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En marzo de 2025, el gobierno cubano aprobó un nuevo Anteproyecto de Ley de Propiedad, Posesión y Uso de la Tierra. Aunque se presenta como una norma técnica y de modernización, en realidad representa un nuevo intento del Estado por reforzar su histórico monopolio sobre la tierra agrícola y consolidar un control absoluto sobre quienes la trabajan.
Sesenta años después, la tierra sigue siendo del Estado
Las dos grandes reformas agrarias de 1959 y 1963 expropiaron extensas propiedades privadas para concentrarlas en manos del Estado. La ley de 1963, por ejemplo, confiscó todas las fincas mayores de 67,10 hectáreas, lo que dejó al Estado con unas 460 000 caballerías —aproximadamente el 70 % de la tierra agrícola del país—, mientras que apenas un 30 % permaneció en manos de pequeños campesinos.
Ya en la década de 1980, más del 80 % de las tierras agrícolas estaban bajo propiedad estatal. Durante la crisis del “período especial” en los años 90, el gobierno impulsó formas descentralizadas de gestión, pero sin ceder la propiedad. En 1999, gran parte de la administración de la tierra había sido trasladada a las Unidades Básicas de Producción Cooperativa (UBPC), cooperativas agropecuarias y, en menor medida, a agricultores individuales. Esto redujo el control operativo directo del Estado al 64,63 % del total de sus tierras, una disminución significativa respecto al 100 % que mantenía en 1988.
Sin embargo, para 2020, tras más de dos décadas de reformas (Decretos 259/2008, 300/2012 y 358/2018) orientadas al usufructo individual y a la descentralización de la gestión, el Estado había recuperado un control operativo del 92,68 % sobre sus tierras. En términos reales, esto significa una reducción de apenas el 7,32 % respecto al control total de 1988, lo que representa un claro retroceso frente al proceso de descentralización alcanzado en 1999.
¿Qué implica esta nueva ley?
El nuevo anteproyecto no constituye un avance hacia la redistribución real de la tierra ni hacia el reconocimiento de derechos de propiedad para los campesinos. Lejos de empoderar a quienes trabajan la tierra, consolida un esquema de poder centralizado que perpetúa la dependencia del Estado. El discurso de apertura a formas “no estatales” de gestión ha sido, en los hechos, una concesión temporal de uso, no una transferencia de dominio.
Sesenta años después, la tierra sigue siendo del Estado. Y ahora, con este anteproyecto, lo será aún más.
El anteproyecto: más burocracia, menos derechos
El nuevo anteproyecto no rompe con el modelo de control estatal sobre la tierra. Al contrario: lo refuerza. Reafirma que toda tierra no catalogada como privada es propiedad socialista del pueblo y, por tanto, inalienable, imprescriptible e inembargable. En términos prácticos, esto significa que no puede venderse, heredarse ni convertirse en propiedad privada, sin importar cuántos años haya sido trabajada ni cuánto haya invertido la persona en su cultivo.
Además, impone severas restricciones a la propiedad privada reconocida por la ley. Los agricultores no pueden hipotecar, arrendar ni subdividir sus tierras sin autorización expresa del Ministerio de la Agricultura. Toda compraventa está sujeta al derecho de tanteo del Estado: quien desee vender debe, primero, ofrecer la tierra al propio Estado como comprador preferente.
El usufructo —figura jurídica dominante en la tenencia de tierras— sigue sin brindar seguridad a quienes la trabajan. El anteproyecto mantiene su carácter personal, intransferible e intransmisible: no se puede vender, hipotecar ni heredar de forma automática. En caso de fallecimiento del usufructuario, la familia no hereda de pleno derecho, sino que debe solicitar un permiso estatal y probar que trabaja la tierra o que tiene condiciones para hacerlo.
Además, el usufructo puede ser revocado por múltiples razones vagas o discrecionales: por ejemplo, por no utilizar la tierra “correctamente” (sin definir qué se entiende por correcto), o por no haberla puesto en producción dentro de un plazo determinado, sin contemplar excepciones por causas justificadas como enfermedad, accidentes o fenómenos naturales.
En la práctica, esto convierte al usufructo en una forma de tenencia frágil, precaria y sin garantías efectivas, que deja a los campesinos a merced de decisiones estatales arbitrarias. En lugar de fomentar la autonomía, la inversión o el arraigo rural, el anteproyecto profundiza la dependencia del productor respecto al Estado y limita su capacidad de proyectar un futuro estable en el campo.
¿Y la justicia agraria?
El anteproyecto tampoco garantiza el acceso efectivo a la justicia en los conflictos relacionados con la tierra. Lejos de permitir que estos se atiendan directamente ante los tribunales, traslada esa función a comisiones de asuntos agrarios constituidas a nivel municipal, provincial y nacional. Estas comisiones —integradas en su mayoría por funcionarios del Ministerio de la Agricultura, representantes del gobierno local y otras entidades estatales— son las encargadas de resolver asuntos tan sensibles como:
-La entrega o revocación del usufructo,
-La evaluación del uso adecuado de la tierra,
-La declaración de abandono,
-Y la aplicación del derecho preferente del Estado en compraventas.
Aunque el texto menciona que los tribunales también pueden intervenir, esta participación es limitada y excepcional. Solo se prevé su actuación en casos muy específicos, como disputas sobre derechos reales o actos notariales. La gran mayoría de los conflictos agrarios —incluidos los más frecuentes entre usufructuarios y el Estado— quedan bajo control exclusivo del aparato administrativo. Incluso cuando se admite una apelación, esta solo puede ocurrir tras agotar varias instancias dentro del mismo sistema burocrático, sin garantizar un control judicial efectivo desde el inicio del proceso.
Este diseño convierte al Estado en juez, parte y regulador, debilitando gravemente el derecho de los campesinos a defender sus intereses ante una autoridad independiente e imparcial. El acceso a la justicia —que debería ser un pilar del sistema agrario— se ve sustituido por una vía administrativa sin autonomía real ni garantías de debido proceso. En vez de proteger los derechos, el modelo refuerza un esquema de poder sin contrapesos.
¿Qué está en juego?
La tierra no es simplemente un recurso productivo: es un derecho humano, un medio de vida y una garantía de autonomía para quienes la cultivan. Sin embargo, el anteproyecto la sigue tratando como una herramienta subordinada a la planificación centralizada, sin ofrecer garantías jurídicas ni mecanismos reales de participación o consulta para el campesinado.
Desde Cubalex, denunciamos que esta propuesta viola estándares internacionales consagrados en la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Campesinos (UNDROP) y las Directrices Voluntarias de la FAO sobre la Tenencia de la Tierra.
El anteproyecto desconoce principios fundamentales, como el derecho a acceder y controlar la tierra, a no ser despojado arbitrariamente de ella, a una justicia imparcial y a participar activamente en la elaboración de políticas que afectan la vida rural.
Las personas que viven del trabajo agrícola deben tener voz y voto en las decisiones que moldean su presente y su futuro. Lo que está en juego no es solo el contenido de una ley: es el destino del campo cubano, la justicia agraria y la soberanía alimentaria del país.
Mientras no se implementen reformas estructurales reales, el modelo cubano continuará negando a quienes producen los alimentos la posibilidad de decidir sobre la tierra que cultivan, manteniéndolos en la incertidumbre, la dependencia y la exclusión.