la aventura.

Mientras volvíamos a casa, el Capitán me comentó que siempre le había llamado la atención las personas «reales» que viven aquí, en aquellos ranchos a la orilla de los caminos. Le respondí con determinación, a toda voz: «Son o nativos o forajidos que escapan de la ley. Gente que se esconde y que está cerca de la frontera con México, por si acaso tienen que salir huyendo de un día para otro». Cuando acabé, me dije: «¿Y quién soy yo para describir a los que viven aquí?» Entonces fue como una epifanía. Creí entender de pronto el sentimiento exacto del cowboy, del pistolero sin justicia ni ley que tuvo que escapar. La forajida era yo.

Soy una forajida. Nunca antes comprendí mejor el personaje.

Nueva York

Salí de Nueva York y no me despedí de nadie, solo de la escalera de incendios de mi apartamento. Allí solo tuve un orégano que creció como un bosque y murió hace mucho tiempo. No le dije a nadie que me iba, ni cuándo ni cómo. El secretismo y la paranoia aparecieron de pronto, igual que «dos viejos pánicos» en el mismo centro de mi sala. ¿Y si alguien pensaba que yo huía de «la causa»? ¿Y si no me dejaban entrar al avión? ¿Y si comenzaban a pedir cédulas de salud para comprobar tu inmunidad? ¿Y si se implantaba una ley de fronteras de repente?

Yo tenía que largarme y rápido. Yo tenía que huir. Hice dos maletas con todo lo que me interesaba conservar de esta parte de mi vida. Tanto tiempo encogida me volvió torpe a la hora de cargar el equipaje. Me trabé cuando bajaba por el elevador. También pudieron ser los nervios. El chofer del Lyft fue rudo y de pocas palabras. Llevaba en los ojos la modorra de la mañana. En el trayecto hasta La Guardia, mientras cruzaba los puentes y miraba la ciudad, la angustia me apretó el pecho con mano de plomo. No quise ser pesimista me puse a fantasear con este primer viaje en cuatro meses. Traté de preocuparme con la gente y sus cubrebocas, con la cercanía de otros pasajeros en los asientos del avión, con esos pormenores de la pandemia, que cambiaban la vida de repente.

Nada. Todavía no entendía la metamorfosis.